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Críticas de el pastor de la polvorosa
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Críticas 141
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
9 de enero de 2018
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película, el fruto más exótico de la vanguardia francesa de finales de los años 20, es singular desde su misma inspiración: como una planta epífita, no arraiga en el suelo de la “realidad” (en su sentido más restringido), sino en el tronco de otra planta –en este caso, una fotografía de André Kertesz: la imagen del rostro de una mujer rodeado por las manos esposadas de un hombre, con los puños cerrados. Una variación sobre esta fotografía aparece en el inicio y el final de la película, enmarcando su transcurso.

Podemos intuir cuál es el camino de la mano derecha y el de la izquierda: el matrimonio burgués y el trabajo mecánico en contraposición al ostracismo social y el océano sin límites. Lo que parece claro es que cualquiera de los dos caminos conduce lejos del anhelo de infinito, al menos en la “realidad” objetiva; de ahí la aspiración a crear una nueva realidad (como aquel otro americano en París, Vicente Huidobro), de ver lo nunca visto, en lugar de lo de siempre –en este punto hay que mencionar también al extraordinario director de fotografía, Edgar Brasil.

En el cine los límites más inmediatos vienen establecidos por el encuadre de cada plano; Peixoto consigue sorprender siempre en este aspecto, y eso que la película tiene ya más de ochenta años. Como ocurre con la música de Debussy, ninguna regla de composición determina lo que vendrá a continuación: geometrías dignas de Rodchenko, barridos que nos llevan a la abstracción, travellings que siguen la línea de los aleros o el dosel de los árboles, o ese plano único en el que el hombre cae misteriosamente junto a los alambres de espino y la cámara parte de su pie y emprende una panorámica ascendente que se pierde en la claridad del cielo, y luego vuelve hacia abajo, hasta encontrar una mano posada en la arena.

“Límite” carece de tierra firme narrativa: incluso cuando abandona la barca a la deriva para mostrar imágenes de un pasado tan enigmático como el presente, es como si los personajes llevaran ya tanto tiempo mecidos por el vaivén de las olas que hubieran perdido el hábito de caminar sobre la tierra; la película presta mucha atención a dónde ponen sus pies –una atención de la que ellos carecen por entero, cuando caminan por las aceras elevadas de una vieja ciudad colonial, por terrenos embarrados o playas desoladas, o se introducen directamente en el agua quitándose las medias y los calcetines, remangándose el vestido y los pantalones: ¿el amor como un doble suicidio simbólico?

La luz moldea los cuerpos (que se transforman en formas arborescentes, palmeras, postes de luz), da profundidad a los rostros, dibuja oleajes en los cabellos. La película progresa mediante asociaciones visuales, en lugar de someterse a la ley de la causalidad, como si fuera un poema simultaneísta: por ejemplo, las jambas de una puerta, las hojas de un libro o un periódico, las tijeras abiertas y los dos palitos que maneja obsesivamente el hombre de la barca.

Las músicas de Satie, Debussy, Ravel, Stravinsky y Prokofiev no eran en 1931 tan evidentes como pueden parecer ahora; la peculiar armonía que crean con las imágenes nos recuerda que las películas pueden aspirar legítimamente a la condición de la música como alternativa a la literatura, a la autonomía frente al relato y la palabra, a ser sentidas en lugar de entendidas.

Fragmento del texto publicado en: https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/
el pastor de la polvorosa
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8
26 de marzo de 2017
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para disfrutar de esta “Bella durmiente” no es necesario conocer las películas anteriores de Arrietta, que gracias al fervor de algunos admiradores empieza a ser recuperado como uno de los cineastas míticos del nutrido “underground” español (aunque su obra sea mayoritariamente francesa). Tampoco hay que asustarse por el aura vanguardista del cineasta: esta es una película narrativa y clara como el estanque de un palacio, y el único riesgo es que parezca, en nuestros tiempos acostumbrados a que la brutalidad forme parte inseparable del entretenimiento, demasiado inocente.

El cine de Arrietta cree en las hadas y en los ángeles, y su forma es coherente con esta creencia: en un mundo mágico no cabe ninguna imagen gratuita o redundante. La profecía de una rana se cumple, sin solución de continuidad, en el plano siguiente; la imagen de la niña es evitada siempre (este es un cuento sin niños, habitado por adolescentes y adultos); unas manos sobre el teclado hacen innecesario un plano general que muestre toda la habitación y el piano. En manos de un poeta menos cuidadoso una película como esta podría haber resultado cursi o naïf, pero Arrietta consigue que los personajes parezcan verdaderamente figuras de cuento, venidas de otra época anterior a la invención del cine.

