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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
11 de junio de 2010
12 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque el interés cinematográfico de este film me parece más bien escaso, presenta, no obstante, un aspecto digno de ser tenido en cuenta: su puesta en cuestión del mito del “progreso” y, en particular, del “progreso” científico. El tema no es excepcional en el cine de la época, e incluso sirvió de base a películas relativamente importantes, como «El testamento del doctor Cordelier» (Renoir, 1959) —que se apoyaba en el Dr. Jekyll y Mr. Hyde— o «El hombre con rayos X en los ojos» (Corman, 1963), entre otras, además de todas las versiones de Frankestein que, siguiendo a la novela, responsabilizan a la ciencia de la creación de un monstruo. Al igual que en los títulos citados, “La mosca” parte de un planteamiento de ciencia-ficción para, introduciendo un elemento de corte espiritual o religioso, interrogarse sobre la licitud de un conocimiento que, amparándose en su supuesta neutralidad y sus hipotéticos “beneficios”, no está dispuesto a admitir cortapisa alguna.

El protagonista es aquí un científico convencido de que toda conquista de conocimiento debe ser, por definición, buena. Su mujer, por el contrario se siente temerosa ante el “progreso” y la carencia de estabilidad que éste implica. La actitud del científico desencadenará la catástrofe y los temores de su esposa recibirán la más terrible confirmación* [spoiler]. Sin duda, los fundamentalistas del “progreso”, la considerarán, pues, “reaccionaria”, término que, a mi entender, apenas significa ya nada en el caos de ideas y actitudes en que ahora nos movemos. Si es cierto que el temor a todo cambio nace de una debilidad patológica, ¿no es una ingenuidad excesiva pensar que la ciencia moderna no tiene nada que ver, por ejemplo, con las armas químicas y nucleares que amenazan con destruir el planeta, o con las substancias de toda índole que ahora envenenan el cielo, la tierra y las aguas? Si aceptamos que sería una irresponsabilidad poner una pistola cargada en las manos de un niño, ¿exculparemos alegremente a la ciencia de poner en manos de una sociedad inmadura y desequilibrada tanta posibilidad de destrucción?

La película, ciertamente, no va tan lejos, y se limita a enunciar —más que a plantear— de forma harto simplista ese temor básico ante la actividad científica y a confirmar lo fundado de tales temores. No obstante, ya es algo. Sobre todo si se lo ve, cincuenta años después, desde la perspectiva del mundo actual, en el que el mito de la ciencia y del llamado “progreso” constituyen una “verdad” axiológica —los dogmas de la ciencia han venido a ocupar el lugar que antes ocupaban los de la Iglesia— cuyo simple cuestionamiento genera de por sí escándalo y anatema.

Por lo demás, la película está contada con habilidad y, aunque ciertamente repleta de convencionalismos de todo tipo, se deja ver, siempre y cuando no se la pretenda responsabilizar —lo que no sería justo— de la ingenuidad con que aparecen teñidos ahora muchos de los planteamientos de la ciencia-ficción de hace medio siglo.
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Ludovico
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4
9 de mayo de 2010
50 de 70 usuarios han encontrado esta crítica útil
He aquí una película con una clara vocación de convertirse en mito o, como se dice ahora, en “film de culto”. Pero con un problema fundamental: el guión. Una trama carente de sentido y coherencia que quiere expresar ideas trascendentales, pero que sólo consigue articular un discurso verborreico, insoportable y pretencioso, sin pies ni cabeza, de resonancias místicas más o menos explícitas. En suma, un gigantesco caos mental, sin duda compartido por el autor de la novela y el director de la película, que, pretendiendo alcanzar lo sublime, caen con frecuencia, si no en lo ridículo (le salva de ello el que la película tiene sus valores desde un punto de vista visual), sí, al menos, en lo absurdo.

Cuando se quiere proponer un discurso metafísico hay que haber comprendido mínimamente, al menos, algunas ideas básicas, pero la “filosofía” de los Zulawski está al nivel mental de un adolescente inquieto con pretensiones de asombrar con su originalidad a los adultos. Da la impresión que los autores hayan leído algún compendio de metafísica y, no habiendo entendido nada, hayan sacado la conclusión de que todo aquello que no se entienda y sea raro debe necesariamente ser, a la inversa, metafísico y genial.

Evocar a Shakespeare o a Tarkovsky —como se lee en una crítica— porque toda la película tenga un marcado —y atractivo, todo hay que decirlo— aire teatral o unas aspiraciones transcendentalistas, me parece que sólo puede interpretarse como una broma. Es cierto que puesta en escena, ambientación, decorados, fotografía, son bastante aceptables, incluso en ocasiones, notables; casi diría que un buen ejemplo de que no hace falta gastarse millones de dólares para recrear con fuerza y convicción un universo fantástico. Lástima que esta salvable dimensión visual de la película ceda al final a unos excesos más o menos “gore”, totalmente innecesarios, que sólo ponen de manifiesto una infantil voluntad de impresionar y que resultan simplemente grotescos.

