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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
2
24 de noviembre de 2007
36 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay quienes confunden la sencillez con la simpleza. Por ejemplo, Jean Becker. Su jardinero es un modelo perfecto de confusión entre lo que, en realidad, se sitúa en puntos antagónicos. Una cosa es el desapego del sabio, de quien ha llegado a la ataraxia que proporciona el conocimiento del mundo y sus pompas como pura vanidad, y otra muy distinta es el conformismo simplista de aquel a quien todo da lo mismo porque es incapaz de comprender nada. Los dos se encuentran en posiciones simétricas, pero antagónicas. Ambos están, de algún modo, al margen de la vida, pero el primero lo está porque la ha transcendido, mientras que el segundo lo está por no haber llegado a ella todavía. Uno puede repetir indefinidamente un viaje a Niza porque, esté donde esté, se sabe y se siente en el centro mismo del mundo (simbólicamente hablando); el otro repite el mismo viaje porque, puestos a aburrirse en todas partes, mejor la que dé menos problemas.
Otro ejemplo elocuente y patético de esa confusión entre los opuestos es la «reflexión» que ahí encontramos sobre el arte: personalmente creo que podría compartir —al menos en cierta medida— la crítica al arte contemporáneo y a los críticos de arte que se esboza en la película (de forma harto grotesca, por lo demás). Ahora bien, que todo eso sirva para acabar ensalzando unas «obras de arte» que podrían ser ilustraciones para el calendario de una cooperativa local hortofrutícola vuelve a ser otra manifestación flagrante de la miopía intelectual del director.
Becker tiene una ventaja, y es que, como ideas, lo que se dice ideas, tiene pocas, su caos mental —por simple escasez de materia prima— no se le nota demasiado; no obstante, no le vendría mal, yo creo, que las pocas que tiene las reordenara un poco.
Lo que algunos directores franceses no parecen comprender es que una cosa es el minimalismo y otra el raquitismo intelectual y la banalidad rutinaria. Por lo demás, en cuanto al lenguaje cinematográfico, la película es paupérrima: mera ilustración plano-contraplano (lo de menos son las escandalosas faltas de raccord) de un guión tan repleto de palabras como vacío de ideas.
En resumen: estéticamente cutre, técnicamente torpe, mentalmente anémica e ideológicamente caótica: ésa es la sensación que me ha dejado esta bienintencionada y amable película. Y es que, para hacer cine, hacen falta algo más que buenas intenciones.
Ludovico
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3
4 de julio de 2011
19 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algún tribunal internacional debería juzgar los crímenes contra la historia cultural de la humanidad perpetrados por el aparato industrial de Hollywood y sus émulos. Por el momento, sin embargo, destrozar en un par de horas el legado eterno de una de las obras maestras de la literatura universal es un crimen que sigue quedando impune.

En particular, el desenlace de esta película, tras el juicio y condena de Dimitri, es uno de los atentados contra la inteligencia más abominables de toda la historia del cinematógrafo.

Para terminar: yo que los Karamazov a quien habría matado no es al padre sino a esa insufrible María Schell, a fin de perder de vista esa sonrisa de oreja a oreja que la acompaña de forma crónica, y sin un momento de respiro, incluso al escuchar la sentencia que condena injustamente a la persona a la que se supone que ama. Uno llega a pensar si no será un problema de parálisis facial...
Ludovico
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7
28 de febrero de 2014
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Terminada su “trilogía social” --“Nido familiar”, “The Outsider” y “Prefab People”--, Tarr realiza una adaptación de Macbeth para la televisión. Con frecuencia ignorada en su filmografía, es, sin embargo, importante para entender el conjunto de su obra.

Tarr rueda la tragedia de Shakespeare en sólo dos planos: uno de cinco minutos, que precede al título, y otro de cincuenta y siete, a continuación. Visto en retrospectiva, podría pensarse que la obra de Shakespeare le venía como anillo al dedo para hacer corresponder los planos con las escenas, lo que hubiera dado una estructura de 25 planos, en la línea de sus films posteriores. ¿Por qué, entonces, sólo dos? Y ¿por qué dos y no uno?

