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Críticas de claquetabitacora
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Críticas 139
Críticas ordenadas por utilidad
9
8 de febrero de 2018
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La razón principal por la que Steven Spielberg decidió hacer una tercera parte, más allá del éxito en la taquilla y perpetuar las aventuras del arqueólogo más famoso del séptimo arte, fue que quería pedir disculpas a los fans por la segunda entrega [...]. Tal es así que una vez se planteó dar el pistoletazo de salida para la tan esperada tercera parte (y en un principio última) serviría para enmendar el error y pero también para darle un final adecuado al personaje [...]. Lucas siempre tuvo en mente convertir el Santo Grial en el objeto sagrado a conseguir. Boam lo tuvo en cuenta en su libreto pero a decidió centrar la historia en algo que dio un giro radical a los acontecimientos y no fue otra cosa que introducir al padre de Indiana Jones como eje argumental. Su intención era convertir esta nueva entrega en una reunión familiar y exponer las rencillas, los reproches y las diferencias emocionales para aunar padre e hijo en una historia que iba mucho más allá de las aventuras clásicas [...].

Otro elemento que servirá de preludio es conocer al padre de Indiana (a quien sólo podremos verle las manos), quien demuestra tener un carácter duro, rudo, tajante y metódico. Alguien que se encuentra totalmente absorto en una de sus obsesiones, en este caso el Santo Grial y cuya forma de vivir su pasión por las reliquias y la arqueología será traspasada a su hijo en el futuro. [...]. Pero lo que nadie podía imaginarse es que el personaje del padre superaría al hijo en cuanto a carisma, presencia, mítica y actuación. Se convertía, por mérito del intérprete, en una contrarréplica madura, irónica, ácida en ciertos aspectos, solvente y ante todo inocente en cuanto al mundo de la acción y la aventura pues el convertir al padre en un ratón de biblioteca y sacarlo de esa zona de confort lo transforma en alguien neófito en el campo de las heroicidades. Todo lo contrario a su hijo quien la acción forma parte de su día a día.

Lo interesante del caso, en esta ocasión, es ver como el Santo Grial, otro clásico y típico mcguffin en la trilogía, sirve como puente para el reencuentro entre los dos personajes. Por así decirlo Indiana Jones necesita encontrar a su padre para encontrar el cáliz, no tan sólo para recibir su ayuda sino para acabar con los fantasmas del pasado y recuperar el tiempo perdido [...]. Pero el ir tras la reliquia arqueológica lo que encierra realmente es el reencuentro del héroe con su pasado, con su origen, con sus raíces y recuperar el amor de un padre ausente, distante, frío y seco [...]. Es impresionante al respecto ver la entrega absoluta de Connery para un personaje que podría haber caído en el esperpento o en lo irritante. Todo lo contrario. Su vis cómica entronca a la perfección con la seguridad de su hijo [...]. Porque cada escena compartida entre ambos es un ejemplo magistral de emocionales puntos de encuentro entre las distintas formas de encajar las cosas de un padre y un hijo. La dialéctica frente a la acción, la socarronería frente a la pericia o la bofetada ante la blasfemia o lo que es lo mismo: el respeto ante los mayores o la falta del mismo ante lo religioso. Por así decirlo lo agnóstico frente a la fe. Porque este último elemento, en esta entrega, es donde más se hace hincapié pues de ella depende que todo vaya hacia delante para dejar a un lado lo que cree Indiana. La fe es lo que le hará avanzar en las pruebas finales. Es en la última donde el héroe, alguien que siempre se ha guiado por lo práctico o lo tangible, deberá saltar al vacío ante una confianza absoluta [...].

Aún así, uno de los géneros que resulta raro ver y que está colocado con acierto es el de la comedia [...]. Y todas gracias al padre de Indiana. Su tozudez, su carácter empírico frente a según qué circunstancias y el estar siempre seguro de sí mismo hacen que sus expresiones, sus gestos y su forma de enfocar las cosas frente a la forma de ser de su hijo hacen que su forma de ser y actuar resulten acertadas. Hay tanta complicidad y tanta química entre ambos que podría decirse que el género de la screwball comedy tiene un claro ejemplo aquí. Porque no se trata únicamente de gags visuales o gesticulaciones acertadas como esa donde Indiana sonríe al haber acabado con los nazis que les persiguen mientras Henry pone en hora su reloj o éste destruyendo por accidente la cola del avión al no controlar la metralleta. Son diálogos y frases que encierran una comedia excelente como muestran la conversación en el zepelín o las frases ante el enemigo en el interior del castillo por decir sólo algunas.

