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Críticas de lavidadelreves
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Críticas 104
Críticas ordenadas por utilidad
10
13 de junio de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué es lo que importa de una vida? ¿Qué es lo que queda de ella cuando esta se va acabando? ¿Es el recuerdo lo que nos hace o somos nosotros los que fabricamos ese recuerdo para dar sentido a la existencia? ¿Acaso lo tiene? ¿Es Dios más que nuestra propia razón? ¿Es el amor de un joven tan grande como el de un anciano? Preguntas y más preguntas. Ni una sola respuesta. Y si alguien las busca en la película de Ingmar Bergman, Fresas Salvajes, quedará decepcionado. Este hombre sabía muy bien que las buenas preguntas son las que llevan a otras. Siempre que hablo de esto recuerdo a Santo Tomás de Aquino y sus cinco vías para demostrar la existencia de Dios. Son vías, no soluciones. Él las plantea y, a partir de ahí, cada cual debe hacer su camino. Los grandes funcionan así.
Bergman rodó está película el año 1957. Aunque sólo fuera por ello, mereció la pena que ese año apareciera en el calendario.
El personaje principal, Isak Borg (Victor Sjöström), realiza un viaje en automóvil junto a su nuera Marianne (Ingrid Thulin). Irán de Estocolmo a Lund donde la universidad erigirá al viejo Isak como doctor honoris causa. Antes de partir, escuchamos decir a Isak que ha renunciado a la vida social porque eso se reduce al comentario y censura de otros. Buena declaración de principios. Y le vemos atemorizado por un sueño que ha tenido. Siente la muerte cerca. Un reloj sin manillas (el tiempo ya no tiene sentido porque esta a punto de acabar), su propio cadáver agarrándose a él mismo como último recurso ante la muerte, un mundo vacío e inexplicable. Como anécdota diré que vemos un coche fúnebre tirado por caballos que es un homenaje a la película del actor Sjöström (La carreta fantasma) más conocido por su dirección de películas que por esta interpretación. Comienza el trayecto. La distancia entre nuera y suegro es abismal. Ella le llama egoísta, le recuerda el odio que su hijo siente por él. En fin, una maravilla. Bergman usa la cámara de forma magistral durante este diálogo. Vemos cómo va de un rostro a otro pasando por ese espacio que hay entre conductor y acompañante, casi un desierto, para acabar centrando el foco en la expresión de cada uno. A lo largo de la película eso irá modificándose a medida que la distancia se acorta. Hacen una parada en la antigua casa de verano de la familia Borg. Hasta aquí la presentación de la trama. Porque es en el lugar de las fresas (smultronstället) donde comienza a desarrollarse un segundo viaje (íntimo) que deberá hacer Isak. Las fresas en Suecia son un fruto extraño, muy delicado, que sólo se encuentra durante la primavera y por pocos días. Algo exquisito que pasa rápido por delante nuestra. Como la infancia y juventud que pasó Isak allí. Recuerda a Sara (Bibi Andersson) que terminará casada con su propio hermano puesto que él ya dedica buena parte del tiempo a la filosofía, a ver todo desde lo racional. Recuerda a la familia entera que se mueve por un escenario idílico, lleno de luz, de armonía, de inocencia. No hace falta decir que el punto de vista que utiliza Bergman es el de Isak. De regreso a la realidad se encuentra con otra Sara (también interpretada por Bibi Andersson) que, junto a Anders y Viktor (dos muchachos que rivalizan por el amor de Sara y que representan dos formas opuestas de ver el mundo; lo transcendente y lo racional) se une en el viaje. Las dos Saras. Una el recuerdo. La otra la realidad. Isak enamorado de ambas. Tenemos la oportunidad de ver a otros dos matrimonios por el camino. Uno ideal. Otro patético. Sabremos el motivo por el que Marianne viaja junto a su suegro. Pero, ante todo, seremos testigos de un cambio radical en el anciano. En otro sueño se le acusa de ser culpable de culpabilidad, de perder a su mujer sin inmutarse. En esa exploración de la vida entera, ante una muerte cercana que se convierte en la única razón por la que un hombre se plantea la zona más profunda de la existencia, el anciano comprende que el único camino para morir bien no pasa por recuperar un tiempo perdido para siempre, sino por mirar a los lados en los que encuentra a su hijo, a su nuera, a su ama de llaves, a un grupo de jóvenes llenos de vida e inocencia. Deja de mirarse a sí mismo, a su trabajo, a sus conocimientos. Y así llega a reconciliarse con su pasado.
