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Críticas de Vivoleyendo
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Críticas 1.745
Críticas ordenadas por utilidad
6
14 de febrero de 2009
19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizás sea que no he percibido la hilarante chispa de otras películas suyas, pero por lo que sea, "El conflicto de los hermanos Marx" no me ha llegado tanto... Se me ha quedado como una comedia que no va más allá de entretenida.
Por supuesto, el insuperable Groucho coloca el punto fuerte y la guinda con su palabrería descarada, surrealista, irónica, mezclando la galantería y la grosería de modo que a veces sus pobres interlocutores no saben si los está elogiando o burlándose de ellos. Frases memorables y gags a medio camino entre lo catastrófico, lo ridículo y lo irritante, con los tres hermanos cómicos-músicos, Groucho, Chico y Harpo (más el discreto Zeppo, que siempre se quedaba a la sombra).
Como acostumbran, los Marx ofrecen un espectáculo de pura evasión a través de la risa (en esta película, menos risas que sonrisas para mí), la música, la crítica encubierta y el absurdo.
Los showmen más revoltosos de la historia del cine lo dejan todo, una vez más, patas arriba.
Vivoleyendo
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8
15 de agosto de 2008
19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Inspirándose en la novela "Escenas de la vida de bohemia", de Henri Murger (1822-1861), Kaurismäki rodó su comedia dramática "La vida de bohemia". Quiso concentrar su atención en el estilo de vida de esos artistas que abundan en París, considerada la ciudad del amor y del arte por antonomasia. Las visiones románticas siempre la han presentado como reducto de escritores, pintores, músicos, etc. que tratan de ganarse el pan casi heroicamente mientras malviven en míseras buhardillas de Montmartre y de las zonas con más encanto de París. Pero Kaurismäki captó una visión bien diferente. Lejos de presentar a unos héroes de la pluma, del pincel y de la música sumidos en ambientes románticos, el director finlandés es un experto en representar la pobreza de esa gran parte de talentos anónimos que pueblan un París prosaico y vulgar.
Sus artistas, con el instinto aguzado por el hambre y la necesidad, son unos tramposos de tomo y lomo, avezados en las pequeñas tretas para esquivar a sus caseros que vienen a reclamar los alquileres atrasados, en artimañas para engañar a incautos, en una charlatanería pomposa para convencer a posibles clientes... Un pintor albanés de talento no reconocido, un escritor fracasado y un músico vanguardista unen sus calamitosas trayectorias para compartir sus soledades, sus dificultades y sus extravagancias, y tratar de malvivir en los umbrales de la miseria, siempre a salto de mata.
Los tres aspiran a lo que cualquiera querría aspirar: ganar dinero con su vocación, vivir decentemente y encontrar el amor.
Kaurismäki desecha cualquier atisbo de romanticismo en una ambientación decadente de apartamentos ruinosos, sucios y donde reina un desorden caótico. En bares que nada tienen de glamourosos. En calles desangeladas (exceptuando algunas fugaces apariciones de unos eternamente bellos Campos Elíseos con el Arco del Triunfo al fondo). Hasta el amor suele ser interesado y supeditado a la necesidad; sus compañeras no dudan en abandonarles cuando la ruina y la miseria atenazan, para buscar puertos más seguros. Kaurismäki no rechaza cierto aire tristemente tierno en esa desesperación por encontrar una compañía y calor humano, pero también deja clara una gran verdad: que cuando el hambre acecha, el amor puede llegar a convertirse en un artículo de lujo.
Sus protagonistas siempre tienen ese aire excéntrico, descarado, desaliñado de los bohemios que sobreviven al margen de ciertas leyes y en los bordes de una sociedad que no los ve con buenos ojos. Las mujeres que los acompañan a rachas han aprendido a no esperar gran cosa y a amarlos con toda su carga de carencias, pero también sueñan con vivir dignamente, con unas mínimas comodidades y con estabilidad.
Fotografía en blanco y negro del París que no vemos en las postales, una banda sonora con composiciones de Mozart, temas franceses y melodías japonesas y finlandesas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Vivoleyendo
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7
1 de julio de 2015
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
El sex symbol Alain Delon encarnaba como nadie al prototipo del galán desangelado, bohemio, sin propósito. Vagabundo geográfico y emocional que no encuentra asiento, huyendo de sus fantasmas, paseando su hastío entre cigarrillos, observando la anodina vida que lo rodea, tan insípida como la suya. Una niebla pesada como las almas cubre Rímini de un gris apagado. Se respira poca paz y ninguna felicidad.
