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España España · Cáceres
Críticas de Tiggy
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Críticas 329
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
25 de abril de 2021
5 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bebemos para celebrar. Bebemos para llorar. Bebemos para socializar. Pero, ¿de verdad el ser humano necesita una excusa para emborracharse? El alcohol ha sido una de las principales herramientas de socialización desde que la civilización es civilización, cada una apropiándose de ella a su manera. Para los antiguos romanos fue el vino, para los alemanes, la cerveza, para los americanos, el bourbon, para los japoneses, el sake, para los rusos, el vodka. Innumerables nombres para referirnos a la misma vía de escape de la realidad. A la misma solución para nuestros problemas. Al mismo momento donde el tiempo se detiene, volvemos a ser jóvenes y nuestros sentimientos, libres. Unos ríen, otros lloran. Algunos se atreven a perderse en sus encantos etílicos. Otros, sin embargo, se encuentran con ellos mismos. Todos encerrados en la misma pompa, frágil y mágica, diseñada para que miremos al abismo desde su protección y decidir saltar o no antes de que explote. Si el hombre es un genio cuando se está soñando, según Akira Kurosawa, el alcohol es el que hace de la vida, un sueño, en el que podemos ser genios, aunque sea, durante unos fugaces instantes antes de apagarnos como estrellas que nunca brillaron en su plenitud, perdidas en la noche eterna.

Bajo esta propuesta, Thomas Vinterberg nos regala una oda a la vida, una elegía a la muerte. La ambigüedad de la esencia humana definida en la alcohólica velada del director con sus nuevos compañeros de copas; ‘Bunky’ Jellinek, Finn Skårderud y Søren Kierkegaard. Cuatro amigos que se reúnen en el mismo bar y que, ronda a ronda, analizan al hombre y a la sociedad teniendo como punto de congregación la misma botella de la que beben hasta embriagarse del espíritu de la civilización en un viaje de altos y bajos, en una borrachera y una resaca, en el optimismo y el pesimismo que marcan el camino del hombre a recorrer en esta loca, loca vida.

Otra ronda ha conseguido ahogar las penas de medio mundo en unos tiempos tan convulsos como los que vivimos. Ha conseguido que miremos atrás, como su protagonista, añorando momentos de ebria lucidez en los que los problemas se disipaban entre copa y copa con amigos, familiares o hasta desconocidos. Ha conseguido retratar una sociedad ansiosa, depresiva y melancólica en una carta de vinos, amargos y dulces, con la que deleitarnos en una cata que emborrachó de penas y alegrías a los jurados de Alemania, de Chicago, de Francia, de San Sebastián y, esperemos, de Hollywood. Una tragicomedia en cuatro actos por la que atravesamos las fases del alcoholismo, experimentamos nuevos y viejos sentimientos y, sobretodo, nos hace exclamar qué vida es esta que nos ha tocado vivir.

Vinterberg diseña todo esto como una comedia satírica de altos niveles dramáticos en la que encuentra el equilibrio perfecto entre los patrones más actuales y aquellos que definieron el movimiento cinematográfico que él mismo impulsó, el Dogma 95, con la ayuda de su amigo y compatriota director Lars von Trier. Todo el peso de la película flota como una rodaja de limón sobre el explosivo y profundo cóctel que sus bármanes de confianza, Mads Mikkelsen y Tobias Lindholm, brindan en un despliegue de creatividad sin precedentes resistiéndose al canon cultural del alcohol como mal inapelable en la sociedad, invirtiéndolo como ya hizo von Trier con La casa de Jack (2018) en la que el asesinato se reformulaba como arte. A estas normas del denominado Voto de Castidad del Dogma 95 se le suma la enérgica dirección del director donde la cámara en mano está muy presente, y de forma más que acertada por las imágenes tambaleantes e inestables con las que se pretende dar cercanía, naturalidad y realismo a las veleidosas vidas de unos personajes que hacen del alcohol sus máximas vitales.