Bergman utiliza la iluminación de forma magistral dependiendo del estado de ánimo del personaje. El montaje es exquisito y sorprende lo moderno que parece. Hace una dirección de actores perfecta. Suegro y nuera son interpretados con una solvencia y credibilidad pasmosas. Quizás, eso es verdad, no termina de encontrar un vínculo preciso entre sueño, recuerdos y realidad. Muy bruscos los cambios (a veces). Artificiales otras.
Bergman descarga su existencialismo en la pantalla con claridad. Un existencialismo que le llega de la convicción de que para ser hay que existir primero. Digo esto porque la gente confunde las churras con las merinas y mete en el mismo saco a Bergman y Sartre, por ejemplo, cuando las distancias entre ambos son descomunales.
Y todo esto da como resultado una película inolvidable. Un viaje de todos hasta nosotros mismos, un viaje por las vidas que llenamos de lo insustancial.
Dicen que el gran problema de Bergman era él mismo, su afán por lo trascendente que le llevaba a cometer errores de enfoque en sus películas. A mí lo que me parece es que todos somos el gran problema de nosotros mismos y que este director (cuestiones técnicas aparte) nos lo ponía enfrente con genialidad.
Peliculón.
inventodeldemonio.es/blog
lavidadelreves
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8
10 de junio de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La relación entre adultos -la relación de pareja- es uno de los asuntos recurrentes de la obra de Woody Allen. La rutina, ese no tener nada que decir porque no pasa nada de lo que se pueda hablar, se presenta como la causa de desencuentros entre maridos y esposas que intentan convertir la fragilidad de su relación en algo sin la menor importancia. Y esto es lo que mueve la máquina creativa de Allen en cierta medida.
Misterioso Asesinato en Manhattan es una comedia que trata, desde el enredo, el problema de la pareja. Un hecho extraordinario convierte el día a día en algo, también, extraordinario. Carol es ama de casa (Dane Keaton). Larry, su marido es editor (Woody Allen). Carol tiene un amigo escritor que está dispuesto a ayudarla en la investigación de lo que parece un asesinato (es Alan Alda). Larry tiene una amiga escritora que quiere ligar con él (aunque Larry quiere que lo haga con el amigo de su esposa Carol para quitárselo de encima puesto que siente celos y cree que su relación peligra). La mujer termina involucrada en la investigación delirante del crimen (Anjelica Huston). El acontecimiento sirve para activar emociones olvidadas, para hacer que la vida de todos se acelere de forma súbita.
El guión de la película es muy divertido, muy ágil y queda bien rematado. Le acompaña una banda sonora que, si bien no es la mejor de las que Allen ha elegido para sus películas, no desentona con la trama. Nada destaca de forma especial, pero el conjunto funciona con eficacia. Tal vez lo que más sobresale es esa trama en la que no hay espacio para reflexiones profundas ni para las obsesiones que el director cuela en cada uno de sus trabajos.
Uno de los ejes de Misterioso Asesinato en Manhattan (esas obsesiones de Allen se limitan a esta) es la tensión sexual entre los personajes que se resuelve con maestría desde la contención y la insinuación constante que escapa de lo evidente y tanto desmejora el esfuerzo narrativo que muchos piensan aún como lo fundamental de eso que llamamos contar historias. De este modo, los personajes progresan para llegar completos hasta el final del trabajo. Esa tensión sexual viaja acompañando a cada uno de los que aparecen en la película y se desvanece mientras que Carol, Larry y sus amigos quedan colocados en el lugar exacto. Por supuesto, las escenas divertidas llenas de frases ocurrentes salpican cada minuto de proyección.
Misterioso Asesinato en Manhattan se queda a medio camino entre las primeras comedias de Allen y su cine más reflexivo y profundo. Este Allen que busca el divertimento en el cine para el espectador es más que agradable.