Lógicamente, si querían volver a seguir la estructura de la primera parte los villanos debían volver a ser los nazis [...]. Quizás en este caso quien destacaría por encima de todos es Ernst Vogel como el coronel nazi que le hará la vida imposible a los protagonitas. Vogel es interpretado por un entregado Michael Byrne. Su presencia es perfecta y sus dotes como villano son creíbles en todo momento. Tristemente no sucede lo mismo con Julian Glover quien interpreta al malo principal de la función, Walter Donovan. No da la talla como tal y aunque sea un actor conocido en el sector su personaje se encuentra difuminado, su maldad es más digna de un villano de opereta que de alguien con las dotes maquiavélicas bien engrasadas. Incluso sus diálogos resultan superfluos y bastante toscos [...]. En cuanto a la parte femenina se cuenta aquí con Alison Moody interpretando a la Dra. Elsa Schneider. En este caso será la chica a la cual le darán un enfoque más acorde a las femmes fatales típicas del Hollywood dorado quien juega con su belleza y su inteligencia para ser una digna oponente a pesar de mantener una ligera guerra de sexos con Indiana Jones. Lógicamente no se podrá evitar caer en los clichés amorosos típicos del género como la escena del hotel [...].

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claquetabitacora
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6
6 de noviembre de 2016
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Basada en la novela del propio guionista (Gillian Flynn), Fincher vuelve a zambullirse con su habitual narrativa en una película basada en uno de los libros más vendidos del momento como ya sucedió con su anterior filme (“Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres”). En este caso la trama gira en torno sobre cómo el mundo mediático tiene un fuerte control sobre la gente, cómo dejamos que las noticias, de rabiosa actualidad, ya sea a través de la tele, periódicos, internet, etc., sin saber al 100% los pormenores que las envuelven ni la cínica forma de presentarlas, nos pueden llegar a manipular de tal forma convirtiendo a bellas personas, socialmente aceptables y con un estatus respetuoso, en auténticos monstruos desalmados. Por un lado tenemos a un idílico matrimonio snob, de alto poder adquisitivo, cargado de rarezas típicas de ricos y caracteres bastante recargados, egocéntricos en su propia posición social (hay diálogos que se exceden en cierta pedantería elitista un tanto chirriante) y por otro lado contamos con la desaparición confusa y extraña de de ella apuntando todos los indicios, desde cualquier punto de vista, que el causante es el marido.

La película se divide en dos partes bien diferenciadas. Contamos con toda la parafernalia sistemática de investigaciones, culpas, acusaciones, fondos mediáticos, pesquisas, dudas y acusaciones alrededor de una mujer desaparecida y el bonachón de su esposo intentando llevar una vida normal dentro del ajetreo mediático al cual es forzado a participar y que cada paso en falso que da sirve para hundirse más en la acusación. Quizás en este primer apartado el ritmo adolece de un tono mucho más pausado en este tipo de thrillers más o menos convencionales y al cual se le puede achacar cierto engreimiento precisamente por la frialdad recargada de la pareja protagonista donde los flashbacks son bastante irritantes y no son más que meros estereotipos donde la pareja protagonista se enzarza en diálogos burdos y cargados de insustancial levedad dentro de una verborrea insípida en la forma y un tanto chirriante en el fondo. Pero cuando la película parece haber entrado en una especie de bucle, espiral de una sociedad pegada a los engaños de un circo televisivo, aparece un vuelco que trastoca todo lo que habíamos contemplado hasta ese instante.

De David Fincher puede decirse que hasta sus títulos más defenestrados pueden llegar a defenderse por sí mismos pues no hay que ser muy perfeccionista para encontrarle más virtudes que defectos en su filmografía. Pero por extraño que parezca, a pesar de estar ante un supuesto inteligente, seco, elegante y frío ejercicio de estilo, como suelen ser todos los filmes del cineasta, creo no equivocarme cuando digo estar ante el primer título que por ahora no convence tanto como el director de “Se7en” quisiera o no deja esa sensación popular donde la crítica especializada y el público entregado la aclama como una obra maestra. Desde luego, cinematográficamente hablando, no lo es. Incluso tal como está expuesta y dirigida podría llegar a pasar por mero telefilme de no ser por quien está tras la cámara, alguien que precisamente siempre sabe sacar oro puro de cualquier producto, ya sea original o de encargo. Sus películas son carne de un estilismo canonizado, pródigas en convertirse en piezas clave del cine contemporáneo y muestras de un diseño de producción exquisito que son influencia directa y arte en estado puro. No es que “Perdida” sea un mal título pero desde luego su engranaje, su mecanismo, las piezas que lo componen no están tan bien hilvanadas como para formar un todo.