Son cuatro personajes, cuatro profesores, los que emprenden la crítica social del director danés probando la teoría de Finn Skårderud que asegura el déficit del 0,05% de alcohol que el hombre tiene en sangre y que, una vez corregido, es posible aspirar a la plenitud por el aumento de autoconfianza y la liberación de ansiedad que cada botella de licor tiene escrito, con letras invisibles, en sus etiquetas. Con la excusa del experimento sociológico, Martin (Mads Mikkelsen), Nikolaj (Magnus Millang Sørensen), Tommy (Thomas Bo Larsen) y Peter (Lars Ranthe), pacientes de ansiedad, crisis existencial y depresión, se suben al mismo barco para recorrer ese lago de etanol que da sentido a sus vidas.

Vinterberg arranca la película con una secuencia desbordante de alegría y felicidad como la semana de graduación danesa, en el que las instituciones acuerdan que la semana de celebración ha comenzado el 25 de junio para todos los estudiantes de secundaria graduados, haciendo de la ciudad una barra libre, una excusa para beber, para todos sus ciudadanos. Esto es precedido por un encabezado que evoca directamente a Kierkegaard acordándose de la juventud como un sueño y el amor como su contenido, inundando dicho preludio de melancolía por los buenos momentos vividos en la juventud, el ‘carpe diem’ que nuestros protagonistas añoran y el amor que les falta en sus vidas. Esta ambigüedad tonal va a ser la tónica general con la que Vinterberg mezcla el cóctel diseñado por Mikkelsen y Lindholm, moviéndose entre una graduación etílica de optimismo y pesimismo perfectamente balanceados que conforman la comedia y el drama, la borrachera y la resaca, en la que se sumerge. También, en estos tres minutos, el danés nos habla de algunos de los temas que analizará posteriormente; el alcohol como elemento de socialización, el fácil acceso a dicho producto por cualquiera que desee probarlo, la hipócrita promoción institucional de la bebida que alega que es justo, socialmente aceptable, beber si hay una causa que lo justifique o la teoría de Skårderud que vincula directamente el alcohol a la felicidad. Pero también nos sitúa en un tiempo muy concreto. [...].
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Tiggy
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7
21 de abril de 2021
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Es una lástima cómo durante estos últimos años los amantes del wéstern, entre los que me incluyo, hemos sufrido las consecuencias de una larga sequía de títulos realmente memorables dentro del género. Aunque, de vez en cuando, alguno es presentado como un oasis en la grandeza del horizonte como Bone Tomahawk (S. Craig Zahler, 2015), Los hermanos Sister (Jacques Audiard, 2018) o incluso en forma de trepidante blockbuster como el remake de Los siete magníficos de Antoine Fuqua (2016) hasta la que hoy nos ocupa: Noticias del gran mundo. Paul Greengrass entierra en la misma zanja dos de los grandes temas del género, la Guerra de Secesión Americana (1861-1864) y el viaje del héroe americano, abonándolos con cuidado y regándolos con esmero mediante un diseño de producción, fotografía y puesta en escena exquisitos que cosechan ese fruto, maduro y primitivo, del wéstern clásico al que un veterano Tom Hanks pone cara y alma. La historia, adaptación dela novela homónima de Paulette Jiles, nos predica las noticias del viejo mundo a través del poderoso verbo que su protagonista, el Capitán Jefferson Kyle Kidd, lleva de pueblo en pueblo. Con su viaje y su oratoria, nuestro afligido protagonista, sombra de la épica con la que Ethan Edwards, inolvidable John Wayne, nos narraba el mismo período histórico sobre la derrota de la Confederación y la reintegración de los estados del Sur a la Unión (1865-1877) en la totémica Centauros del desierto (John Ford, 1956), nos plasma un cálido retrato de la América de posguerra donde la crispación social entre rendidos y vencidos repercutía en las clases más vulnerables; inmigrantes alemanes, nativos americanos, negros y, por supuesto, pobres.