En la misma línea de “autoestima” está ese final en el que el director, sin duda convencido de su genialidad, no puede evitar la tentación de mostrarse a sí mismo en unas imágenes “místico-evanescentes” más bien penosas. Está claro que el subrayado de la pérdida de una quinta parte de la película (sea real o ficticio, dato que ignoro) es utilizado, en cualquier caso, como mezquina argucia comercial para contribuir a una deseada —pero imposible— mitificación de un film que, si bien tiene ciertos valores estéticos no desdeñables, queda como globalmente irrelevante por la vaciedad pretenciosa de su contenido intelectual.
Ludovico
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2
14 de noviembre de 2009
121 de 188 usuarios han encontrado esta crítica útil
Históricamente falsa, intelectualmente pobre, moralmente retorcida, políticamente oportunista y estéticamente desdeñable. Y, además, demagógica.

Es preciso ganarse el derecho a criticar. Y para criticar a las religiones sin que la crítica se convierta en un acto mezquino, antes hay que haberlas comprendido; y comprenderlas supone valorar con justeza su naturaleza y sus límites, su grandeza y su miseria. Eso implica, en este caso, entender que el cristianismo (con el que no me siento identificado y sí con la búsqueda independiente de la verdad de Hipatia) vino a salvar una sociedad en decadencia y la salvó, creando un mundo, como la cristiandad medieval, en línea con las grandes civilizaciones de su tiempo. Hay que ser capaz de deleitarse con el canto llano y la polifonía, abismarse en el bienaventurado silencio pétreo del románico, anonadarse con la espiritualidad de los Padres del Desierto, emocionarse con la belleza de los relatos artúricos, hay que ser capaz de comprender ese mundo y de percibir también las razones de su decadencia en la modernidad: el autoritarismo, el dogmatismo, el ansia de poder, la traición a sus ideales primeros y todas las perversiones múltiples del vaticanismo. Hay que saber diferenciar lo que es achacable al cristianismo y lo que es achacable a la civilización occidental (que desempeña, para bien o para mal, un papel singular en la historia con el que le tocó apechugar al cristianismo); hay que captar lo que fue el espíritu de Jesús y las manipulaciones de la burocracia eclesial, heredera de la estructura política del imperio romano; hay que entender, en definitiva, las dificultades y las exigencias de la supervivencia de un mensaje como el cristiano en esas circunstancias y ser capaz de discernir las luces y las sombras.

Habría que recordar aquellas líneas magníficas de Nietzsche en Ecce Homo sobre la práctica bélica: «Yo sólo lucho contra cosas que triunfan [...] Yo siempre lucho solo». Vilipendiar al cristianismo en unos tiempos en que el cristianismo se hunde y agoniza es un acto de mezquindad; y buscar la connivencia de la inmensa mayoría, su halago y su aplauso fácil, una debilidad sonrojante.

Hipatia, espíritu libre de toda ruindad, habría escupido a Amenábar a la cara.

Véase nota en el spoiler.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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10
13 de noviembre de 2009
36 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Imposible encerrar en unas pocas líneas la complejidad de “Gertrud”, tal vez el ejercicio de abstracción más radical realizado en toda la historia del cine. Obra maestra del arte sagrado, su espiritualidad no nace tanto de su discurso cuanto de la transmutación de la materia cinematográfica en luminosidad teofánica. Y eso —a riesgo de parecer pedante o dogmático— se ve o no se ve, pero difícilmente se explica.

Ejercicio supremo de despojamiento, nada aquí es anecdótico o accesorio: trabajo de esencialización que encierra su dificultad; muchos se sentirán desconcertados o estafados ante unos personajes hieráticos que rara vez se miran al hablarse y cuyo discurso parece dirigirse al infinito. Estamos en el revés del cine “psicológico” o “realista”. Más que la historia de una mujer, Dreyer nos muestra la historia de un alma impresa con la marca del absoluto, vocación irrenunciable que Gertrud asume en la búsqueda de un amor total, andadura no exenta de intransigencia y, tal vez, hasta de una cierta egolatría. Nada diferente a la accidentada vida profesional del propio director danés: en el espejo de Gertrud se refleja Dreyer y su infatigable búsqueda de la realización del arquetipo ideal en el mundo material.

