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España España · Pamplona
Críticas de Asier Gil
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Críticas 85
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
3
24 de febrero de 2020
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La traición es sangrante. Pero buena culpa de dejarse engañar la tendrá el espectador que acuda a ver 'Caza al asesino'. Porque Pierre Morel ya lo dejó claro con Liam Neeson en 'Venganza' y John Travolta en 'Desde París con amor'. ¿Acaso se pensaba Sean Penn que sus dos Óscar le iban a salvar de la quema? Quizá creyó que participando en el guion podría resaltar la denuncia a las grandes multinacionales que expolian los recursos naturales de África mientras dinamitan su estructura social. A lo mejor lo convencieron las ínfulas de 'thriller' político, pese a que estas se diluyen entre disparos y cuellos rotos. ¿Y el histrionismo de Bardem? ¿Y esa trama romántica abandonada a su suerte por recrearse en más tiros y peleas? Hollywood impone su ley para escribir en renglones bien definidos una máxima inquebrantable: la acción da dinero. Suficiente premisa para Morel, que la ejecuta con discutible maestría y se olvida de todo lo demás, ya que las palomitas harán el resto. Pero el cineasta francés se ensaña con el público a través de un final digno de esas películas de serie B que se ríen de ellas mismas. Aunque aquí vaya en serio. Tan en serio que prende fuego a las fortalezas que pudiera albergar la cinta y a esos primeros compases de filme comprometido, argumento sólido, intriga interesante, cine diferente... Cómo no sentirse traicionado.
En el Congo, un grupo de paramilitares protege el trabajo de las ONG ocultando que, al mismo tiempo, recibe contratos de empresas para asesinar a líderes que frenan su enriquecimiento. Tras una misión, uno de sus tiradores deberá abandonar el continente y a su novia, pero, años después, su pasado lo perseguirá para ajustar cuentas.
El director de 'Distrito 13' trata de convertir a Penn en el nuevo Neeson siguiendo a rajatabla el manual del género. Olvida por completo que se basó en una novela de Jean-Patrick Manchette y que cuenta con un trío de actores extraordinario para deleitarse a sí mismo con lo que mejor sabe hacer: rodar escenas de acción con un montaje acelerado y una alarmante capacidad de despreciar el desarrollo de personajes. A la vez, tortura la profundidad de la historia al convertirla en un mero apunte circunstancial con el que encuadrar los tiroteos en un tiempo y lugar. Aporta un par de secuencias magnéticas y lleva el ritmo con acierto, pero, a medida que pasan los minutos, queda patente que las páginas del guion solo se utilizaron para limpiar la sangre de los rostros de los protagonistas. Y el clímax en la Monumental de Barcelona reclama que algún dios griego le inflija una de esas condenas eternas. La trama ya se había desecho en pedazos llegado ese momento, pero semejante insulto a la inteligencia del espectador reclama venganza.
En el reparto, Sean Penn juega con una intensidad de la que no goza el tipo al que encarna, aunque su trabajo sea lo único rescatable del cúmulo de despropósitos. El más clamoroso es haber dado alas a las exageraciones de un Bardem que pide a gritos que alguien lo serene. Por su parte, Jasmine Trinca no sabe muy bien qué hacer con su personaje -no es enteramente su culpa, porque el libreto la maltrata- y el talento de Idris Elba apenas se emplea para un cameo. Todos estos sinsentidos destierran las premisas que había generado el inicio del filme y lo lastran de tal modo que incluso le impiden alcanzar los estándares mínimos de calidad exigibles para una película de acción.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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9
24 de febrero de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Habrá algunos de ustedes que crecieron junto al calor de consignas como “¡Dos hombres entran, uno sale!”, de vidas bombeadas con litros de gasolina, de caminos en el desierto que separaban el seguir respirando de la nada más absoluta, de la velocidad en vena, de películas de serie B que se convertían en filmes de culto. Sepan que George Miller ha regresado. Por mucho que él mismo dijera que el cerdito Babe o que su pingüino de animación eran también Mad Max, no lo crean. Solo Mad Max es Mad Max. Suciedad, polvo, sangre, fuel, una persecución que dura dos horas... Como si quiere durar dos años. Si el australiano necesitó tres décadas para certificar su ascenso a los altares, que Dios lo bendiga. Mad Max era esto: recuperar una saga cerrada en horas bajas con una deriva infantil y propinar un empujón a quienes, como Michael Bay o los subordinados de Marvel, confían a un ordenador el trabajo de un hombre y pervierten el término entretenimiento. Cuando la imagen se funde a negro y el corazón se resiste a acallar el rugido de 15.000 revoluciones por minuto, no se puede más que admitir que lo ha conseguido. Y darle las gracias.
