Vigalondo ha vuelto y tenemos que estarle eternamente agradecidos.

Después de experimentar con el lenguaje cinematográfico en Open Windows y de mezclar comedia y ciencia ficción en Extraterrestre, el cineasta cántabro recoge todo lo sembrado en su prolífica carrera en Colossal y se marca la que es (para mí) su mejor película (seguida muy de cerca por Los Cronocrímenes).

El argumento: una treintañera perdida de la vida regresa a su pueblo natal después de romper una relación y descubre que tiene un vínculo especial con un monstruo gigante que aparece cada tanto en Seúl.

El concepto, que podría quedarse en un simple chiste, consigue deconstruirse a través del arco emocional de unos personajes que componen un retrato analítico de los roles de género y poder. Un diorama social que es una metonimia brillante de la sociedad del momento. Y, bueno, no quiero que esto parezca un bukkake de letras, pero la brillantez de la alegoría protagonista-monstruo tiene tantas lecturas y desglosa tantos temas, que a uno no le queda más que quitarse el sombrero.

Por ejemplo: el subtexto de los kaijus. Todos sabemos que en su día reflejaban la gran preocupación por la bomba atómica. La lectura aquí está actualizada, la amenaza nuclear se traduce en los principales problemas de la mujer y del hombre de mediana edad: el desamor, las adicciones, el machismo (las verdaderas bombas de nuestro tiempo).

Una cinta de realismo mágico tan chanante como elegante, tan feminista como inteligente. Una historia de ciencia ficción tan lúcida como entretenida. Pero, por encima de cualquier análisis sesudo, me quedo con la sensación al acabar la proyección: vellos de punta, media sonrisa y un “hijoputaquébuenoes”. Gracias por esta nueva joya del fantástico, Vigalondo.

Con otro director, otro guionista, otro dire de foto, otro productor, otro montador, otro sonidista, otro dire de arte, otro protagonista, otra secundaria, otro pértiga, otro encargado del catering, otro meritorio de producción cortando calles, otra banda sonora, otro eléctrico aguantando el pórex, y otro búho, Lord of Tears hubiera sido un peliculón.

Y mira que la sala 2 de los Palafox estaba a reventar, eh. Pero ya se sabe: cuanto más alta es la subida…

Las butacas fueron vaciándose durante la proyección y, al encenderse las luces en los créditos, sorpresa: éramos menos de la mitad. Y más dura fue la caída.

Lo peor no fue eso. Lo peor fue la pobre guionista, que presentó la película subiendo el listón diciendo que era heredera de la tradición de terror gótico de la Hammer. ¡De la Hammer! Estábamos todos que nos salivaban hasta las acreditaciones.

Y fueron pasando los minutos, y de tanto salivar, algunos empezamos a darnos cuenta de que nos invadía una rabia canina que no era normal. Y la saliva ya no era saliva, eran perdigones, de las carcajadas que nos producían las salidas de tono de algunas escenas, los caretos del protagonista, sus soliloquios con una grabadora portátil, las apariciones de la versión hipster de Macauley Culkin que hacía de secundario…

La pobre guionista estaba sentada detrás de mí y no pude evitar mirarla en algunos momentos de la proyección; aguantó el chaparrón de risas, aplausos irónicos y comentarios en voz alta sin levantarse de la butaca durante 100 minutazos como una auténtica campeona.

En fin. The Lord of Tears (o The Lol of Tears, como la han bautizado los amigos de @planetaclaqueta) peca de no dominar el género por el que se mueve y eso se le vuelve a la contra. Además, su factura amateur (el material de iluminación podría estar compuesto perfectamente por un cuarzo y un pórex) ayuda a restar atmósfera y, por tanto, terror. No consigue entonces su propósito principal (asustar) y, por si fuera poco, se pierde en una amalgama confusa de clichés desordenados que convierten el resultado final en una cinta ridícula y fallida.

Después de El Imaginario del Doctor Parnassus, Terry Gilliam me vuelve a decepcionar por lo mismo: mucha imagen y poca chica en la historia.

The Zero Theorem es una fumada padre (en el mejor y en el peor de los sentidos). Un alucine de dirección artística y de puesta en escena pero un guión que se va dispersando como el pedo mañanero entre las sábanas de pirineo.
Por no citar sus mejores títulos: ¿dónde queda el Gilliam que volvía a despegar en Tideland, coñe?

El verdadero terror se apoderó de mí al asistir a la rueda de prensa de “Les derniers jours du monde” (“Los últimos días del mundo”). La película está dirigida por los hermanos Arnaud (“Fin d´été” o “Pintar o hacer el amor”) y ambos resaltaban una y otra vez que estaban muy orgullosos de hacer ciencia ficción realista. Ya sé que el cine francés no es un género, no es más que una nacionalidad, pero todos sabemos a lo que me refiero (más bien a lo que no me refiero: una historia). Y los fotogramas que se sucedieron durante la proyección fueron eso, fotogramas que pasaban. Durante los últimos días de la Humanidad (aunque sólo tenemos la sensación de que el mundo se va a la mierda durante la última media hora) la historia atiende cómo varios personajes luchan con los problemas de sus rutinas. Además, en pleno desastre nuclear, los protagonistas van caminando de Paris a Zaragoza entre montañas o a bicicleta sin provisiones (aish) y se encuentran “casualmente” en un sito y otro. Eso sí, un Sergi López afrancesado y amanerado brillante camuflado en un reparto inocente (por meterse en este proyecto vacío) pero efectivo.

Éste representativo filme siempre será recordado por la emblemática escena que le da título. “Cantando bajo la lluvia” se mueve en los lindes de varios géneros, pero el tiempo ha querido que se haga hueco entre los grandes musicales del Hollywood clásico.
Si retomamos los primeros cuarenta minutos de la película, nos encontramos con los elementos más trillados y efectivos de la comedia: sobreactuación, repeticiones, situaciones embarazosas, ironía, personajes cliché (el galán con talento, el acompañante chistoso, la rubia tonta); mientras nos narran la “ascensión” del protagonista hasta llegar a su situación artística actual. A la vez, somos testigos de una historia mediática de amor con cariz sentimental y romántico. Aunque la verdadera historia de amor, la completa comedia romántica, llegará cuando nuestro protagonista se cruce por casualidad con una artista de variedades, otro personaje cliché que sirve como el opuesto femenino al nuevo trío amoroso.
Los ingredientes del género musical se introducen con una transparencia directa, sin el menor disimulo, mediante una justificación meta-artística: el cine habla del cine. Así, la hibridación de géneros se hace a distintos niveles de ficción. En el primer estadio, desde nuestra posición de espectadores, asistimos a una ficción amorosa triangular ubicada en unos estudios cinematográficos con escenas musicales. Y en el segundo, dentro de la anterior ficción, los personajes ruedan la primera ficción musical de la historia del cine. Así, el musical rodado por los actores que hacen de actores nos resulta verosímil por su integración en la ficción, no como las escenas musicales correspondientes a los actores que hacen de personajes, no tolerables por un ajeno al género.
“Cantando bajo la lluvia” supone una experiencia pionera que juega a mostrarnos el género musical desde dentro y desde fuera, a la vez que desarrolla un drama amoroso que sirve como principal estructura narrativa durante todo su metraje. De hecho, el género musical, como la comedia, por ser más forma que contenido, necesitará siempre de un continuo narrativo (suspense, romance, thriller, terror, acción) que mantenga el espectáculo mientras cuenta una historia. Así, la trama de la película es una armoniosa alternancia entre escenas musicales sin potencia narrativa y giros en las tramas.