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España España · Honor al Sabadell!
Críticas de Grandine
Críticas 1.255
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
10 de febrero de 2018
30 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Disney World, Florida. Resorts de lujo, grandes atracciones, espectáculos noche y día… un paraíso que nos transporta a un imaginario fantástico instaurado ante la más patente de las miserias. The Magic Castle, Futureland… moteles-cuchitril de los que huyen brasileños en busca de un lugar donde celebrar su luna de miel para cobijarse en el lujo, paredes pintadas de morado, una historia en cada habitación —al que siempre viene a buscar la policía, a la que está casada con Dios…—, y las mínimas circunstancias para poder salir adelante ya sea en condiciones, o no. Dos universos tan cercanos, pero al mismo tiempo tan lejanos que, paradójicamente, Sean Baker no confronta en ningún momento. Un hecho, huir de esa confrontación, que sin embargo el autor de Tangerine contrasta al situar a sus personajes cerca de un complejo turístico cuya presencia se sugiere en todo momento, exponiendo de ese modo un contexto muy distinto: de la fantasía fomentada por un lugar quimérico e inalcanzable hecho realidad, a la imaginación y el dejar fluir la propia esencia como si de un mecanismo de escape se tratase.

Es así como a partir de situaciones mínimas, inalterables para el devenir de sus protagonistas —dar la bienvenida a los ‹freshies› en el Futureland, importunar al gerente de cualquier modo… hacer y deshacer sin responsabilidad alguna, en definitiva—, Baker fomenta un microcosmos complementado por ese ambiente kitsch y colorista que les rodea. Las ruinas —ya no sólo esos moteles dominados por lo estridente de sus colores, también esos complejos abandonados que sirven como cobijo para drogadictos— que bordean Disney World, anidando cerca del lujo, mutan en torno a una óptica genuina e inocente: la de Moonee y sus compañeros de fatigas, que exploran cada rincón habido y por haber, y amoldan sus características a un parque de recreo donde ellos parecen tener el control absoluto, por más que en alguna ocasión se les escape de las manos. El cineasta reformula de este modo todos y cada uno de los espacios donde se mueven, y esas “ruinas” dejan de serlo para acontecer una suerte de extensión vívida de la perspectiva que sostienen los dos protagonistas, como si el drama que les rodea —el clima viciado en el que policías, peleas callejeras e incluso pederastas se dan cita— no importase lo más mínimo y, conscientes de ello o no, todo formase parte de un proceso liberador.

Sean Baker logra escindir de tal modo el entorno de la realidad, abordando a través de ese tono atenuante un carácter social que no condiciona a sus personajes en apariencia, por más que en el fondo sepamos que su circunstancia es otra. The Florida Project se aleja de la miseria que debería reflejar un marco como el que se nos presenta, minimizando su efecto hasta que sólo queda la desacomplejada e incontrolada mirada de Moonee, mitigando un conflicto que en realidad no existe. Y es que, como ya sucedía en sus anteriores trabajos —como en Starlet, donde sorteaba con acierto ese choque dramático que se podría haber producido en su conclusión—, el de Nueva Jersey vuelve a jerarquizar la importancia de lo liviano, impulsando así la búsqueda de una humanidad más cercana, en pos de un contexto que, sin dejar de ser una herramienta mediante la cual dar voz a esas situaciones desfavorables, nunca consigue ganar terreno a sus personajes, tan independientes como presos de una coyuntura ineludible al fin y al cabo.

Toda esa composición, dotada de unas capacidades escénicas tan coherentes como particulares y guiada por esa apreciación del sentido dramático que lo logra desposeer de todo su peso, se ve reforzada por un elenco que rebasa sus propios lindes para conectar a la perfección con el microcosmos descrito. Baker se confirma pues como un gran director de actores, algo no únicamente reflejado en interpretaciones como las de una Brooklynn Prince que, pese a su edad, se come la pantalla a bocados, o un Willem Dafoe que revela tanto una autoridad como una ternura encomiables, también en una química que logra imbuir a cada nueva secuencia un extraño magnetismo; como si el buen ambiente que se deduce del rodaje —la complicidad entre Dafoe y Bria Vinaite parece delatarlo— fuese capaz de contagiarse al propio espectador. The Florida Project es, en ese aspecto, un film que delata pasión y mimo, una complicidad que es difícil ver en pantalla y que Sean Baker ha transformado en un milagro, en un escenario rebosante de autenticidad donde tan fácil es reír como llorar, o incluso palpitar con una maravillosa conclusión que deviene consecuente extensión de su imperecedero universo.