Pues si quieren saber lo que significa una novedad excitante en sus vidas matrimoniales ya saben lo que tienen que hacer. Estoy seguro de que disfrutarán de lo lindo.
inventodeldemonio.es/blog
lavidadelreves
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6
10 de junio de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Y empezamos con el habitual recurso de Woody Allen de la voz en off en boca del protagonista de este bohemio cuento de hadas, Gil (Owen Wilson), evocando nostálgicamente al París de los años 20. Y con la prometida pija poniéndole los pies en la tierra, porque ni loca se mudaría de California a París. Y como colofón a la introducción de la película, una serie de postales de París en su mayor esplendor.
Cuando se empezó a comentar que Midnight In Paris, la nueva de Allen, era la mejor película desde Match Point, apenas esperé dos días para ir al cine a verla, expectante y con muchas ganas de comprobar que el director por fin había superado esa racha de medias tintas que últimamente le venía caracterizando; pero, eso sí, sin saber absolutamente nada del argumento, y de casualidad que había visto el póster en algunas marquesinas.
Con esta expectación e incertidumbre no me pareció que la película comenzara muy bien, pero poco a poco, y porque los tópicos Woodyalienses enganchan, va cogiendo ritmo: Nunca nos aburriremos de ver la historia de la familia adinerada obsesionada por las compras, cenas y demás eventos y actividades de la clase alta, cuya hija está prometida con el antagónico novio, exitoso guionista de Hollywood, pero a la vez bohemio y resignado a vivir en el siglo XXI, que ve París como posible inspiración para su primera novela, cuyo protagonista trabaja, curiosamente, en una tienda de nostalgias. El contraste es obvio, y no huele nada bien; la situación es cómica y se acentúa cuando la pareja se encuentra con un matrimonio amigo de Inez, también californiano, dispuestos a acelerar el ritmo de viaje propio de la alta sociedad, en la que Gil se convierte en el cuarto en discordia. Por eso, la noche en que su prometida Inez y la otra pareja se van a bailar, Gil decide regresar caminando al hotel para reflexionar sobre su libro y acaba perdido en las escaleras de una iglesia en la que las campanas comienzan a tocar la medianoche.
Es entonces cuando comienza el cuento de hadas para Gil, que es invitado a subir a un coche antiguo y transportado hasta sus añorados años 20. En su primera noche, y para su asombro conocerá al mismísimo Scott Fitzgerald y su mujer Zelda, y a Hemmingway entre otros, porque a esa mágica noche le seguirán otras varias donde conocerá a los diversos personajes que convertían en esa época a París en la capital mundial de la cultura. Y por las mañanas despertará en su hotel de cinco estrellas del siglo XXI tan desconcertado y sorprendido como el propio espectador, cuestionándose el presente, el pasado y el futuro, reafirmando su amor por la capital francesa del siglo pasado, deseando que vuelvan a tocar las campanadas. Y es que ésta no es una historia de príncipes y princesas: es una fábula en toda regla, con los enredos propios de cualquier época, en la que el arte y la literatura, el charlestone y las cortinas de humo, no son más que adornos (bien conseguidos) del eterno inconformismo que vive el hombre en el día de hoy, de la melancolía por el pasado, de cuestionarse la identidad de uno mismo en los momentos que le ha tocado vivir.
Esta vez, Allen se mantiene constante en el desarrollo, incluso acelerado, según transcurre la película – como la vida misma – y consigue conectar con el espectador a través de un Owen que inspira ternura y mucha mucha empatía, que se ve atrapado en dos mundos, en cada uno de los cuales una mujer ocupa su corazón. En los años 20, una espléndida Marion Cotillard en el papel de Adriana (amante de pintores y escritores), tampoco se conforma con su época, y tras un par de encuentros con Gil, acaban una noche en la Belle Époque, de donde Adriana decide no regresar. Es entonces cuando nos damos cuenta de que ni siquiera nosotros estamos cómodos sentados en la butaca del cine, sonriendo como si nada ante esta nueva obra de Woody Allen, disfrutándola, pero llenos de insatisfacción cuando el cuento acaba y se encienden las luces.