Greengrass diseña su argumento como una road movie, más similar al Valor de ley de Henry Hathaway (1969) que al Centauros del desierto de John Ford en ese aspecto, haciendo especial hincapié en la íntima relación nacida de la necesidad que sus dos protagonistas proyectan en medio de la división social de un país en ruinas. Dos vagabundos del amor, heridos por la beligerancia de las circunstancias socio-políticas que les ha tocado vivir y que los ha convertido en supervivientes a un precio demasiado alto, pagado con la soledad y el vacío. A lo largo del viaje del héroe que el Capitán Kyle Kidd emprende con la única compañía de Johanna Leonberger (Helena Zengel), huérfana de origen alemán criada como una kiowa, Greengrass nos lee, desde el fondo y con palabras llenas de pasión y solemnidad, las noticias que definieron las consecuencias de la victoria de los unionistas frente a los sudistas estructurando la narración con diversos titulares como la violenta expulsión de los nativos americanos de sus tierras, las primeras líneas de ferrocarriles transcontinentales instaladas bajo el mandato de Abraham Lincoln (1861-1865), la abolición de la esclavitud (Decimotercera Enmienda, 1865) y de las restricciones raciales de voto (Decimoquinta Enmienda, 1870), la protección federal de todos los ciudadanos independientemente de la raza (Decimocuarta Enmienda, 1868) o la inmigración de alemanes hacia América, encontrando en Texas su cota más alta, con una estimación de 20.000 ciudadanos estadounidenses de origen germano en 1865. Todo esto es narrado de forma pausada, pero sin decaer en ningún momento, construyendo poco a poco una ambientación deliciosa en la que desarrollar a su protagonista, un antiguo soldado al que su título de capitán le pesa como una losa en el corazón, y que fomenta, en un período de analfabetismo e ignorancia imperantes, la información como única vía de acceso a la libertad. Obviamente, Greengrass traza una parábola con la era trumpista y sus políticas de ‘America First’, mismo lema que cierto personaje de la resistencia confederada replica como ‘Texas First’, en la que hace una fuerte crítica a los bulos y desinformación que campan a sus anchas en los medios de comunicación que engañaban, y siguen engañando, al pobre.

La película es muy compasiva con sus personajes, eludiendo el fatalismo del destino con el que el wéstern clásico condenaba a sus héroes. Muestra de ello es que les da mucho tiempo para pensar y, sobretodo, recapacitar sobre las acciones que transcurren a lo largo de la aventura. Quizás es demasiado el tiempo que se le destina, sobretodo en su último acto, pero Greengrass expresa con esto una posibilidad que siempre ha tendido a ser descartada de la concepción del héroe americano: la redención. La redención no solo es posible, sino que es justa y reconfortante. Desde primera instancia, y desde la introducción del personaje de Tom Hanks, se hace visible la soledad de un personaje atormentado y maltratado por el mundo en el que vive. Aislado y fuera de lugar del rencor, temor y odio que se esparce por la nación y al que se ha visto obligado a sobrevivir. Huérfano de amor y de patria, lo único que le queda es cabalgar por el desierto predicando por un mundo mejor. Hasta la aparición de Johanna, claro. Johanna es una metáfora de pelo rubio y ojos azules sobre la América del s. XIX. Una metáfora que expresa el ánimo belicista y salvaje de la colonización, del leitmotiv del wéstern, indios contra vaqueros, de un país construido a base de la inmigración, ya sea alemana, china o inglesa, pero, sobretodo, de un estandarte de paz, de conciliación y reconciliación, por la confluencia en ella los de los tres grandes grupos sociales que definieron al Viejo Oeste siendo ciudadana estadounidense, siendo criada como una kiowa y siendo de origen inmigrante.
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Tiggy
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7
19 de abril de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fritz Lang fue un adelantado a su tiempo, patente en los wésterns que hizo. Su afición al género, a la historia y mitología de su país de acogida, no lo despistó a la hora de seguir plasmando su personal estilo, herencia directa y estilizada del Expresionismo Alemán. En La venganza de Frank James, su primer wéstern, comenzó a hacer física su fascinación por el nacimiento de las leyendas en el Viejo Oeste diseccionando esa lejana sociedad americana en las que el concepto de justicia y ley no siempre iban de la mano, las heridas de la Guerra de Secesión aun supuraban en los corazones de sudistas y unionistas y la corrupción en instituciones y medios era tan miserable como la que seguimos viviendo en cualquier parte del mundo. Su rechazo a Hitler y todo lo que representaba le valió una personalidad más acercada al socialismo que no duda en reflejar en sus películas donde sus proclamas por el pueblo se manifiestan en forma de incisivas líneas de diálogo en sus protagonistas, alegando que ‘la única ley que protege al pobre es su propia pistola’, dicho por el personaje de Jackie Cooper al inicio de la aventura. Desde el primer momento conocemos el interés del alemán por el nacimiento del mito (no por el mito en cuestión) excusándose en Jesse James para hilvanar una historia de imposible redención y venganza tremendamente parecida a la obra maestra Sin perdón (Clint Eastwood, 1992).