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Grandine
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7
30 de octubre de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si hubiese que hallar un lugar o definición en el que encajar una película del tamaño de Survive Style 5+, resultaría casi imposible: hay que verla. Y es que en su ópera prima Gen Sekiguchi logra algo mayúsculo y al alcance de pocos, precisamente eso, que no haya lugar. Que el tópico, lo manido y la indiferencia salten por los aires. Para ello no fuerza el nipón una radicalidad impostada, ni se abona al morbo gratuito o a ese todo por el todo al que ya demasiados cineastas nos están malacostumbrando en los últimos tiempos. Sekiguchi parece saber a la perfección cual es su terreno, cuales son las virtudes y defectos del medio que lo ha formado como cineasta —anteriormente había dirigido algunos spots televisivos—, y hacia donde debe dirigirlos para que Survive Style 5+ surta efecto, para que no quede en agua de borrajas y todos y cada uno de sus puntos cardinales converjan creando una obra que va más allá de la singularidad de su contexto, traza una línea entre lo imprevisible y el delirio más puro, y la desdibuja constantemente desconcertando al espectador, que no sabe con exactitud qué vendrá a continuación. Sí, es cierto, todo está encerrado bajo un halo de marcianidad propia y reconocible una vez el film ha desentrañado del todo su tono, sus formas —proceso harto costoso también—, pero el caos insumiso con el que salpica Sekiguchi su obra es lo que la mantiene en vilo, a la mismísima obra y al espectador, claro, desconocedores ambos de cual será el próximo paso. No es, pues, que en ella haya una inconexión narrativa o un abandono de tramas desaliñado, es que forma parte de su misma esencia: avanzar y comprenderse, expandiéndose hasta el punto de continuar otorgando cabos ante los que hacer progresar este gran monumento al absurdo, afianzándose en una mesura que no parece tal por su vertiente más excéntrica, pero que se comprende con la aparición de los títulos de crédito como una parte insondable del trabajo del aquí debutante.

Es ese motivo uno de los que hacen de Survive Style 5+ una obra difícil, esquiva e incomprensible durante casi todo el tiempo, y es ese el motivo por el que uno puede sentirse fascinado por su naturaleza, por ese carácter inesperadamente subversivo, sorprendido por sus formas, por el amplio e incansable abanico de un cineasta sin complejos, desconcertado por el devenir de un relato quebradizo, huidizo y hasta inalcanzable, o directamente irritado y molesto por las hechuras de una obra que aparentemente no lleva a nada… ¿o si?

No es que con ello el film de Sekiguchi se gane la vitola de trabajo controvertido ni mucho menos, y es que si algo tiene claro el autor es que sus intenciones distan de hallar un punto de ruptura a través del cual conseguir entablar un debate, incluso de encontrar un espectador tipo capaz de apreciar su obra y, por ende, ensalzarla. No hay, o no se percibe en su sustrato intenciones nocivas para la condición de la obra y sus cualidades: o la amas sin remisión, o te quedas fuera. Algo que sería una obviedad descomunal, pero ante el trabajo de Sekiguchi alcanza otra dimensión por como comprende un film dirigido para ser entendido en toda su magnitud, sin que despiezarlo o analizarlo sirva de nada. Pues es tal la libertad creativa que sostiene en Survive Style 5+, que uno puede llegar perfectamente a su ecuador sin llegar a atisbar su potencial o capacidades. Sí, es cierto, se puede realizar un juicio pormenorizado acerca de sus formas —si son idóneas, si tienen razón de ser, etc…— e incluso su anárquica estructura o la composición de unos personajes que en ocasiones no parecen llegar ni a meros bosquejos, pero todo será en balde hasta que los títulos de crédito y, con ellos, su esencia, se manifiesten por completo.