Lógicamente, como thriller convencional funciona en los momentos donde el género reclama el aplauso. Tan sólo hay que ver la escena donde se desenmascara la realidad que se oculta tras la desaparición, incluida esa explicación posterior, paso a paso para, quizás, esos espectadores que se puedan perder o no entiendan del todo los movimientos a seguir como suele narrar programas televisivos como “Crímenes perfectos”. No se puede negar que ciertos golpes de efecto como ese martillazo para hacerse pasar por mujer maltratada o el imprevisto de ella al sufrir un robo por parte de sus nuevos vecinos que le harán volver para poder aparecer como mujer secuestrada son momentos que demuestran que el guión, a pesar de sus inconvenientes y errores, cuenta con aciertos tanto de dirección, montaje y guión. Porque de lo que aquí se trata es vender el producto como una especie de remedo o renovación de “Atracción fatal” sólo que actualizada a nuestros tiempos. Sin dudarlo ni un ápice, es el claro vehículo de lucimiento para una mujer manipuladora, fría y calculadora, la clásica villana que disfruta haciendo sufrir a los hombres sin motivo ni razón. Simplemente por el hecho de dominar, engañar y hacer sufrir. Una especie de vuelta de tuerca al anterior filme de Fincher donde eran los hombres los que precisamente maltrataban a las mujeres sólo que aquí de una forma más maquinada, perversa e intrigante.

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claquetabitacora
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6
26 de octubre de 2016
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El cine no está exento de ser la voz en cuello de una parte crítica de la sociedad española quien ve en la banca y la política uno de los mayores causantes de la crisis económica que llevamos padeciendo ya unos cuantos años y que al paso que vamos, por desgracia, tardará en desaparecer. Viendo que la situación no mejora y la impotencia cuesta cada vez más controlar el celuloide patrio, de un tiempo a esta parte, lleva presentando una colección de títulos predispuestos a arrasar con todo sin mirar a quien y sin importar las consecuencias. “Cien años de perdón” sería el nuevo (pero no último) ejemplo de cómo los directores, a través de la cámara, juegan con el género del thriller como lienzo para plasmar la rabia del ciudadano aunque su situación no mejore. Daniel Calparsoro decide ser uno más que marca con estilo seco y directo una ofrenda al cine de bancos y ladrones, de aroma reconocible entre el cine clásico y contemporáneo, con “Tarde de perros” (Sidney Lumet, 1975) como primera opción pero también con cierta crítica como la de Spike Lee en “Plan oculto” (2006). Sin ir más lejos, el título de Lee encerraba espectáculo y crítica a partes iguales y encima con ojo para aunar ambos apartados sin perderse en el camino.

Jorge Guerricaechevarría, un asiduo permanente en la filmografía de Alex de la Iglesia, plantea un guión que comienza siendo el clásico (y típico) atraco en un bando de Valencia para que luego, como si de una muñeca Matrioska se tratase, cada pieza abierta lleva a una parte interna del propio gobierno, dejando en jaque y al descubierto información comprometida que haría tambalear sus propios cimientos. Como suele decirse, nada queda oculto por mucho tiempo. Mientras tanto, intriga y crítica, corrupción y ladrones, rehenes y políticos, todos a una, van formando un puzle donde nadie está a salvo porque aquí no hay víctimas sino culpables, cada uno en su medida y todos en sus respectivas posiciones. El guión pretende hacer un repaso a que el dinero no es el corrupto sino quien desea poseerlo a toda costa y el poder no corrompe sino a quien lo utiliza para mal. Lógicamente, como suele suceder en el cine de ladrones, los protagonistas absolutos de la función son los integrantes de la banda capitaneados a pachas entre El Uruguayo (Rodrigo de la Serna) y El Gallego (Luis Tosar). El resto de integrantes son meros arquetipos que darán comparsa al metraje y los diálogos aunque es bien cierto que logran su cometido sin molestar.