Las similitudes con la película de Eastwood van desde el argumento hasta los motivos que la definen. Desde el sanguinario asesino retirado a una vida pacífica en el campo, aquí Frank James, en Sin perdón William Munny (Clint Eastwood), hasta la causalidad que le impide obtener la redención deseada embarcándose en un nuevo trabajo obligado por el destino, aquí la muerte de Jesse James por el cobarde Robert Ford, en Sin perdón, la desfiguración de unas prostitutas a manos de unos desalmados. A pesar de que el móvil económico está presente en el planteamiento de la ‘venganza’, este se disipa acorde a la profundización en los valores éticos de, recordemos, dos bandidos sin escrúpulos que terminan definiendo la brutalidad incivilizada de una época muy concreta, pero también el sentido más estricto de la dignidad y la justicia de una sociedad en la que ‘la única ley que protege al pobre es su propia pistola’. De la misma forma, ambos realizadores tratan el nacimiento de las leyendas en el Viejo Oeste; aquí, la leyenda de Frank James, en Sin perdón, la de El Pato de la Muerte (Richard Harris) y Little Billy (Gene Hackman), siempre a cargo de la transcripción al papel de la tradición oral para posteriormente ser difundida como verdad inapelable en libros o periódicos, en los que la distorsión y exageración de la realidad fomentaba el nacimiento de las leyendas y, en cierta parte, ese carácter intrínseco en la esencia humana de resumido en el tópico latino del ‘non omnis moriar’; perdurar más allá de la muerte. También, el acompañante en el viaje del héroe que experimentan los dos héroes son adolescentes que fantasean con la vida adulta y salvaje de un forajido, aquí Clem, en Sin perdón, Kid (Jaimz Woolvett), entre los que el tiempo acaba forjando un precioso vínculo paterno-filial. Por último, los compañeros de ambos. Aquí, un criado negro llamado Pinky (Ernest Whitman), en Sin perdón, el inolvidable Ned Logan (Morgan Freeman), cuyos injustos destinos detonan la vorágine ética que condicionan el viaje de los mártires protagonistas.