Con Survive Style 5+ nos encontramos antre un film impenetrable: nos gusta, pero no sabemos exactamente qué nos atrae del conjunto, si su inusitada rareza, si la incansable repetición de unos códigos que de modo inconsciente nos van conectando con sus personajes, si el vínculo tan fascinante como absurdo que sostiene ese relato coral, o incluso si un sentido de la percepción arrollador, tan capaz de transportarnos a la sencilla y (a priori) costumbrista estampa de una familia desnortada por la nueva condición del patriarca como al inaudito periplo de un asesino a sueldo profesional anclado a una inescrutable pregunta que no admite interpelaciones de ningún tipo. Un gesto, el de no admitir réplica, que Sekiguchi focaliza sobre ese personaje interpretado por un maravilloso Vinnie Jones, y a su vez sobre el sentido intrínseco de un ejercicio en el que quizá ni siquiera exista sentido alguno, pero al que la falta de complejos, una transparente voluntad y ese exquisito gusto por una extravagancia fuera de sí conceden una autonomía que sin el lenguaje del japonés jamás llegaría tan lejos. Algo así como preguntarle al individuo más cercano «What’s Your Function in Life?», encerrarte en una burbuja y, si no entra, él se lo pierde.
Grandine
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7
14 de septiembre de 2017
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La Navidad, ese tiempo propicio para reunirse con los seres más queridos, celebrar e incluso dar rienda suelta a esa vena más festiva cuando uno se queda como Culkin en aquella donde se las tenía que ver con Joe Pesci y su destartalado compañero… sí, Sólo en casa. Sin embargo, a los australianos parece que desde la recuperación de sensaciones pasadas ya todo les da igual, y ni las fiestas de graduación son lo que eran (véase The Loved Ones), ni las empresas familiares tampoco (lo “sugerían” los Cairnes en su 100 Bloody Acress), ni mucho menos la llegada a un país que parece de todo menos apacible.

Safe Neighborhood, como no podría ser de otro modo, se acoge a esa máxima: nada que pudiera ser objeto de celebración en un pasado, lo será ahora. Y así es como un primerizo Chris Peckover —hasta ahora, sólo el mockumentary había probado sus artes en Undocumented— instaura un tono de lo más naíf en lo que se presenta como un viaje esperado, incluso previsible, para terminar resultando una de esas macabras carcajadas donde las expectativas saltan por los aires y la expresión ‹blow your mind› alcanza todo su sentido. De ese tono, precisamente, uno parece estipular que Safe Neighborhood no va a transgredir más allá de las barreras del inocente jugueteo, en especial atendiendo a los deseos del protagonista del film, un pequeño fanfarrón cuyas aspiraciones ni siquiera parecen reales, en especial a juzgar por un comportamiento a raíz del cual se sugiere el capricho como principal estímulo.

Peckover, atento en todo momento al material que maneja, sabe tanto manipular ese tono a través de una puesta en escena prácticamente impropia de un film de género —cursi, apastelada e incluso coqueta— y de unas relaciones establecidas como lo que son —la impronta de dos críos que apenas levantan medio metro del suelo y hacen de un gamberrismo inocente su (p)articular arma—, como asir un montaje dinámico y acompasado, objeto central de que el film no solamente no se desmorone por su extraña concepción del género, además sea capaz de mantener en vilo al espectador, consciente de una atípica tensión que administran los pocos y certeros golpes que el cineasta sabe asestar durante el inicio del film.

