Arriesgado intento cinematográfico donde, mediante continuos discursos reflexivos, se intenta ofrecer la cara oculta de los conflictos bélicos. Esa parte más humana y racional que se ve constantemente frustrada por el fragmento más salvaje y terrible que explica la existencia de lo incomprensible. La idea, por tanto, es plausible, aunque la manera de llevarla a cabo no sea demasiado eficiente. Especialmente grave es lo espeso del argumento, a lo que ayuda la poca importancia histórica que el guión ofrece al conflicto (más parece que estén sofocando un motín de una prisión que luchando en plena Segunda Guerra Mundial). Realmente, este dato no debería tener mayor importancia para conseguir el objetivo principal del filme, pero la longitud del mismo acaba por pedir a gritos una historia más profunda y reconocida. Y es que este largometraje es la antítesis del género. Un género que acostumbra abordar grandes conflictos ciñéndose a una más o menos veraz descripción histórica, dejando las reflexiones para el espectador que lo desee. En LDLR éstas son obligatorias, forman la espina dorsal de la película y, en cambio, se siguen mostrando como sección secundaria, lo que acaba por confundir al espectador. Los continuos viajes temporales o recuerdos familiares se reproducen de manera tan repetitiva que terminan por fomentar el aburrimiento, y éste a su vez no consigue encontrar enemigo en el argumento, por lo que el invento no acaba por funcionar excesivamente bien.

Al igual que los anteriores tres millones de exorcismos que hemos podido ver en las pantallas de cine, esta nueva obra redunda en la posesión infernal liderada por unos demonios aburridos de habitar en el averno e interesados en desprotegidas jóvenes de comportamiento modélico. El guión resulta escaso, los medios bastante limitados y el ritmo poco fluido. Una vez más, y ya han pasado unas décadas, la carga del padre Carrack resulta un peso imposible de aguantar para una producción mediocre.

Título infantil para el experimento personal de Rob Zombie, del que el espectador o bien desearía que se censurara de por vida o, siendo imaginativos, se le encontraría algún sentido que hiciera más o menos digno el enrevesado proyecto. Esta situación provoca que aquel que se dirija a su butaca con ánimos de ver una película de terror ya puede prepararse para las arcadas, mas cuando su estómago done al mundo sus jugos quizá pueda sacar algo positivo del filme. Destacar algún que otro efecto interesante de decoloración de imagen y una vez más la efectiva exposición de los efectos de pánico continuo que más de uno hemos sufrido en sueños (quien me mandaría ver a Krueger con 12 años). Por el resto no ofrece gran cosa, y ciertamente podría haberse elaborado una historia más profunda incluso prescindiendo del toque gore.

Hay una serie que me causa especial gracia estos últimos años. Me hace reír, conecta rápido con mi cerebro y me relaja por las noches. Modern Family ha conseguido situarse a un nivel altísimo dentro de la comedia, gracias a la personalidad diferenciada de sus personajes y al buen hacer de sus historias.

Aunque más allá del argumento, hay una cosa que me ha hecho especial gracia. Son tres hogares diferentes, muy diferentes, pero con un curiosa coincidencia: en todos ellos solo trabaja una persona.

Es cierto que la mujer, salvo en la pareja homosexual, siempre es la que mantiene el rol de ama de casa. Pero más allá de quien debe o no debe quedarse (lo entiendo como un acuerdo entre dos personas), lo fantástico es que una situación que podríamos tachar de tradicional se exhibe como la más inteligente a la hora de organizar una familia. Más tiempo, labores repartidas, hijos atendidos, dinero suficiente.

El capitalismo se ha aprovechado de la revolución femenina sacando tajada a su estilo. ¿Queréis trabajar los dos? Estupendo, pues rebajamos sueldos y todo contentos. Hoy es tremendamente complicado mantener un grupo familiar con un salario, y el tiempo es ya un bien al alcance de cada vez menos gente.

Ha sido estupendo que la mujer haya podido entrar en el mercado laboral con pleno derecho, pero en el camino nos olvidamos de ajustar las reglas y nos han vuelto a estafar. Una vez más. En Modern Family todo cuadra gracias al elevado nivel de vida de sus protagonistas. Aquí, mientras, tenemos que conformarnos con la nostalgia de una modernidad extinguida.

Combinación aparatosa de comedia y reflexión intelectual de la que finalmente uno no sabe si descojonarse o tomar en consideración. La introducción repentina de temas como el racismo y el machismo en la religión, en medio de un argumento claramente cómico, enturbia la mente de un espectador que no puede detenerse a meditaciones profundas mientras ve a un gordo relleno de mierda o a un Dios hembra saltando entre los árboles. Resulta artificial hasta en un contexto surrealista.