Bien podría ser este un cursi relato, pero es el reflejo de todos aquellos que sentimos estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, de los que nos gustaría que los aires que corrieran fueran diferentes, pero al final no queda más que la resignación y la lucha personal e individual por alcanzar metas, lejos de los llamados sueños, y por encima de todo, de tomar decisiones propias cuyas consecuencias pueden ser determinantes y, quién sabe, si tener un alcance a largo plazo gratificante y sorprendente.
inventodeldemonio.es/blog
lavidadelreves
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4
9 de junio de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una sucesión de imágenes bellas en movimiento no es cine. Una sucesión de posados de una actriz no es un papel interpretativo (a pesar de tener los ojos llorosos o el semblante triste tristísimo). No se acude a un grupo de actores y actrices de primer orden para dedicar cientos de planos al detalle de los poros de la piel porque eso lo hace cualquier aficionado y es, lógicamente, un desperdicio pagar tantos miles de euros. Un director de cine debería dedicar sus esfuerzos, a eso, a rodar películas de cine. Sobra del todo que el trabajo que presente ese director sea un compendio de ideas personales lanzadas al espectador como si este fuera un ignorante necesitado de referencias culturales e ideas profundas para sacar su triste vida adelante.
Si existiera una máquina capaz de mezclar palabras y metiéramos todo esto dentro, pulsáramos la tecla on y dejáramos diez segundos que todo se convirtiera en 108 minutos de película, tendríamos como resultado Elegy de Isabel Coixet. Una mujer que puede hacer excelentes películas y que, en este caso, se ha propuesto realizar uno de esos trabajos muy, muy personales y profundos. Aunque se queda a medio camino y el trabajo se queda en uno de esos que son muy, muy aburridos.
El guión de Elegy es una adaptación de la novela de Philip Roth El animal moribundo. De momento, no es, ni mucho menos, lo mejor de ese autor. Pero, además, el guión de Nicholas Meyer se distancia peligrosamente del texto original (sin ser lo mejor tiene cosas interesantes) para perderse en la nada. Un ejemplo. Consuela Castillo es una mujer de origen caribeño, ardorosa, vital, alegre. En Elegy parece que es un alma en pena desde el minuto uno. ¿Cómo explicar algunas de las cosas que suceden con el profesor Kepesh cuando tiene al lado a un marmolillo; cómo nadie puede sentir tanta pasión con la mujer más aburrida del mundo entero? Es sólo un ejemplo. Esto escuchando a Satie (¡Oh, qué gran hallazgo para el cine, qué novedad!) se convierte, poco a poco, en algo insufrible y aburrido a más no poder. Y la culpa no la tiene la música de Satie.
Consuela es Penélope Cruz. Se pasa media película desnuda y con cara de pena. No sabemos mucho más de ella o de su personaje puesto que la cámara va del primer plano al plano detalle con insistencia y el guión no profundiza en su psicología. A veces, Coixet se equivoca y nos deja ver algo más, pero pocas veces. Más sosa no se puede estar. Eso sí, la fotografía de Jean Claude Larrieu es estupenda; lo que nos permite disfrutar del físico de la actriz.
El profesor David Kepesh es encarnado por Ben Kingsley. No está mal. Con Peter Sarsgaard mantiene el diálogo mejor construido de la película. Son padre e hijo y discuten sobre los diferentes tipos de infidelidad y sus justificaciones. Soporta, Kingsley, buena parte de la carga dramática de la película y si Elegy no es un auténtico desastre es, en gran parte, gracias a él.
Dennis Hopper es otra cosa. Parece que llega desde otra película o regresa a ella. Franco, libre y muy, muy bien en su papel. Sin ese revestimiento de cultura imprescindible o interpretación de postal que parece buscar la realizadora. Patricia Clarkson estupenda. Su personaje interesa mucho más que el de la señora Cruz. Clarkson parece que llega para hacer un buen favor; alejada de la dinámica impuesta por la filosofía de frases hechas.
No se puede ir por la vida dando clases de lo que nadie te pide. A Coixet, como cineasta, se le pide cine; a un profesor de matemáticas se le pide álgebra o trigonometría. Es una pena que gente como Coixet, con un potencial inmenso, se enrede en este tipo de cine que no aporta casi nada a casi nadie; incluida ella misma. Es una pena que Coixet confunda lo de soltar frases muy redondas o mostrar una imagen muy bonita, con arriesgar. Todo artista está obligado a hacerlo. Pero arriesgar es otra cosa, es ordenar el mundo poniendo al servicio de la narración todo lo que uno es. No lo que sabe de esto o aquello. Porque no está en juego el conocimiento personal sino el universo entero. Y eso no se soluciona intentando deslumbrar a otros o intentando pasar a la historia.
inventodeldemonio.es/blog
lavidadelreves
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4
13 de julio de 2013
7 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde el año 1.987 dedico buena parte de mi tiempo a la enseñanza. Eso es mucho tiempo. Y el paso del tiempo permite a las personas colocar cada cosa en el lugar que corresponde.