Los dos actores citados llevan el peso de toda la trama con fuerza y tesón, resultando coherentes con sus personajes y con la trama. Incluso por momentos de la Serna acaba por erigirse el rey del corral, quien domina la situación en todo momento con una actuación templada y furiosa cuando precisa la escena y eclipsando al propio Tosar, alguien que por derecho propio siempre se ha condecorado como un monstruo de la interpretación. El resto de actores, para su pesar, resultan desdibujados o fuera de lugar. Sucede con José Coronado, quien aparece sin mucho alarde, con Patricia Vico, quien no sabe controlar su rol al cual se le podía exigir un poco más estando un tanto sobreactuada y con Raúl Arévalo, quien le viene grande su papel al encontrarse algo encorsetado y un tanto desmedido como hombre de recursos. En su conjunto son actores que parecen estar actuando en una serie de televisión más que en un thriller de alto voltaje ofreciendo papeles acomodados, sin demasiado alarde ni precisión escénica, como si la película les viniera grande o como si este tipo de roles no supieran como llevarlos a cabo. Tan sólo hay que ver que ninguno de ellos deja huella ni convence más allá de algún apunte escénico pero nada agradecido.

“Cien años de perdón” demuestra que Calparsoro se toma muy en serio su papel de director quien en más de una ocasión, a la hora de montarla y exponerla, no duda en beber de casos como “Heat” (Michael Mann, 1995), el cine de atracos por antonomasia del cine contemporáneo o “El caballero oscuro” (Christopher Nolan, 2008), basándose en una puesta en escena electrizante para demostrar que el ritmo, la tensión y la sensación de desamparo a manos de un grupo de ladrones que está dispuesto a ir al final a pesar de las consecuencias están bien engrasados. La introducción sirve como ejemplo para ver que las intenciones son claras: dejar constancia que al cine español también se le da bien realizar thrillers con gancho. No hay un solo minuto en todo lo que acontece en el interior del banco que sobre o moleste. Es más, cuando la cámara se aparta de él y se centra en los personajes secundarios o cuando enfoca en historias secundarias es cuando la película flojea o pierde fuelle. De ahí que todo el plan para hacerse con el dinero, todo lo que conlleva el intentar escapar indemnes sin que ninguno de los ladrones resulte herido, el control del Uruguayo ante cualquier imprevisto y el clímax final, que es donde siempre se suele colocar el énfasis y la sorpresa, son escenas que resultan un trabajo bien hecho por parte del equipo técnico y de la mano firme de Calparsoro quien sabe colocar la cámara donde y cuando debe.

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claquetabitacora
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8
27 de septiembre de 2016
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[...] “Looper” es un claro ejemplo de cómo jugar con todos los elementos implícitos del propio género y salir airoso en su comprensión. Aquí nos encontramos en un futuro distópico, arrebatador en su decadencia, donde el mismo personaje, Joe, acaba desdoblándose gracias a las virguerías que logra un guión bastante juguetón, intacto en originalidad y con la suerte de cara al trabajar a la perfección las paradojas temporales sin resultar ni pomposo ni engreído. Las dos personas toman el espacio y el lugar al mismo tiempo para convertirse en el pasado y el futuro en un cuerpo presente, dejando que la propia historia de pie a elucubraciones, cábalas y conjeturas en un libreto donde el cine negro, la elitista y apabullante ciencia ficción, el Neo-noir agobiante, el western seco y el interesante drama (aunque en gotas muy reducidas) den forma y fondo a una aventura donde el amor, a fin de cuentas, es el quid de la cuestión, tal cual, nunca mejor dicho [...].

[...] Jugando con las posibilidades que el género contiene, en esta ecuación nos encontramos con Joseph Gordon-Levitt, el Joe del pasado (y del presente), quien trabaja como un Looper, alguien que elimina a todos aquellos que la mafia del futuro desea darles fin. Como si el pasado fuese el crematorio del futuro (quien contemple la película entenderá la frase), a través de envíos especiales que consiguen ser un peldaño más en las infinitas posibilidades que ofrece la ciencia ficción atada a los viajes espacio-tiempo, “Looper”, como película, juega con la propuesta de que el presente del personaje es el pasado de un mañana lejano (quien vea la cinta también llegará a comprender el porqué de la sentencia).