La segunda pregunta es más fácil de responder. La historia inicial con las tres brujas (“brujos” en el film), si bien perfectamente integrada en la obra teatral dentro del primer acto que allí se prolonga hasta el asesinato del rey, se presta bien a ser separada como «prólogo», anunciador de lo que va a ocurrir después. Al anticipar toda la historia, está fuera del tiempo y tiene mucho que ver con los planos de apertura de las futuras películas de Tarr. Veíamos algo así en el plano inicial de Prefab People, con su imprecisa ubicación cronológica, y lo veremos con más claridad en el díptico “metatemporal” que abre “Armonías de Werckmeister”; algo semejante encontraremos también en los planos de apertura de “La condena”, “El caballo de Turín” e incluso “Satántangó”.

Pero, ¿por qué filmar toda la historia posterior en un único plano? Particularmente, no encuentro justificación lógica a este planteamiento contra natura de una obra concebida en veinticinco escenas repartidas en seis actos. No hay indicaciones temporales en la obra de Shakespeare; desconocemos el tiempo transcurrido entre la primera escena y la última, si bien cabe suponer que sean varios días. Sin embargo Tarr lo mete todo en una hora escasa, y la sensación que la unicidad del plano proporciona de que todo está transcurriendo en tiempo real, genera una apresurada concentración de los hechos, que es, en mi opinión, el reproche fundamental que se le podría hacer al film.

La sola justificación de la decisión del director es, yo creo, la experimental. Tarr debió de ver en ese encargo una oportunidad que le negaba la filmación en celuloide. Probablemente quería explorar las posibilidades de la prolongación del plano y lo llevó a sus últimas consecuencias. Al contrario de lo que sucede en el resto de sus películas —especialmente en las que vendrán después— el resultado no es la dilatación del tiempo, sino, a la inversa, la concentración. “Macbeth” nos demuestra, pues, con claridad que no es la longitud del plano lo que determina la cualificación del tiempo, sino su construcción interior.

La experimentación de Tarr se extiende también al color (escenas de las brujas), experimento que desarrollará más ampliamente en “Almanaque de otoño”.

Problema difícil de la adaptación era el de la duración temporal, que debía estar limitada aproximadamente a una hora. Ahora bien, es materialmente imposible meter toda la tragedia shakespeariana en ese tiempo; imprescindible, pues, sintetizar o recortar. Tarr respeta rigurosamente a los dos personajes centrales, Macbeth y Lady Macbeth, de los que no suprime prácticamente nada, pero realiza una enérgica poda de todos los secundarios, reducidos a su mínima expresión o suprimidos. Lo mantenido sigue escrupulosamente el texto original. Esta forma de recortar pueda parecer mecánica, pero lo cierto es que la obra conserva su sentido esencial. Todo pasa entonces a centrarse en la pareja protagonista, dando lugar a un drama más “concentrado”, sin la “aireación” que los personajes secundarios otorgan al drama teatral. ¿Es positivo o negativo el resultado de esos drásticos recortes? Difícil responder. Creo que el resultado no es malo, aunque sea diferente del original. Da lugar a una obra más opresiva, más agobiante, donde el drama interior de Macbeth/Lady Macbeth es lo único que importa. Tarr no quiere contar una historia (¡por supuesto!), sino mostrar el drama interior de su protagonista. Ese era también el propósito de Shakespeare, claro está, pero este ofrecía una contextualización histórica que al cineasta húngaro no le interesa --en perfecta sintonía con su obra posterior-- y que, de hecho, desdeña. Consecuentemente, Tarr ha mantenido la cámara siempre muy próxima a los actores, encerrados en planos muy apretados, como sucedía en sus películas previas.

Pero el interés de “Macbeth” con relación al resto de la obra tarriana no estriba sólo en las cuestiones de lenguaje. Aunque el contenido de la obra le venga dado “desde fuera”, encaja a la perfección en sus preocupaciones existenciales. Hay que volver de nuevo al prólogo: a Macbeth se le anuncia ahí su futuro, su vida está ya marcada y predestinada; es una idea esencial en todo su cine posterior: la imposibilidad de orientar libremente la propia vida. Lo que las brujas dicen a Macbeth no es nada diferente de lo que las cabinas del teleférico sugerirán, sin palabras, a Karrer al principio de “La condena”, por ejemplo.