El planeta continúa inmerso en una sociedad apocalíptica en la que el combustible y el agua escasean tanto como los héroes. Max Rockatansky nunca fue uno de ellos, aunque ayudara a tipos perdidos en la inmensidad del desierto movido por un ánimo de venganza contra aquellos que asesinaron a su mujer y a su hijo. En esta ocasión, tras caer preso de un dictador y convertirse en una bolsa de sangre para uno de sus soldados, se verá inmerso en la huida de un grupo de mujeres hastiadas de proporcionar más varones al séquito del tirano.
Miller recupera las mejores sensaciones de su trilogía para filmar una obra maestra de la acción pura y dura. Durante 120 minutos, un camión se encaminará al infinito perseguido por un sinfín de vehículos grotescos que irán explotando para dejar ese reguero de carne quemada tan característico. Gracias a un arduo trabajo de montaje, la velocidad traspasa la pantalla sin que el espectador pierda la paciencia ante un ruido sin sentido. El caos presenta aquí una coreografía perfecta. Un baile de muerte y destrucción con pasos medidos para capturar el aliento sin menospreciar la mente. El cineasta septuagenario se sirve de recursos de las anteriores entregas, como los accidentes estrepitosos o la aceleración de imágenes -que usa en exceso- para dotar a las secuencias de un ritmo endiablado. No hay apenas diálogos, porque en una persecución lo importante se dice encañonando a algún desalmado o a golpe de volante, pero el director emplea los tiempos de transición para reflexionar sobre la redención en un mundo que dejó el perdón olvidado en el arcén de una carretera perdida.
Mejor dejarlo claro: Tom Hardy no es Mel Gibson. Su voz grave y profunda engrandece el espíritu solitario de Mad Max y sus miradas lo colman de indolencia y desesperanza, pero el carisma no viene atado a una chaqueta de cuero. Además, se dejó robar el protagonismo por una Charlize Theron colosal que, auspiciada por un desarrollo mayor de su personaje, se erige como el principal reclamo de una trama simple dentro de una puesta en escena efectista, la verdadera esencia del género. Ojalá todas las sagas renacieran así y más directores alcanzaran el valhalla, el cielo, el paraíso o el gozo sublime dentro de una sala de cine.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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8
24 de febrero de 2020
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nada hay como un descampado frente a torres de pisos minúsculos para sentir el aroma de los olvidados, de aquellos que quieren levantarse para respirar, pero se encuentran encajonados en un mundo que los usa como mano de obra barata. Resulta sencillo enfatizar sus miedos y sus miserias en una suerte de poesía mordiente con la que llamar la atención, pero la cámara de Daniel Guzmán carece de un estilo recargado y rehúsa esa munición de cine social que golpea la conciencia del espectador. Sin imposturas, sin crítica, sin filmar imágenes que embelesen y diálogos que haya que desmenuzar durante horas. 'A cambio de nada' es una historia realista plasmada con una enorme naturalidad y, pese a sufrir el lastre de no desprenderse de ciertos tópicos, impacta como solo puede hacerlo la vida misma.
Dos adolescentes con alma de barrio y una amistad de titanio habitarán un verano que cambiará su existencia. Uno de ellos, el más rebelde, huirá de un hogar roto en el que sus padres lo utilizan como arma arrojadiza, y acabará auxiliado por una anciana que recoge muebles viejos con un motocarro. Las ansias de libertad e independencia se enfangarán con el barro de los extrarradios, y su periplo terminará en comisaría, cuando la realidad le imponga a base de bofetadas dónde están los límites para un joven sin futuro.