Pero La venganza de Frank James no solo lega una serie temática a wésterns posteriores. También hereda ciertos aspectos en el desarrollo y trato de la justicia de El juez Priest (John Ford, 1934), en el que el wéstern muta al drama social y político trasladándose la acción a un juzgado desde los que reabre, con cierta complicidad cómica, las heridas entre las dos Américas; la confederada y la unida, mientras critica la corrupción en los poderes institucionales y las influencias ideológicas de la justicia (muy actual), replicado en la fantástica Encubridora (1952). Hablando de Encubridora, en la que la reivindicación de la mujer en un mundo de hombres es majestuosa, en La venganza de Frank James, aunque menos espectacular, también se esboza una proclama por la igualdad de la mujer en el mundo laboral, y en el mundo, en general, a través del interesante personaje de Eleanor Stone (Gene Tierney) y sus incisivos diálogos con el personaje de Henry Fonda. La construcción psicológica de este personaje, Frank James, está impecablemente detallada, siendo capaz de elevar la obra a un wéstern psicológico donde sus decisiones siempre se debaten en torno a un sentido del deber impuesto por la propia moral del personaje, decisiones que son inapelables por su carácter fuerte y firme cuyo diseño es tremendamente parecido al de Will Kane (Gary Cooper) de Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952) o al ya citado William Munny de Sin perdón.
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Tiggy
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7
18 de abril de 2021
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me llama la atención y también me preocupa no saber nada, ni si quiera haber escuchado o leído nada acerca de la historia real en la que se basa Shaka King para Judas y el mesías negro. Conocía a Malcolm X, a Martin Luther King Jr. y a Las Panteras Negras pero... ¿Por qué no conocía a Fred Hampton? ¿Por qué ha tenido que venir un negro a explicarme una parte tan importante de la lucha por los derechos civiles? Pienso que la respuesta es clara. La invisibilización del colectivo afroamericano, sufrida desde que el mundo es mundo, tiende a que se nos comunique la información que solo unos quieren, adulterada y superficial conforme a los intereses de los que nos doblegan, de las altas esferas para las que el capitalismo es su máxima vital. Pero no es una película que solo habla de negros. Es una película que habla de justicia social. De la unión de la gente por una misma causa: la igualdad y la libertad. De mirar a los ojos de quienes nos pisan. De reivindicar la dignidad humana que nos merecemos frente al abuso y corrupción de las caras más torcidas de un sistema que empobrece al pobre y enriquece al rico. Es una película más cristiana que muchas otras que solo se disfrazan con cruces y espinas. Es una película realmente encabronada con una situación de racismo insostenible que no solo pasó, sino que sigue pasando como podemos comprobar. Es un grito de ayuda, de hastío y de rebelión en perfecta armonía con otras de las nominadas a mejor largometraje como Minari. Historia de mi familia (Lee Isaac Chung, 2020) y Una joven prometedora (Emerald Fennell, 2020) que se preocupa lo suficiente para transmitir el mensaje de forma nítida, directo y sin titubeos, sin caer en la acritud de la doctrina o la sensiblería del victimismo en un tipo de cine social en el que esto es fácil cuando la involucración en la lucha de su director es tan grande y firme.

La película soñada por Spike Lee me funciona en muchas cosas, en otras, no tanto. Me encanta cuando se abraza el thriller más intenso con la doble moral del verdadero protagonista de la película, Bill O' Neal (Lakeith Stanfield), en su labor de Cosa impostora infiltrada en la base científica del capitán Hampton (Daniel Kaluya). Y odio cuando se desvía de esta idea con dramatismos y romances disuasorios de esa línea principal. Bill O' Neal es, en lugar de un alienígena capaz de mutar en una persona como en la ineludible La cosa (El enigma de otro mundo) (John Carpenter, 1982), una rata capaz de disfrazarse de la persona que quiera. Un topo que define, en mayor o menor medida, a un gran sector de la sociedad cuyo nulo posicionamiento político, a pesar de pertenecer a la misma raza asesinada o asediada por el mismo ser inhumano e invisible, favorece la labor de acoso y derribo hacia los más vulnerables por ignorancia, parsimonia o mero egoísmo, como tan bien recrea King en su contrargumento con la idea aristotélica de que la virtud está en el término medio. Pero es fácil posicionarse en el término medio, alegando que los 'extremos se chocan', siendo un esclavista como Aristóteles o perteneciendo a una clase privilegiada como Roy Mitchell (Jesse Plemons), ¿verdad?