Macbeth es un personaje que debía atraer a Béla Tarr. Relativamente consciente de su propia oscuridad, comparte esa condición con Karrer (La condena), con Futaki (Satántangó), con Maloin (El hombre de Londres) y, en alguna medida, con Ohlsdorfer (El caballo de Turín). Sometido a fuerzas contradictorias, surgen en él la duda y el conflicto. Un resto de dignidad (tema genuinamente tarriano) le enfrenta con una ambición desatada, procedente de una fuerza superior. No reniega de su obligación (“¡Ven, destino! ¡Luchemos tú y yo hasta morir!”), pues no es un cobarde, como le espeta Lady Macbeth. En ella, sin embargo, esa dignidad está ausente: sabe lo que quiere y planea fríamente su objetivo, sin dudas, sin remordimientos, sin los fantasmas que acechan a su cónyuge.

(termino en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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El desencanto
Documental
España1976
7,9
6.943
1
20 de febrero de 2011
54 de 97 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curioso documental en el que una familia de individuos mentalmente perturbados, psíquicamente inmaduros, aquejados —entre otras muchas cosas— de un infantil afán exhibicionista y un narcisismo paranoide, se dedican a lanzarse recíprocamente unos a otros cuanta mierda —que no es poca— acumulan en su interior.

Supongo que uno de los rasgos más característicos de la vida contemporánea es la disolución de lo privado en beneficio de lo público, proceso que, con internet, está alcanzando límites impensados hace tan sólo un puñado de años. La esfera de la privacidad está sencillamente desapareciendo: todo puede —e incluso debe, a riesgo, si no, de parecer sospechoso— mostrarse ahora en público. Lo que hasta hace poco quedaba resguardado en la interioridad de la vida personal o familiar se pregona ya a los cuatro vientos. Los acontecimientos singulares de la vida de cada cual, que, por un elemental sentido del pudor y sencillamente por falta de interés para los demás, se mantenían en el silencio, se airean como acontecimientos públicos en el mórbido espectáculo en que se ha convertido la vida socializada.

En ausencia de arquetipos universales, de modelos y tipos de conducta —en definitiva, de virtudes—, rechazados en estos caóticos tiempos como algo arcaico y reaccionario, su vacío lo ocupan los actos particulares, singulares, liberados de toda exigencia por la tan cacareada espontaneidad (promovida al rango de valor per se, como si uno no pudiera asesinar espontáneamente a su vecino), justificados por su mera existencia y convertidos en supuesta materia de comunicación.

En definitiva, en lugar de que cada uno se trabaje en silencio sus propias limitaciones y se enfrente en santa soledad con sus demonios, se opta por lanzar al espacio público toda la basura que cada cual almacena en su interior, en una especie de festín de podredumbre al que cada comensal contribuye con sus particulares alimentos putrefactos, vómitos, excrementos, secreciones corporales y otros productos de desecho. Alguien ha dicho, con razón, que vivimos en una sociedad que esteriliza la vajilla y alimenta el espíritu con basuras. El sano y legítimo recato se confunde con la hipocresía, la sinceridad con la desfachatez, y la autenticidad con la rendición sin condiciones a la gravedad de las fuerzas psíquicas más oscuras. Y curiosamente, todo esto fue promocionado en su momento —allá por los años sesenta y setenta, cuando empezó a fraguarse el actual estilo de vida— como algo liberador y “progresista”. Y en concordancia con tan monstruosa confusión mental, “El desencanto” sería ensalzada en su aparición como película sincera, valiente, auténtica, etc., y, lo que es más grave, a juzgar por los comentarios en Filmaffinity, lo sigue siendo hoy.

Con la perspectiva de los años transcurridos, podemos juzgar la verdadera dimensión de sus méritos: haber abierto el camino a los “reality shows” que pocos años más tarde serán el alimento fundamental de la telebasura.
Ludovico
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6
2 de febrero de 2013
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Difícil aplicar una puntuación a este corto. Opto por el 6 porque se supone que equivale a “interesante” y, desde luego, interés tiene (al menos para los que sigan el cine de Béla Tarr), aunque en gran medida sea una obra, a mi entender, fallida.

¿Por qué la referencia a Tarr? Sencillamente porque es absolutamente obvio que ésa es la fuente de inspiración de Bálint Kenyeres en este film. Algunos podrán incluso hablar de plagio, aunque la relación es tan obvia que supongo que habría que excluir toda voluntad de “engaño” por parte del autor.