Irremediablemente enganchado gracias al pulso narrativo y la perspicacia de Peckover administrando todos y cada uno de los recursos que tiene entre manos para que la cinta no se hunda como previsiblemente podría suceder, Safe Neighborhood empieza a tomar entonces decisiones importantes y, lo mejor de todo, lo hace sin comprometer por un minuto el tono tan meticulosamente construido por el australiano. Lo fácil (e imprudente), dar paso al verdadero eje central del film —y admitiendo que lo visto con anterioridad no ha sido sino una argucia— a través de un último tercio desbocado, es aquello que evita Peckover con la mayor de las atenciones: a partir de ese instante, todos y cada uno de los movimientos del cineasta parecen milimetrados para que Safe Neighborhood surta el efecto necesario. Humor (muy) negro, sorpresa que se percibe con una extrañez fascinante y una modulación de carácter impecable, que no le lleva a uno a cuestionarse cual es el quid de la cuestión, sino simplemente a disfrutar del mismo modo que intuye lo están haciendo los responsables del film en cuestión, son los ingredientes de uno de esos ejercicios que se termina celebrando casi como aquello que el autor quería negar a sus personajes, pero que al fin y al cabo ellos —desde sus adentros— también festejan: una pura y genial aclamación del género.


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Grandine
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5
6 de junio de 2017
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
En apenas unos años, el cine de terror ha pasado en parte a ser un espejo fugaz —aunque en ocasiones haya logrado persistir— de aquel celuloide que todavía nos mantiene ensimismados por años y décadas que pasen. La referencia se impone así como un tótem de singular valor: de ser un elemento translúcido, en muy pocas ocasiones transparente, a polarizar la obra llevándola de un extremo a otro sin que esa sea, en muchas ocasiones, la intención primigenia de su autor. En ese contexto, The Void busca, como tantas otras, el reflejo a través del cual enarbolar un cine donde la referencia funcione como una máxima aunque en ella haya una búsqueda de códigos y elementos a partir de los que amoldar esa particular reverberación a un terreno que no se sienta tan ajeno como uno podría pensar en un principio de la cinta de Kostanski y Gillespie.

Esa referencia aparece así más como un destello intermitente de la memoria cinematográfica y de todas las fijaciones forjadas durante años tras un género que crea adicción, que como un intento por apropiarse de lo ajeno en la exploración de una senda que permita indagar en ese espacio como forma de reconstrucción de un universo (im)propio. Es en ese ámbito donde The Void adquiere entidad, más allá de su intento por encontrar una iconografía personal a través de la imagen o de incluso intentar hallar soluciones argumentales en un campo que quizá no requería tal esfuerzo y hubiese jugado mejor sus bazas recurriendo precisamente a aquello tan llano y sencillo como lo que clamaría una serie B de género: minimizar sus objetivos y encontrar en el recreo personal un motivo con el que afianzar las sensaciones de un espectador siempre más predispuesto a disfrutar que otra cosa ante un ejercicio de las características de esta The Void.

El encierro, y su circunstancia, nos traslada a un universo de reminiscencias setenteras —donde Carpenter, centralmente (aunque no de forma única), se escenifica a través de sus parajes tanto descriptivos como visuales— que no busca sino transmitir esa devoción por una época pretérita a la que dirigirse, más que con encanto, con una admiración siempre implícita en la cinta de Kostanski y Gillespie. Y lo cierto es que ambos cineastas lo logran en primera instancia más con muestras de talento esporádico —esa secuencia tan bien concebida y armada en la entrada del hospital, donde se desata definitivamente el germen del film— y con una sugerente puesta en escena a través de aquello que quizá cabría esperar: el referente como exposición —y por ende, valor— central de un ejercicio destinado precisamente a rescatar ese concepto y recrearse en torno a él.

The Void se sostiene de este modo en un entorno donde la serie B funciona como eje desprejuiciado en la búsqueda de un carácter propio a través del cual retozar sobre las constantes del género no sea sino un juego, más que sugerente, derivado de su propia idiosincrasia, pero pierde en un terreno donde parece querer aspirar a algo más, y es en ese aspecto donde la cinta urdida por el tándem canadiense deja atrás una efervescencia lograda gracias a unos códigos que no basta con saber (re)interpretar, además se deben manejar con una suficiencia mostrada por Gillespie y Kostanski, aunque en suma el sabor sea de ocasión desperdiciada, de logro no adquirido en un ámbito que, reconozcámoslo, pocos cineastas manejan como para alcanzar cotas mayores. The Void lo logra durante un punto de su recorrido, y al final uno se queda con esa eficiencia al saber recrearse en un medio donde, por un motivo o por otro, nunca ha sido fácil moverse, y menos en pleno s. XXI.