Pero la condición mítica de los personajes no implica que vivan en el pasado: al modo de la Pandora de Albert Lewin o el Orfeo de Jean Cocteau, el príncipe Egon inaugura la película tocando la batería, y poco después monta en helicóptero con su preceptor a las afueras de su palacio neoclásico.

“Bella durmiente” conserva un toque de vida que la distingue de muchas películas recientes, no solo de género fantástico, a las que los procesos de posproducción y etalonaje digital convierten en flores de plástico, frutas pálidas de invernadero. Entre los actores se alternan figuras bien conocidas (Ingrid Caven, Mathieu Amalric, Serge Bozon) con otras nuevas, como Niels Schneider o la excelente Agathe Bonitzer. La trama es fiel al cuento clásico de Grimm y Perrault, que se combina con “Brigadoon”; para los detalles, el cineasta reconoce haberse inspirado en las ilustraciones silueteadas de Arthur Rackham, que datan más o menos de la época en que queda suspendida la vida de la corte legendaria de Kentz.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
el pastor de la polvorosa
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8
12 de marzo de 2017
11 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
El propio Albert Serra presenta su última película señalando que si “Historia de mi muerte” tenía un exceso de ideas, “La muerte de Luis XIV” solo tiene una: el contraste entre el poder absoluto y la absoluta impotencia del hombre frente a la muerte; la película sugiere sutilmente que esta puede aumentar con aquel, puesto que el pánico a cometer un error hace que los siervos se equivoquen sin remedio, de forma lamentable. Si la muerte en la anterior película tenía un sentido intelectual, en esta constituye una experiencia física; de este modo, la “vanitas” barroca reaparece con disfraz posmoderno en una suerte de “performance” cruel, como si la naturaleza actuara en el papel de mensajera de la revolución burguesa, y que acaso podrán disfrutar con un placer maligno los republicanos españoles que recuerden que nuestros monarcas descienden de este mismo Luis XIV.

La película podrá interesar más o menos, pero no creo que nadie pueda discutir la veracidad de la recreación lograda por Serra, que nos fuerza a sentirnos como cortesanos que asisten silenciosos desde una antesala, revolviéndose de vez en cuando en sus butacas, a la agonía del “rey Sol”. El motivo de “La muerte de Luis XIV” ya fue despachado por Rossellini, a su manera rápida, sin contemplaciones, en una breve escena de su película sobre la juventud del monarca, cuando este visita al agonizante Mazarino. Más fructífero que obsesionarse con el porqué de la tremenda amplificación que lleva a cabo Serra es prestar atención a la poética absurda de algunos diálogos, a la materialidad de los detalles: la baba de los perros, la textura de los tejidos, las imágenes reflejadas en espejos, el sonido de las copas de cristal y los cubiertos de plata, la mirada perdida de ese “rey” envejecido de la “Nouvelle vague” que es Jean-Pierre Léaud, la pérdida del sentido del gusto evocada por el rechazo a los jugos de la fruta, los cantos de pájaros que se ven sustituidos progresivamente por cornejas y moscas.

Hoy la provocación, para ser auténtica, no puede basarse solo en la religión o la moral sexual dominantes en los tiempos de Freud o Buñuel; Dios ha muerto, y su vacío solo ha sido reemplazado por dioses menores cuyos poderes se miden en los mercados de divisas. El poder ha reemplazado sus tradicionales emanaciones y formas de justificación (el arte, la filosofía) por la tecnología, el deporte y el entretenimiento, y utiliza los medios de comunicación para establecer un estricto criterio de “normalidad”; de este modo, el imperativo categórico de nuestra época dice: “no debes aspirar a la superioridad intelectual”. Esta moral une a gente tan dispar como Trump y Boyero. Albert Serra hace justo lo contrario de ese mandamiento; tal vez se crea todo lo que dice, pero pensemos que sus declaraciones pueden también constituir una simple estrategia para escandalizar a los beatos de la religión de nuestro tiempo, y concentrémonos en lo que hace, en sus películas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
el pastor de la polvorosa
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8
22 de enero de 2017
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Días color naranja” es una película a la que su propia modestia de medios encerrará en círculos que no deberían ser los suyos: se trata de una propuesta de cine narrativo de gusto clásico, una “road movie” (en este caso más bien habría que decir “railway movie”) que narra un episodio de la educación sentimental de un joven ingenuo cuyo viaje de vuelta a casa sufre un desvío… ¿os acordáis del volcán islandés cuyas cenizas interrumpieron el tránsito aéreo europeo durante unos días de 2010?