Gordon-Levitt, ataviado en todo momento con un maquillaje que intenta imitar y parecer un Willis rejuvenecido y que gracias a esta pintura la sensación de contemplar una fotocopia de gusto estrafalario es interesante en su propuesta, es un asesino metódico, drogadicto, que almacena su dinero para poder retirarse, viajar a Francia en el futuro (en todo momento le vemos estudiar el idioma de la ciudad del amor) y que como norma no puede salirse de la línea de erradicar a toda persona que le envían. Incluso hay veces donde deberán matar a su propio yo. De esta forma cierran su historia, su bucle [...]. Es en estos contrastes, en este laberinto de situaciones, donde nos damos cuenta que la película, en todo momento, tan sólo utiliza los escenarios para dar rienda suelta a las decisiones de los propios personajes, tratándolos en todo momento con el respeto que se merecen y no dejándolos en meros arquetipos sino más bien convirtiéndolos en piezas de un ajedrez más humanista de lo que pueda parecer. De ahí que toda la parte referente a la vida en las afueras, en medio de la nada, emplazándolo todo en una granja solitaria, esté enfocada hacia la América profunda, jugando en todo momento con la sequedad y la ausencia de humanidad, donde las mujeres deben defenderse a tiro de escopeta y demostrar que no necesitan al hombre para ser autosuficientes. Emily Blunt aquí resulta esencial como respuesta ruda, seca pero la única que es capaz de controlar a un niño que puede llegar a ser un arma de destrucción masiva, enseñarle en todo su concepto lo que es el amor.

Sin ir más lejos todo lo que contemplamos en “Looper” juega con un discurso ético muy bien estructurado, narrado y que expone, sin ningún tapujo, una sociedad cada vez más desestructurada, que va a pique, donde cualquiera puede recibir un balazo y donde nadie está a salvo de acabar muerto como bien muestra las decadentes calles donde la pobreza ahoga mientras los asesinos viven a todo tren en locales elitistas, fiestas desenfrenadas, tienen buenos coches y consumen drogas de diseño como si no hubiese un mañana. Pero si encima queremos ir un paso más allá, lo más llamativo del caso es el juego moral que plantea la historia pues nos ofrece en bandeja el dilema si seríamos capaces de matar a un niño sabiendo que en el futuro puede llegar a ser el mayor asesino existente en el futuro. Es aquí donde la película se desmarca del sota, caballo y rey de las bases del género y ahonda en las variables posibles de cuánto estamos dispuestos a hacer si tenemos la opción de modificar el pasado para solucionar el futuro o como mínimo restablecerlo. Desde luego es aquí donde Bruce Willis aparece para jugar en todo momento con la ambigüedad que contiene el propio personaje pues llega a ser dos roles tan decisivos como claros: puede llegar a ser un asesino despiadado como alguien que quiere arreglar lo que no pudo en su momento, hacer algo que puede evitar un mal mayor. De ahí que acabe siendo un rol más que interesante en su exposición.

En todo momento sabemos que Gordon-Lewitt y Willis son la misma persona pero son dos personajes completamente distintos. El primero, representando el pasado, siempre se presenta como valiente, decisivo, carente de modestia, bravucón, creyente de conocerse a sí mismo y sin importar las consecuencias de los actos que pueda cometer porque el futuro siempre queda muy lejos y siempre tenemos tiempo para enmendar nuestros errores. Peor cuando Willis aparece, cuando éste se presenta ante los ojos del que cree tenerlo todo controlado comprende que quizás el mañana no está tan lejos como pudiera parecer. La escena de la cafetería, donde los dos se encuentran cara a cara, manteniendo una conversación que todos nos gustaría poder tener para preguntar y conocer cómo seremos y que nos pasará dentro de unos años, es uno de los mejores exponentes narrativos de la película pues a través de la palabra el director logra transmitir muchísimo y sin necesidad de efectos ni filigranas, tan sólo a través del diálogo [...].

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claquetabitacora
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5
5 de agosto de 2016
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[...] Tristemente, Greengrass no estaba por la labor de perpetuar una entrega más y sin él tras la cámara Damon tampoco puso el camino fácil para regresar. Es lo que sucede con el fatídico lema de “o todos o ninguno”. Así que sin el creador de un estilo consagrado y sin el actor que daba vida al titular de un personaje (ya icono por derecho propio), Gilroy decidió tomar las riendas del asunto como director de un spin-off a modo de secuela paralela y con un guión que se centrara más aún en los entresijos de cómo crear agentes letales, la biología aplicada a la medicina y cómo esta juega con los comportamientos de conducta, el cine de despachos (una vez más) e intentando crear una nueva franquicia apoyada en un nuevo héroe de acción, deudor del estilo y maneras de Bourne pero más acorde o cercano a otros agentes secretos como por ejemplo Ethan Hunt de la saga Misión Imposible, creado por otra estrella mediática fundamental en el género de acción como es Tom Cruise. De ahí que se decidiera dar salida a otro agente letal, Aaron Cross, inteligente, letal, eficaz y experto en defensa personal. Lógicamente, las intenciones hacia “El legado de Bourne” es no jugar tanto con el género de espías aunque se siga recurriendo al estilo de la trilogía original conjuntamente con el cine de despachos, ordenadores, persecuciones, tecnología y demás para enfocarlo todo hacia un punto de vista más médico, profundizando un poco más en el thriller pero de forma mucho más liviana y siendo por momentos un cine más intimista que de costumbre pero sin dejar de lado el cine de acción más contundente. La pena es que el resultado es cuanto menos tosco, indefinido y sin tanta adrenalina como uno pudiera pensar.