La influencia de Tarr es manifiesta desde el primer momento en muy diversos niveles: el largo plano único (12 minutos); el bar miserable, escenario típico en el cine de Tarr; el paseo de la cámara por el interior, incluyendo el característico paso por detrás de obstáculos interpuestos que dejan la pantalla en negro (¡hasta cuatro veces!: un poco excesivo y rebuscado para tan corta duración, yo creo); la presencia de ese objeto igualmente emblemático en Tarr que es la estufa de leña (por cierto, curiosa forma, ¡vive Dios!, de apagar la estufa); la gratuidad y el tratamiento estilizado de la paliza (recuérdese el asalto al hospital en “Armonías de Werckmeister”); el recorrido de la cámara por los allí presentes tratando de subrayar su aislamiento y soledad (¡qué cerca y qué lejos de la magistral escena de “La condena” en la que la protagonista canta su “triste canción de amor”!)... En definitiva, no hay duda alguna en cuanto a dónde encuentra Kenyeres su fuente de inspiración.

Ahora bien, una cosa es que Kenyeres se inspire en el cine de su compatriota y otra muy distinta que esté a su altura. En el fondo, el gran interés de este corto es poner de manifiesto, por contraste, la magia inimitable del genial autor de “Satántángó”. ¿Por qué una cámara moviéndose por un bar consigue estructurar un mundo cuando la mueve Béla Tarr y sólo da lugar a una suma de objetos y personas inconexos cuando la mueve, de forma aparentemente similar, Bálint Kenyeres? ¿Cuál es la diferencia? No lo sé con exactitud, pero la diferencia existe.

Desde el comienzo mismo, en el acercamiento al local desde el exterior, hay algo que no marcha: es como si el individuo que maneja la cámara se erigiera en protagonista (tanto que llega incluso a sugerirnos la posible visión subjetiva de un asesino acercándose al lugar del crimen, aunque no sea ése el caso). Y algo semejante sucede en el interior: es como si alguien, demasiado presente, observara a unos personajes que, demasiado colocados ahí, están demasiado solos, demasiado callados, demasiado estáticos. Siempre, todo enfatizado en exceso. Por el contrario, Tarr nunca intentará llamar la atención desde fuera, como gritando “¡fijaos en esto!”, sino que dejará que las cosas se muestren callada y discretamente por sí mismas. En "Zárás" está clara la finalidad de contar una historia con unos protagonistas que realizan una determinada acción. El cine de Béla Tarr, más que contar historias basadas en una suma de hechos y acciones, muestra situaciones que evolucionan desde el interior como una unidad global en la que se da, más bien, un “hacerse” de las cosas. La “atmósfera”, que pone de relieve el ser de lo que es, emana misteriosamente en Tarr de una sabia articulación de elementos aparentemente heterogéneos, pero sabiamente escogidos, desde la que, de forma sorprendente, aflora el sentido. En Zárás, esos elementos pueden estar presentes, pero no llegan a articularse de forma significativa, permanecen, simplemente, yuxtapuestos unos al lado de los otros, y no hay afloración de sentido. Hay también un problema de ritmo, que aquí, por algún motivo, no funciona como es debido: quizá la cámara se mueve de forma forzada y artificiosamente lenta. Tal vez Tarr la mueva incluso más despacio, pero, por decirlo así, “no se nota”. ¿Será también que falta la música de Mihály Víg? También, pero no sólo eso... La línea que separa Zárás del cine de Tarr es tan sutil como nítida y, aunque yo no sea capaz de ponerla de manifiesto con suficiente claridad, esa línea divisoria tiene la solidez y la contundencia de un muro.

Visto desde una perspectiva global, me parece que el concepto de “realismo” puede ser clave a la hora de fijar diferencias. Creo que puede hablarse en el cine de Tarr de una cierta forma de “realismo ontológico” (su manera de mostrar la textura de los muros, de las ropas... la audición de los sonidos más nimios, etc.) que es, de hecho, una forma de negar el realismo convencional, pues en sus películas las formas materiales no son límite, sino más bien posibilidad de apertura a un abismo de sentido, al abismo, propiamente, del ser. En Zárás, sin embargo, las imágenes se quedan en un realismo plano que parecería derivar más bien hacia un cierto naturalismo. Aunque quizá suene un poco rimbombante, el bar, en Tarr, es un espacio donde se desvela la profundidad ontológica de la existencia; en Kenyeres, es un tugurio de borrachos.

En fin, quizá todo esto sea muy vago y demasiado subjetivo. Puede ser. Recomiendo, en todo caso, la película a los interesados en el cine de Tarr. Que vean, analicen y comparen. En última instancia, yo diría que la conclusión es que no vale la pena intentar hacer cine como Béla Tarr si no se es Béla Tarr.
Ludovico
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