Daniele llega a la ciudad como podría haber llegado a cualquier otra, buscando un empleo con el que tirar durante un tiempo hasta que la veleta vuelva a cambiarle el rumbo. Instruido y culto, quizás con una única pasión: la literatura, la poesía. Lo contratan de profesor en el liceo, aunque admite que no tiene vocación de docente.
Entre el humo del tabaco y versos recitados a una adormecida audiencia de adolescentes, Daniele se fija en una estudiante que lo conmueve. Vanina es preciosa, pero triste. La desesperanza anida en su juventud sin sueños.
Un Rímini de bajos fondos desfila melancólico, escenario de un amor trémulo que surge como un deseo culpable y desafiante, en contra del implacable curso de una vida condenada al vacío.
Vivoleyendo
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8
25 de noviembre de 2014
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Por qué se celebran los funerales? Obviamente la persona fallecida no se va a enterar de nada y lo que hagan con su cuerpo ya le dará lo mismo. Se trata más bien de un acto de despedida en el que los vivos dicen adiós a quien se marcha, sobre todo los que tenían vínculos sentimentales con él o ella. El resto de los que acuden lo hacen por ser conocidos de la familia y por respeto hacia su dolor. Yo he ido a funerales en los que no conocía al fallecido o no llegué a tratarlo nunca, pero lo he hecho por consideración hacia alguien para quien esa persona era importante. Nunca sé qué decir en esos casos así que opto por un escueto "lo siento mucho", los besos en las mejillas y un pequeño apretón consolador en el hombro. Y me aparto rápidamente para dejar a los deudos tranquilos con su pena. No me gusta inmiscuirme en plan voyeur en el dolor ajeno, me parece que estoy invadiendo un espacio que no me corresponde. La tristeza es privativa de cada uno. Como escribía Tolstoi al comienzo de "Anna Karenina", todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera.
Es muy triste que nadie acuda a un funeral. Yo estoy acostumbrada a que el tanatorio se llene hasta desbordarse de parientes, amigos, vecinos y conocidos, y a que durante todas las horas de espera haya alguien velando hasta el entierro o la incineración.
Si hasta los hombres primitivos realizaban rituales funerarios desde que eran poco más que primates, eso da la medida de la suma importancia que para todas las civilizaciones ha tenido el tránsito hacia la muerte.
Excepto, probablemente, para la nuestra. La indiferencia general hacia todo lo que suponga actos de fe (y que además conlleven soltar pasta, porque hoy día incluso morirse cuesta caro), y el egoísmo colectivo de la gente que va a lo suyo sin preocuparse siquiera de lo que ocurre en casa del vecino, hacen que un número elevado de personas (imagino que ante todo en las grandes ciudades) se marchen completamente solas de este mundo, sin nadie que les llore ni que acuda a llevarles flores a sus tumbas.
Sí, es muy triste. Porque hasta unas cuantas especies animales lamentan la pérdida de sus congéneres. Y nosotros, que se supone que estamos más evolucionados, ¿cómo podemos dejar que alguien se muera solo como un perro? Y no hablo de personas que hayan sido malvadas, esos monstruos que lo único que se merecen es el desprecio universal. Hablo de muchos, como cualquier hijo de vecino que, por unas u otras circunstancias, acaban atrapados en una soledad de la que no saben o no pueden salir.
John May es un funcionario atípico en estos tiempos de desidia. Dedica prácticamente su vida entera a investigar sobre fallecidos de su distrito a los que nadie reclama. Busca datos, fotos, objetos personales, cartas, lo que sea que los vincule con su pasado, con personas a las que amaron. En cuanto halla conexiones, llama por teléfono, viaja de acá para allá, trata de convencer a los reticentes familiares o antiguos amigos para que vayan al funeral. La mayoría se niega y entonces el abnegado funcionario acaba siendo el único asistente, junto con el sacerdote u oficiante, del acto, que es llevado a cabo con la misma dignidad y solemnidad que si la sala estuviese llena.