La película transcurre en ese pasado inmediato, pero tiene un aire intemporal. En realidad su tiempo es el de la juventud, el “tiempo de los regalos” según el viajero inglés Patrick Leigh Fermor; la edad en que uno aún no está completamente atrapado por sus obligaciones y puede desviarse del camino recto. El desvío del protagonista, Álvaro (Jorge Ferrer) lo pone en el camino de Berta (a la que su nombre une con la protagonista de la primera película de Guerín; la interpreta admirablemente Astrid Menasanch), y hay una especie de declaración de principios en el hecho de que su relación se anude en torno a un libro: Dickens y su entrañable Mr. Picwick.

Una novela es una forma de viaje; como en los desplazamientos físicos, sucede con algunas que el deseo de llegar al final se contrapone con el deseo de que el placer de su lectura no termine nunca.

La inspiración de Pablo Llorca es novelesca, pero no en el sentido de la estilización y la retórica; no pretende imágenes bellas sino significativas, en las que vibre el pálpito de la emoción. Algo sucede en el momento en que el anciano Michele (Luis Miguel Cintra) recibe con un beso a la joven Berta, y la cámara está ahí para captarlo; después, mientras escuchamos el diálogo de ambos en la terraza, la cámara se aleja de ellos y nos muestra las fotos de la juventud de Luis Miguel Cintra.

“Días color naranja” es como una postal enviada desde una isla situada a mitad de camino entre la realidad y el sueño; como dice Berta, no tiene espacio para mucho, pero sí permite decir lo esencial.

Según el director, el título de la película procede de un poema de Louis Aragon dedicado a la muerte de García Lorca, que Jean Ferrat convirtió en canción:

Un día llegará no obstante, un día color de naranja
Un día de palma, un día de hojas en el frente
Un día de hombros desnudos en que las personas se amarán
Un día como un pájaro sobre la rama más alta
el pastor de la polvorosa
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10
16 de octubre de 2016
11 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Rodada entre “Robinson Crusoe” y “El ángel exterminador” (cuyo título inicial era “Los náufragos de la calle Providencia”), “La joven” puede adscribirse al género que fundó la célebre novela de Defoe. La isla en que transcurre la acción es un territorio intermedio entre la realidad y el mito, una especie de modelo a escala reducida de la sociedad humana, de sus relaciones de atracción, miedo y poder, plantado en medio de la naturaleza; al mismo tiempo, la isla es una negación de la idea de paraíso, desde su mismo umbral en el que aparece inscrita la ley como amenaza.

Respecto a “Robinson Crusoe”, “La joven” añade una dimensión adicional de complejidad mediante la incorporación de un personaje femenino: una Eva adolescente (Evvie, Key Meersman) que reparte manzanas tanto a Viernes (el negro fugitivo Traver, interpretado por Bernie Hamilton) como a Robinson (Miller, el guardián de la reserva, un Zachary Scott diametralmente opuesto al protagonista de “The southerner”, de Renoir).

En un territorio que parece tomado de “El malvado Zaroff", Buñuel filma algunas de las imágenes más bellas de su obra, y esquiva toda tentación de cincelar una fábula humanista gracias a su infalible instinto, nutrido de humor poético, amor por la paradoja y total despreocupación por lo que Nietzsche llamaba “la moral del rebaño”.

Buñuel nunca cae en la candidez de hacer de sus personajes portavoces de ideas propias: filma siempre desde fuera, como a través de una ventana, sin tomar partido –pero en absoluto con indiferencia, como demuestra su fidelidad a algunas imágenes recurrentes: los pies y los muslos femeninos, y un peculiar bestiario –aquí perfectamente integrado en la trama.

Lejos de los interiores de la alta burguesía, de los sueños y cuchillos surrealistas, de las querencias literarias y las vidas de santos (con todas las comillas que se quieran) que jalonan su carrera variopinta, “La joven” es una película de casi diabólica inteligencia, en la que la gravedad de los temas (el racismo, la corrupción de la inocencia) no da pie a discursos morales sino a un relato absorbente de desarrollo imprevisible. Buñuel observa los comportamientos de sus criaturas con una claridad insuperable –pero esa claridad no anula las ambigüedades y contradicciones de lo real, y conduce a un desenlace desconcertante, que cada espectador debe resolver por su cuenta.

https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/
el pastor de la polvorosa
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