Recuerdo el día que fui a ver El club de los poetas muertos (Dead poets society) a una sala de proyección de la Gran Vía madrileña. Me animé después de escuchar muchas cosas sobre ella, sobre su director Peter Weir, sobre el fondo de lo que contaba. Cosas muy buenas y cosas muy malas. No negaré que acudí con la mosca detrás de la oreja, condicionado por algunos comentarios que me parecieron sospechosos. Cosas gastadas que funcionaban en una película, pero no por ello dejaban de estar usadas y vacías. Efectivamente, después de ver la película, mis sospechas se convirtieron en realidades. La película era tramposa y algo que podría parecer maravilloso era, en realidad, un desastre absoluto que convertía al personaje principal en lo opuesto a lo que intentaba el director de la película. Un desastre total y peligrosísimo para alguien que acude al cine a tragarse cualquier cosa y hacerla cierta. La ficción convertida en la verdad de las verdades es lo peor que puede suceder.
La propuesta de Weir es ventajista y facilona. Cosmética pura para una idea ramplona y más vista que el tebeo. Carpe Diem. Vivir el momento, disfrutarlo, romper con los moldes para conseguir ser uno mismo. De aquí parte esa propuesta.
John Keating (Robin Williams) es el nuevo profesor de un centro educativo carísimo de los Estados Unidos. Llega para romper moldes y salirse del guión establecido por viejos profesores que creen firmemente en la disciplina y el orden como bases de un sistema de enseñanza tradicional y seguro. Los alumnos de Keating acostumbrados a gestionar su vida más desde el deber que desde el deseo, convierten al profesor en referente de lo que hacer. Por supuesto, padres y profesores ven un peligro en lo que sucede y la cosa termina en tragedia.
El problema que se plantea es cómo se puede reafirmar un adolescente y con qué materiales puede construir su yo en un momento crítico de su vida. Es el arte, el lenguaje, el entender el mundo desde la propia consciencia, desde donde el profesor Keating parte. Pero olvida que el individuo está inmerso en un sistema que le condiciona. Olvida, esto es lo más importante, que el sujeto necesita alternativas, no puede manejarse con una sola forma de ver el mundo. Y, por supuesto, que la enseñanza se sustenta sobre el principio de autoridad (esta palabra procede del término augere que se refiere al crecimiento de las personas), autoridad que no aparece en el trabajo de Keating ya que limita de forma absoluta el desarrollo como personas de sus alumnos. El pensamiento libre encerrado en sí mismo no parece una buena opción por muy agradable que lo presenten en un cine.
Pero claro, la película funciona. Acude el director a terrenos muy sensibles del espectador. Libertad, el no condicionarse a lo establecido, la amistad, la figura del profesor que acompaña al alumno en los malos momentos, las posibilidades que ofrece la vida cuando nos empeñamos en conseguir lo que nos proponemos y asuntos parecidos. Oculta lo más importante, el gran fracaso que supone un planteamiento erróneo cuando se trata de la educación de las personas. Utiliza el terreno más dramático para redondear la trama haciendo patente la dimisión de los padres en la educación de sus hijos (así Keating sale ileso frente al espectador). Trampa tras trampa narrativa. Una ideología agarrada con alfileres, sin desarrollar mínimamente; un suicidio para tapar carencias; mucha amistad; mucho sueño por cumplir y poco más.
Las interpretaciones no destacan por nada especial. Son correctas y, muchas de ellas, limitadas por la edad de los muchachos. Tampoco destaca la fotografía, ni la banda sonora (la partitura que firma Maurice Jarre pasa desapercibida por completo), ni los diálogos (y estos deberían haber sido la clave del asunto), ni nada de nada como no podía ser de otra forma al tratarse de un trabajo lleno de clichés. En esta película nada es cosa de otro mundo. La emoción que puede causar la película se reduce a lo blandengue de la lágrima fácil tras una desgracia.
En fin, una película que aguanta una mirada superficial, pero que se desmorona en cuanto se rasca un poco con la uña en cualquiera de sus escenas.
inventodeldemonio.es/blog
lavidadelreves
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