Después de muchos años tratando de sacar a la luz un filme con tintes autobiográficos, Guzmán salió por la puerta grande del pasado Festival de Málaga gracias a una apuesta sin pretensiones. Su debut en los largometrajes ha descubierto para el cine español una mirada limpia, no del todo ávida de frescura -el argumento no aporta novedad alguna-, pero sí poseedora de una naturalidad aplastante. Su narrativa y estilo visual desechan el gusto por lucirse de muchos directores, que desean imprimir su sello en cada secuencia, y dejan en la boca el regusto de quien solo busca contar una historia. Y contarla tal y como es. Y contarla bien. Sin embargo, no se trata de una cinta completa, ya que presenta aspectos que limar, como el uso de clichés -sobre todo, en la relación de los progenitores- y la decisión de no sentenciar algunas de las subtramas. Pero la construcción de los dos protagonistas y de su relación sorprende por su veracidad y por no emplearlos para asestar denuncias sociales. Así, sin la poesía y los ánimos de mancharse en la suciedad de cineastas como Fernando León de Aranoa o Alberto Rodríguez, aparece un director que borda los diálogos y maneja con presteza el ritmo de un drama que se sirve de la comedia para llorar riendo.
Por si fuera poco, su órdago al enfrentar en el reparto a actores consagrados con rostros vírgenes dio unos frutos casi inmejorables. Por un lado, Luis Tosar da una clase magistral de cómo ganarse a la cámara con tan solo dos breves escenas, mientras que Miguel Herrán y Antonio Bachiller -enorme este último- encandilan con su complicidad y una trabajada capacidad para ser ellos mismos, por mucho que en el guion ponga otros nombres. A Herrán le faltan tablas cuando la emotividad debe campar a sus anchas en su rostro, pero se muestra ágil en la furia adolescente que impide ver con claridad hacia dónde estás corriendo hasta que ya te has chocado con el muro. Un inicio prometedor, al igual que el del propio Guzmán, del que se espera que siga contando más historias.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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4
24 de febrero de 2020
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Los aficionados a los superhéroes y los seguidores a ultranza de Marvel están de enhorabuena. Para el resto de la humanidad, que, a juzgar por las cifras mareantes de recaudación, no debemos de ser muchos, 'Vengadores: la era de Ultrón' supone una nueva prueba de que un ordenador no sabe hacer cine. Domina producir 'blockbusters' en cadena, mientras que el gestor de todo ello, Joss Whedon, continúa emperrado en que, ante una persona que entra a una sala de cine, la única meta es entretenerlo durante dos horas. Como si aquel que viaja a Macondo lo hiciera solamente a pasar la tarde.
En este principio del ocaso de la fase dos del universo de Marvel, los Vengadores se enfrentan a Ultrón, una inteligencia artificial cuyo único deseo es exterminar a la raza humana. Básicamente, porque sí. No obstante, y pese a ser un villano casi omnipotente, el mayor rival de los protagonistas será su desunión, el riesgo de rivalizar entre ellos por ver quién tiene los músculos más hipertrofiados y cuál es el mejor camino para garantizar la paz y la seguridad del planeta. Además, aparecerán nuevos personajes para forjar alianzas inverosímiles en pos de igualar las fuerzas y regalar al espectador un clímax final que prohíba el parpadeo.
Whedon ya deja claro en los primeros minutos qué es lo que busca con esta continuación de una de las películas más taquilleras de la historia. La palabra clave es continuación. A través de un espectacular plano secuencia, se recrea en cada uno de los miembros del grupo -demostrando el daño que puede hacer al séptimo arte la ralentización de imágenes- para acabar en una 'splash page' de inmensa plasticidad y síntesis de lo que espera al público. La fórmula es calcada a la de las demás cintas de la saga, aunque se introducen aspectos que hacen más llevadero el visionado para aquellos que despreciamos a los superhéroes. Los combates imposibles, explosiones ensordecedoras, humor burdo, sobredosis de carisma, tramas ridículas, adoración preocupante por los efectos especiales... todo sigue patente y se multiplica para hacer aún más grande esta segunda parte. Sin embargo, Whedon pretendió mostrar algo más de amor hacia sus personajes tejiendo breves historias individuales con las que profundizar en ellos. Sería ingenuo afirmar que lo consigue, ya que son arquetípicas y simplonas, pero constituye un paso en la buena dirección. La tímida inclusión de debates filosóficos tampoco logra elevar la calidad del filme, centrado sobremanera en la acción superflua y aparatosa.