Pero el mundo del alma tiene sus propias leyes y sus formas específicas de expresión, lejos de cualquier convencionalismo expresivo, incluidos los cinematográficos. La esquematización de personajes y escenarios, la austeridad extrema de la puesta en escena, la cualidad ritual, encantatoria casi, de los diálogos (1), la utilización magistral de la luz, es la fuente que nutre la riqueza implícita que se sugiere a la imaginación más que a la razón. “Gertrud” debe verse desde la perspectiva del arte sagrado: su función es inducir la contemplación, romper la férrea corteza de la exterioridad y abrirse a una realidad transfigurada, desvelando un universo que la mirada superficial ignora.

La problemática traslación de lo absoluto al marco de lo social es la materia básica del film, que desemboca (más que resolverse) en un sublime epílogo, impregnado de la ambigüedad característica —enriquecedora en este caso— de Dreyer: es preciso renunciar al mundo pero sin desentenderse de él, orientar la búsqueda hacia el interior pero sin olvidar lo exterior: paradójico compromiso que Dreyer nunca acabó de resolver; solo muriendo al mundo —¡pero no del todo! (2)— resultaría posible el renacimiento espiritual. Más que vivir en el mundo y sentir nostalgia de lo Absoluto, Dreyer parecía vivir en lo Absoluto y sentir nostalgia del mundo (3). Ambigüedad que enraíza en un dilema no resuelto: ¿es Gertrud una víctima contingente del azar que simplemente no encontró al hombre justo en el momento oportuno o una personificación de la conciencia estoica ante un destino de soledad radical, inherente a la misma condición humana? Preguntas que probablemente el propio Dreyer no sabría responder y que constituyen la riqueza de este incomparable testamento espiritual.
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Ludovico
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5
12 de enero de 2009
144 de 172 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Es un imbécil irrecuperable todo el que pone a esta película de cuatro estrellas para abajo? ¿Un snob y un pedante el que le pone de siete para arriba? ¿Genialidad magistral o soporífera tomadura de pelo? La denigran quienes buscan entretenimiento fácil y la ensalzan los necesitados de aureola intelectual, pero eso no significa necesariamente que todos los que la critican sean estúpidos, ni todos los que la alaban, snobs. Puede haber motivos justificados y coherentes para valorar sus aciertos y, a la vez, criticar sus limitaciones.

En todo caso, a juzgar por la división de opiniones que suscita, tal vez sea una película interesante para preguntarse qué es o qué debe ser el cine y qué es lo que uno puede o debe esperar de una película, preguntas que —para sorpresa de ciertas mentes unidimensionales— están lejos de tener una respuesta unívoca u obvia. ¿Es obligado que una película cuente una historia en la que «pasen cosas»? Los que se indignan porque en Elephant «no ocurre nada» ¿no están defendiendo una idea del cine que lo reduce a ser mera ilustración de la literatura o, mejor, de la novela? Por algo Tarkovski insistía en la necesidad de liberar al cine de la literatura. ¿No es contradictorio criticar Elephant por no contar una historia y admirar, sin embargo, la pintura de cualquier artista «no figurativo»? Si ni la pintura, ni la música, ni la danza, ni la poesía, precisan contar historias, ¿por qué exigírselo al cine? En cine, la narración es una posibilidad, no —yo creo— una necesidad.

Naturalmente, esto no significa, ni mucho menos, que cualquier experimento que infrinja las normas convencionales tenga que ser una obra de arte. Contra quienes piensan que la originalidad es en sí un valor, creo que solo muy raras veces el experimento alcanza la categoría de arte. Pero si bien no hay que dejarse deslumbrar por la primera pretensión «innovadora» que se cruza en el camino, hay que tener en cuenta que un lenguaje nuevo implica siempre un esfuerzo de comprensión, una necesaria readaptación mental más o menos incómoda, que, sin embargo, puede tener sus frutos.

Sorprende que ninguna crítica aluda a la dependencia estética de Gus Van Sant respecto de Béla Tarr. Esas largas caminatas siguiendo desde atrás a los personajes, los travellings circulares de 360º, la sucesión de escenas que reflejan los mismos momentos desde distintas ópticas, etc., se pueden encontrar como elementos esenciales del lenguaje en Satántángó (1993) o la genial (ésta sí) Armonías de Werckmeister (2000). Un análisis comparado de ambos directores podría resultar enormemente clarificador. Podríamos ver ahí diferencias y semejanzas entre dos propuestas similarmente «heterodoxas» pero que difieren notablemente, a mi entender, por su grado de solidez y consistencia, por su nivel de coherencia interna, por su distinta capacidad, en definitiva, para generar un lenguaje expresivo y transmitir un sentido profundo, al margen de la lógica narrativa más o menos convencional.
Ludovico
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