Y es por esto que funciona tan bien en ese sentido. Porque no es solo la palabra la que apoya el discurso de King, es porque el hecho histórico existe y, más preocupante, se extiende hasta nuestros días. Porque la oratoria de Hampton está constatada y justificada, razón por la que es tan atractiva para el público general que es, en mayor medida, el que sufre la aporofobia del capitalismo. Aunque tenga elementos de la blaxploitation, no pertenece, ni por casualidad, a este movimiento por el simple hecho de que fue una estigmatización en torno a la delincuencia de la población negra, siendo Judas y el mesías negro radicalmente opuesta a estereotipos o sesgos sociales. Es de activismo por la igualdad, y tiene una escena preciosa en la que esto se resume de manera brillante involucrando a los representantes de la herencia cultural sureña tan injustamente analfabetizados por el memorándum popular.

Para tener un buen dúo de actores casi siempre se requiere química entre ellos, pero la antiquímica también es capaz de brindar grandes dúos (véase, por ejemplo, Malcolm McDowell y Robert Shaw en la Caza Humana de Joseph Losey) como, en este caso, el de Kaluya y Stanfield. Consiguen hacer incómodas escenas de fraternidad que deberían aliviar la tensión por la cercanía de una broma o la confidencia de un diálogo, pero el desapego entre ambos actores, la nula complicidad que mantienen es perfecta para potenciar el mensaje de King y la hipocresía de su protagonista. He de decir que, aunque Stanfield tenga mayor presencia en el argumento, Kaluya es capaz de colapsarlo. Quizás sea porque su papel es intencionalmente histriónico o por lo increíblemente carismático y expresivo de su intérprete, pero Kaluya consigue, muy a favor del argumento y mensaje, acobardar en el mejor de los sentidos la buena interpretación de Stanfield. Jesse Plemons también está soberbio en su gélida actuación de la perversión social, replicándolo en forma de hipérbole un hipercaracterizado Martin Sheen que he llegado a confundir con Robert Duvall.

El mayor contrajuego de la película es el marcado ritmo que perpetra el motor de la narración, Billy. No solo es extremadamente lento en muchos tramos, sino que la repetición del mismo concepto hasta las rupturas de tensión se me antojan demasiado monótonos aun entendiendo su necesidad para remarcar el mensaje y hacer más latente la problemática en base a la profundización gradual del conflicto de sus personajes a las que las pobres escenas de acción y thriller no terminan de compensar tan bien como deberían, véase la fugacidad de la escena del primer tiroteo o la reprochable escena del interrogatorio de Judy Harmon (Dominique Thorne) a Billy.
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Tiggy
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9
17 de abril de 2021
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al poco tiempo de que empezara, una sensación se apoderaba de mí. La sensación de estar viendo algo muy especial, único y difícilmente repetible. Y, desde luego, no me equivocaba. Encubridora es una obra maestra, increíblemente moderna y transgresora pese a tener más de cincuenta años desde la que el prodigioso ojo de Fritz Lang analiza la mitología americana desde una mirada extranjera; la forja de las leyendas y mitos del Salvaje Oeste como si fueran cantares de gesta a través de la tradición oral de las canciones populares y los rumores, la dicotomía del bien y del mal, del honrado y del bandido que se topan en el mismo plano moral, la reivindicación del hito femenino en el folclore americano y una preciosa poesía sobre amores que nacen y mueren con la frialdad e infortunio de una bala directa al corazón. Un híbrido imposible entre cine negro y wéstern con un muy marcado romance 'ménage à trois' y hasta cuidados momentos musicales apostados sobre las raíces expresionistas de su director y el wéstern clásico. Como digo, una película excepcionalmente singular.