La película comienza siendo más contemplativa de lo que uno pueda esperar. Incluso la cámara es mucho más pausada que la de sus hermanas mayores. En los primeros minutos vemos los dos contrastes que se verán enfrentados en la historia y que por desgracia no acaban de cuajar o fusionarse. Por un lado vemos a Alex Cross en plena naturaleza salvaje. En medio de Alaska, con un clima inhóspito y situaciones extremas podemos ver que el agente se desenvuelve perfectamente entre montañas, aguas heladas y lobos. El perfecto soldado. Más tarde, descubriremos que se encuentra en un ejercicio de entrenamiento para ver cuál es su nivel de supervivencia. Pero también descubrimos que debe tomar dos pastillas para seguir manteniendo su nivel de resistencia. Por el otro lado, como si estuviéramos en otra película completamente distinta, vemos a los líderes encargados de los distintos programas clave encubiertos de esta nueva generación de súper soldados y operaciones ocultas de la CIA donde descubrimos con un ritmo pausado pero muy mal montado y narrado que todo lo que vimos con Jason Bourne era tan sólo la punta de un iceberg inabarcable y que aquí se intenta ir un poco más allá dándole un tono mucho más serio y amoral aunque por desgracia no acaba de cuajar tanto como debiera. Tristemente, Gilroy funcionó muy bien como guionista en la trilogía original, logrando convertir un galimatías de nombres, nomenclaturas, operaciones, situaciones y demás jerga en algo más o menos aceptable aunque haya según qué escenas de patente confusión [...].

En cambio, para este legado, Gilroy demuestra no tener la madera necesaria para director y en el guión patina demasiado. Su película hace aguas por todos lados pues parte de un libreto extremadamente confuso, muy mal rematado y que no contiene los matices necesarios para ser fluido y creíble. Pero tras la cámara resulta demasiado acomodado, como si confiara demasiado en que al portar el apellido Bourne en el título se le perdonará todos los errores que vayamos contemplando siendo magnánimos con todo lo que salga porque “todo vale”. Y ese es, para mi gusto y opinión, el peor de los males que puede sufrir la película [...], “El legado de Bourne” se divide en 3 aspectos. El primero es la historia que concierne a Aaron Cross y la parte del espionaje de nuevo estilo donde se enfatiza la fabricación del agente perfecto. El segundo aspecto corresponde a la parte política e interna de la CIA para ver que, una vez más, no les importa sacrificar y cesar las operaciones que vean oportuno aunque eso incluya sacrificar a los agentes secretos. El tercero y el que sirve como novedad en esta entrega es el que tiene que ver con la farmacéutica que mantiene a raya y control a los agentes, representado a través del personaje de Marta Shearing, interpretada por una completamente desubicada Rachel Weisz.

La situación es que nos encontramos con tres historias distintas que les cuesta mantenerse juntas y cada una va por su lado. A Gilroy le viene grande la dirección y lo demuestra con incongruencias narrativas durante casi todo el metraje hasta casi el final del filme que es cuando se centra en la acción, lo único que sirve como vía de escape y lo único que desvía la atención del guión. Todo lo que concierte a Cross resulta visualmente muy potente, incluso consigue ser, en cierta medida, un digno sucesor del propio Bourne aunque no tenga el mismo carisma ni la presencia tan impactante. Es un actor que se esfuerza en todo momento por resultar convincente aún siendo parco en palabras y diálogos. Una forma acertada de darle el tono de personaje solitario y mecánico. Pero en todo momento demostrará ir en contra de lo establecido al cuestionarse ciertos aspectos de las órdenes recibidas. De ahí que decida ir por su cuenta al saltarse la ruta marcada. Las escenas de Jeremy Renner en solitario son las más intimistas e incluso podría decirse que las más contemplativas pues todas, durante un buen tramo del metraje, suceden en plena naturaleza, enfatizando y acentuando la soledad del individuo [...].

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claquetabitacora
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