En el interminable reparto de estrellas que reúne el talonario de Marvel, Jeremy Renner y Mark Ruffalo destacan con luz propia, quizá porque el director priorizó sus respectivas subtramas. Pero todos saben muy bien qué papel juegan. Lo tienen tan claro como que el trabajo de posproducción será el que modele las mayores secuencias del largometraje y que su función se limita a recurrir al refranero popular para lanzar la chispa de humor o el eje de solemnidad que requiera ese instante fugaz entre estruendos, tiroteos y golpes. El diseño por ordenador hará el resto, relegando la trascendencia de un Whedon que ya demostró tener la osadía necesaria para imprimir su estilo en una adaptación de Shakespeare, pero que aquí vuelve a manifestar que prefiere plegarse ante esa parte de la humanidad cada vez más numerosa.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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7
24 de febrero de 2020
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Paula tiene 16 años y su mundo la aprisiona. Se siente confortada por los suyos, pero sus obligaciones la abruman y no le permiten levantar la mirada. Y ella lo sabe. Por eso quiere escapar, aunque le apena dejar a su familia sin su nexo con la realidad. Desea volar y, para ello, necesita librarse de todas las cargas. El dilema estalla precisamente en un sueño que sus padres y su hermano son incapaces de compartir. Un conflicto mayor para una comedia familiar fabricada con los tintes adecuados para llenar las salas: una historia de superación de una joven provista de una naturalidad arrolladora, secuencias con carga emocional, un ritmo narrativo acelerado por personajes histriónicos y una compilación musical de temas que, al igual que la película, aúnan sentido comercial y artístico. Todo ello mezclado con una argamasa denominada sello de autor que cristaliza en una escena final con una Paula liberada, corriendo hacia lo desconocido y retratada en una foto fija con la misma sensación de libertad e incertidumbre que experimentó el niño Antoine Doinel tras devorar la playa huyendo del reformatorio.
'La familia Bélier' introduce al espectador en una granja de la campiña francesa, en la que tres de los miembros del clan son sordomudos. La hija ejerce de traductora y de enlace con su entorno, y sus labores pasan desde comprar alimentos para los animales o vender quesos, hasta convertirse en intérprete en la consulta del ginecólogo. Por un capricho del destino, acaba en una clase de canto, en la que su profesor descubre el innegable don que atesora su garganta. Una cualidad que puede abrirle las puertas de una carrera musical en París.
El director Eric Lartigau exprime en su quinto largometraje la caracterización de los personajes. Debido a su invalidez, todos expresan lo que piensan sin rodeos ni delicadezas, incrementando la comicidad de las situaciones. Los progenitores figuran en la mayoría de los gags, por lo que sus gestos siempre son exagerados y escoden un puñal detrás de cada diálogo. Pese a la obligación de mostrar en pantalla el uso del lenguaje de signos y que el público sea consciente de lo que se está diciendo a través de subtítulos, el realizador francés esquiva la desgana yendo al grano con facilidad. Se muestra seguro en la trama principal, sabiendo cuándo acelerar y en qué instantes detener la cámara para subrayar la profundidad emocional de las escenas, pero fracasa en las historias paralelas, en ocasiones demasiado elaboradas y, en otras, completamente nimias e intrascendentes. Además de lograr una perfecta empatía con los éxitos y fracasos de la protagonista, uno de los dos mayores aciertos de Lartigau fue contar con el repertorio musical de Michel Sardou, un cantante francés muy popular en el país vecino y cuya canción 'Je vole' encaja en el filme como si hubiera sido escrita para él.
El otro gran reconocimiento que se le debe dar es haber descubierto a Louane Emera, una joven que despuntó en el programa televisivo 'La Voz' y que, en su debut en el cine, encandila con una espontaneidad innata y una increíble habilidad para atrapar las miradas. De hecho, su trabajo fue merecedor del César a la mejor actriz revelación. Gracias a la inocencia que aporta, la cinta conmueve muchísimo más y llega al clímax con un empaque sólido, sin las fisuras que una comedia banal podría haberle causado y que, en este caso, suponen solo antojos en la piel de una película interesante.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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