Lang arranca la película con un íntimo y precioso primer plano de un beso protagonizado por Vern Haskell (Arthur Kennedy), precedido de la simbólica canción de Emil Newman y Ken Darby a modo de leitmotiv, cantada por un narrador omnipotente llamado William Lee en forma de balada en la que se nos cuenta, a modo de leyenda, el camino de odio y venganza que el azaroso destino guarda para este protagonista tras el asesinato y violación de su prometida y la incansable búsqueda de su causante por el Viejo Oeste de mitad del s. XIX. De esta forma, el director alemán diseña una primera parte con una narración creada a partir de analepsis, tal y como hizo la mastodóntica leyenda Orson Welles en su Ciudadano Kane (1939), utilizando el viaje de Haskell para reconstruir la épica de Altar Kane (Marlene Dietrich), una inusual cabaretista vista en la 'Rueda de la Fortuna' ('Chuck-a-Luck') afamada por sus locuras y sus misteriosos vínculos con el mundo criminal. Lang demuestra, una vez más, lo conciso, claro y versátil que es para narrar un argumento, en este caso, uno de historias cruzadas en el que su segunda parte, más lineal aunque con un excelente dominio de las líneas narrativas paralelas es puro noir, con unos personajes más parecidos a unos mafiosos que a unos forajidos en la que los diálogos se plagan de confidencias, intenciones y secretos más propios del cine de gánsteres de las décadas consiguientes que de un wéstern clásico de 1952 en el que acomoda a nuestro atípico héroe en una sociedad corrupta y ausente de valores como una especie de inversión de M, el vampiro de Düsseldorf (1931), en el que su corrupto protagonista se hacía invisible en una sociedad civilizada interpretando la contraparte de su esencia natural.

El poco presupuesto de la RKO no le impidió a Lang convertir su película en una obra maestra. Es capaz de encontrar una atmósfera extremadamente opresiva en medio del polvo del desierto a través de interiores cargados de conspiración, rencor y odio que se dispara con la inherente fuerza con la que los actores se miran y, sobretodo, se escupen a través de palabras proferidas sin titubeos. El uso de luces y sombras, totalmente expresionistas en un producto cien por cien americano como es el wéstern, eleva la represión amenazadora en la que Lang disecciona a sus personajes principales; Altar, Vern y Frenchy Fairmont (Mel Ferrer), ese trío de corazones de solitarias sombras que se proyectan en el hogar de la inmundicia moral sobre el que se cierne la sombra de la justicia y de la venganza, pero también del amor, de la soledad e, incluso, de la vejez. ¿Y qué decir de Marlene Dietrich? Esa fuerza de la naturaleza, comodísima en su papel de jefa de una organización criminal, leyenda del Salvaje Oeste, apostadora cabaretista rompecorazones y musa del hombre americano por su carácter indomable contra los cánones femeninos de la época que, por ello, permanece en Tierra de Nadie, sola y marchita, entre el crimen y la ley, entre los corazones de dos hombres. Con una presencia descarada en el plano que devora al resto del elenco, es increíblemente fría, pero también sabe ser cálida y vulnerable como un rayo de sol en el ocaso de su día. ¿He dicho ya lo apasionante y seductora que es Marlene Dietrich? Un papel que solo ella podía hacer tan bien antojado como una extensión del que representó en la gran obra de George Marshall, Arizona (1939).

Es una película de personajes atormentados. Uno emprende su aventura incansable como un centauro del desierto menos peofesional, pero igual de heroico, para rescatar a su amor de las garras de la injusticia. Otro, recorriéndolo de la misma manera, pero desde la moral adversa de un criminal restringido por la sociedad, sin hueco ni redención, y que su valía es la leyenda de miedo que él mismo imprime en el oeste americano. Otra, una mujer hecha a sí misma para la que la codicia es la única solución para el desazón, la soledad y la pesada madurez en la que se sugestiona. Y qué bonita es la fotografía de Hal Mohr, explotada por el único ojo del alemán capaz de ver mucho más allá que otros de vista entera. Nos ofrece emotivos, y muy fordianos, cuadros dentro del cuadro; llegadas y partidas de nuestro protagonista a su nuevo hogar capaz de colmar su espíritu, y que encierra un amor imposible y turbulento, explícito y sensual que es menos sugerente pero igual de bonito que el de Ethan y Martha en una de las más grandes películas jamás filmadas: Centauros del desierto (John Ford, 1956).
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Tiggy
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