John May, ese hombrecillo que parece una sombra apacible y dulce, rinde a todos, fueran quienes fuesen, un homenaje tan sincero que conmueve hasta la lagrimilla. Realmente adora su trabajo, un oficio aparentemente nada grato que lleva veintidós años ejerciendo. Y cuando te das cuenta de por qué lo adora, es cuando le tomas afecto y lo admiras.
Lo adora porque es un acto de fe. Y él cree en esas cosas.
Cree que los que se van no son simples muertos, simples cadáveres engorrosos. Los ve siempre, siempre, como a los seres humanos que fueron. Tal vez incluso llega a conocerlos mejor de lo que los ha conocido nadie más mientras vivían. Tiene un pequeño don para descubrir detalles hermosos.
Como, por ejemplo, que Billy Stoke amaba a una hijita cuyo álbum de fotos conservaba en su destartalado apartamento.
Y el bueno de John May, que dedica también sus horas libres a acompañarlos, es feliz rodeado de sus queridos fantasmas, y no se rinde jamás al desencanto. Un héroe anónimo y discreto que glorifica una profesión, y una vocación, que cae víctima, como otros valores, de la codicia, los recortes, la deshumanización.
Tal vez cuando nos llega la hora nos da igual o ni siquiera nos damos cuenta, y muchos considerarán que es una tontería, pero sería precioso que un John May estuviera ahí diciéndonos adiós no porque se lo imponga su trabajo, no por rutina ni por dinero, sino porque realmente hace el esfuerzo por vernos como éramos, y nos tiende una mano amiga como acto de fe y de amor.
Con la bondad de pensar en que (y quizás casi está convencido de ello), si la muerte es un tránsito, tal vez el que se va se sentirá mejor en su camino hacia el otro lado si sabe que le están acompañando en el viaje.
Vivoleyendo
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9
18 de junio de 2010
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esa es la canción del soldado. La que esos muchachos, flores recién abiertas que se juegan el pellejo en el frente, entonan como una letanía sagrada y de musicalidad divina. Dedicada a sus madres y a sus otros amores.
Madre, vuelvo a casa. Amor, te abrazaré otra vez. Te veré apenas lo justo para guardar el recuerdo de tus facciones y repostar energías que me ayuden a seguir combatiendo en este horror sin caer fulminado. Y ganarme la licencia, y no separarme de ti jamás.
Los jóvenes soldados, el futuro que cae despedazado en los campos de batalla, pelean para ganarse su derecho a volver al hogar. Si es que antes no los mata un proyectil o una bomba. Si es que ese hogar aún existe y los espera.
El soldado canta silenciosamente su canción de amor y rezará para tener buena suerte. Como la que tiene Alyosha. Diecinueve años, pletórico, valiente y afortunado, se gana un breve permiso para ir a visitar a su madre. No puede haber mayor alegría dentro de tanta penuria.
Y Alyosha parte rumbo a casa, devorando los kilómetros empleando cualquier medio de transporte que pueda agenciarse. Y como en esa edad eufórica de los diecinueve años todo parece sonreír al simpático, divertido, cariñoso, maduro y enérgico chico, su accidentado trayecto no será simplemente un viaje de regreso. Será además el despertar al enamoramiento. Shura, la guapa Shura, subirá a su mismo tren. Es increíblemente bonito darse cuenta de que ya no se está solo y que ya no importan las incomodidades, ni la larga distancia a recorrer, porque el tiempo volará a su lado. El atardecer pintará de dorado sus cabellos alborotados por el viento y os miraréis con la eternidad cincelada en las retinas.
Y la madre estará esperando, en los campos y en las faenas cotidianas, esperará a su hijo, oteará el camino de la aldea y presentirá su silueta, la presentirá mil veces antes de que se materialice y pase a ser su hijo de verdad, el que puede tocar y abrazar, que esculpirá sus huellas en su piel, que respirará junto a su oído y le dirá lo mucho que la echa de menos, y que se clavará más profundamente en sus vísceras, antes de perderlo nuevamente, antes de desgajarse en dos una vez más en el instante de otra despedida. Y es imposible concebir que pueda ser el último adiós. Las madres tienen que aferrarse a la esperanza, cuando no hay otra cosa.
El soldado partirá a su destino, y su balada será ahora más hermosa.
Madre, volveré. Shura, te quiero.
Vivoleyendo
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