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7
2 de junio de 2017
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Three no es un thriller. Una afirmación tan obvia y baladí quizá sería prescindible, incluso insignificante, en otro contexto, pero lo cierto es que la carrera de Johnnie To ha llegado a un punto en el cual el propio género que ha abundado —que no jerarquizado ni mucho menos— en su carrera parece haberse vuelto un sujeto fundamental, cuando poco a poco no ha ido sino deviniendo en accesorio, en pura herramienta. Si años atrás podíamos hablar de To como uno de los grandes cineastas afincados en una categoría instaurada como (parte de la) esencia de una cinematografía —la del cine made in Hong Kong, donde desde los 80 nombres capitales como los de John Woo, Ringo Lam o Tsui Hark implantaron un sello propio—, hoy por hoy, y a través de ejercicios de lo más personales —como esa digresión noir partiendo del terreno psicológico en Mad Detective, su particular visión de la crisis económica en Life Without Principle, o el thriller desarmado por el esperpento en la magistral Blind Detective—, se podría hablar del hongkonés como uno de los principales reformuladores del género sin necesidad de conferirle ese rol primordial que sí tuvo en el pasado. Una nueva relación que se erige en Three como uno de los pilares centrales de un film al que no acomplejan sus (presuntos) mimbres: los reinterpreta, modula e incluso revienta en un extraño escenario —otro de tantos para el bueno de To, en esta ocasión un hospital— que bien podría servir para armar otro de sus sorprendentes ejercicios de estilo —que, finalmente llega, aunque no como cabría esperar—, pero termina por ejercer como epicentro de algo más, un extravagante drama amparado por esos ramalazos de impertinente comedia que el cineasta no ha dudado en emplear siempre que le ha sido posible.

La mirada omnipresente de ese personaje femenino surgido a través de la particular crisis de la doctora del centro hospitalario donde se desarrolla la acción no resulta casual, pues precisamente esa situación vivida será uno de los termómetros neurálgicos de Three. El vaivén de esa crónica en más de un momento insostenible —como no podría ser de otro modo, en esos juegos a los que nos viene acostumbrando To—, no es sino un claro foco del lugar al que se dirige el cineasta con su film, y ello se contempla no a través de la disposición o construcción de sus personajes, lo hace mediante el reflejo genérico que constituyen cada uno de ellos, interpelando y configurando nuevas vías en un trabajo donde las deducciones surgen por el papel tomado por los distintos géneros que se deslizan bajo Three: desde el soslayado drama de esa ya mencionada doctora, hasta el thriller desmantelado por mano de su propio autor, pasando incluso por esos ramalazos de humor mutado para la ocasión.

Para ello, no sólo resulta vital esa mixtura que el responsable de títulos como Election viene acentuando de un tiempo a este punto, también la disposición de unos espacios que cada vez se antojan más ajenos, algo que ha dejado entrever incluso en escenas de lo más disparatadas —en Blind Detective, o aquel fabuloso culmen que nos regalaba en Exiled—. Quizá la concepción de esos espacios sea otra de las sendas para comprender la (des)articulación de un terreno que, pudiendo servir como cápsula para el cine de To, ha surtido el efecto contrario gracias a la perspicacia de un cineasta capaz de reinventarse, capaz de boicotear sus propios fundamentos —esas hipertrofiadas secuencias de acción de su último acto hablan por sí solas— si con ello surten recorridos alternativos mediante los que continuar explorando y detonando el thriller, desenredando una mirada romántica que cada vez tiene más sentido pero menos significancia. Porque aquello que podría devenir peligrosamente en reiteración, ha terminado dejando paso a un juego que quizá no complacerá a aquellos que quieran ver a Johnnie To en Johnnie To, pero sin lugar a dudas resulta tan sugerente y ataviado como sus mejores trabajos.


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