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España España · Vilagarcía Arousa
Críticas de María
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Críticas 17
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
25 de agosto de 2016
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hope Ann Greggory, joven (menos de lo que ella cree) adicta a la laca, deslenguada e irreverente. Eterna adolescente incapaz de asumir su existencia en minúsculas, de comprender que venir al mundo es inscribirse en el tiempo y aceptar sus normas antes de firmar el compromiso perpetuo, de procesar el fracaso con perspectiva constructiva o al menos con positivismo. Una mujer en constante desavenencia con su presente que malvive aferrada a sueños caducos, desconectada de su propia realidad y alejada de todo vínculo afectivo. Hope feliz en el autoengaño del derrotado. Especialista en huir a tiempos pasados, acaba sufriendo de futuro. Víctima temprana de las buenas intenciones y atenciones de un padre mal-educador se convierte inconsciente y automáticamente en verdugo de todo lo demás, cuando tras una lesión a una edad complicada para una gimnasta se ve obligada a poner fin a su prometedora carrera deportiva.
La Hope odiosa y La Hope ingenua conviven en el retrato que The Bronze hace de la villana neurótica, antipática y compulsiva a la que da vida una convincente Melissa Rauch (The Big Bang Theory) que además co-escribe el guión. Una Hope intolerante y cínica, anclada a costumbres adolescentes, decidida a mantener su rutina habitual enfundada en un chandal hortera, obsoleto y escaso de talla, capaz de provocarse orgasmos con el angustioso video del accidente que la engalanó al mismo tiempo con la medalla de heroína nacional y la corona de reina de las arpías... Hope maldiciendo su suerte en el desayuno, en la comida y en la cena, empeñada en joderle la fiesta a todo Cristo y a todo Juan. Presenciando cómo el mundo la olvida lentamente. Aferrada a un fantasma, pero reclamando presencia. Hope buscando culpables a los que perdonar la vida, culpables a los que hacérsela insoportable y culpables a los que chantajear emocionalmente. Hope inflexible, irritante, irritable y frustrada, egocéntrica y autodestructiva; solitaria, insolente e intratable, pero también frágil y desamparada ante un destino que no está exento de cierta ironía porque a menudo los vencidos desconocen que lo están.

Una Hope manipuladora que acaba reconociendo su sadismo, de la misma manera que la Inés imaginada por Sartre (también a él le acusaron de individualista, amoral y egoísta) en Huis Clos se supo maligna en el momento en que fue condenada a vivir eternamente bajo la inquisitiva mirada del otro. Ambas identifican al prójimo como su auténtico calvario -causante nefasto de esa sacudida que un mal día desplazó sus mundos- pero también como parte fundamental de sus correspondientes procesos de autorealización, tomando conciencia de que el ser humano precisa de un semejante para reconocerse a sí mismo ya que la auténtica esencia de las relaciones interpersonales está en el conflicto.
El infierno, decíamos, siempre son los otros.

Es también Hope, una Hope monologuista, la que acapara el conjunto de la narración generando cierto desorden y reiteración en el desarrollo de una historia con más intenciones aventajadas que resultados finales. La insistencia en el humor más mordaz a la hora de construir la tragicomedia (estupendísimos los primeros cinco minutos de la cinta) alejan la crónica desmaduradora de toda sutileza dramática, destemplando la ineludible moraleja encerrada en todo desenlace redentor.
No basta una selección de momentos comunes de lo mejor del género para entrar por la puerta grande en el olimpo de la comedia independiente. No basta acomodarse en la poquedad ni instalarse en la mirada complaciente. No basta una protagonista que domine con soltura la pantalla, el gesto patético del humor amargo y la aspereza del feísmo. Por supuesto no basta con un lenguaje cinematográfico fresco, espontáneo y coloquial. Tampoco con una desternillante secuencia sexual milimétricamente coreografiada y llena de acrobacias si la convertimos en un asunto muy serio, si se utiliza como representación jocosa de una caída en picado o si viene a cargarse la atmósfera misantrópica que tan buen color le estaba proporcionando. No basta. No es suficiente. No lo es en absoluto.

La ópera prima del debutante Bryan Buckley, reconocido director de publicidad hasta The Bronze, estrenada en la jornada inaugural del festival de Sundance de 2015, parte de una excelente presentación de la antiheroína protagonista, de una fotografía costumbrista de los tiempos hipócritas que corren (en ese minúsculo pueblo de Ohio o en el de cualquiera de ustedes), en los que cualquier sinceridad parece cinismo; de una intención transgresora de satirizar conceptos como el éxito, la autocompasión, la amistad o la inteligencia emocional... pero la convencional fórmula empleada en el desarrollo se diluye mucho antes de que queramos, debamos o podamos alegrarnos por la otrora miserable Hope cuando, finalmente -tan finalmente que casi llega con retraso-, se reconcilia con su presente, recuperando esa vida secuestrada por un pasado mal resuelto, gracias al siempre ostentoso e inoportuno, sí, pero también reconstituyente milagro del amor.
Milagros en el infierno. Estamos locos.
María
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6
25 de agosto de 2016
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Hacer retratos es, de alguna manera, coleccionar cadáveres"

Finalizada la segunda Guerra Mundial las políticas de represión se sucedieron entre convenientes pactos de no agresión y conspiraciones zurcidas tras telones de acero. Los debates ideológicos sobre la libertad intelectual y la responsabilidad que el arte debía adquirir para con la causa situaban a la Unión Soviética en la vanguardia de la literatura comprometida, al mismo tiempo que, desde Europa, se fraguaban -al amparo de reverenciales servicios de inteligencia- maniobras de contrainformación cultural. Berlín, Corea, Cuba, Vietnam. Bloque capitalista frente a bloque comunista: el mundo sin esquinas. Los presupuestos de defensa -esperanza para unos, amenaza para otros- se multiplicaban por cuatro en EEUU mientras que, paradójicamente y también argumentado motivos de seguridad, la dócil Laika era enviada al espacio en misión suicida. La Guerra Fría, silente y sucia cobraba notoriedad internacional perdiendo el hilo de revueltas populares reprimidas y convincente propaganda militar.

Es en esa estrecha realidad -en ese contexto robustamente acordonado por el estratégico efecto dominó- cuando un adolescente Robert James Fischer exhibe, prodigándose en modestos clubs neoyorkinos, las primeras muestras de su extraordinario y temprano talento como ajedrecista. Sus altas capacidades, presumiblemente heredadas del que la Historia supone fue su padre, el reconocido físico húngaro Paul Nemenyi, y una personalidad extremadamente inestable acabaron perfilando la leyenda de un genio entregado a su obsesión. De un ser humano atormentado por sus propios demonios. De una prodigiosa figura a la que Edward Zwick (pudo haber sido David Fincher), quizá asfixiado por la urgencia del entretenimiento -principal engullidor de toda ambición creativa- varios documentales, biografías y biopics después, no ha sabido re-retratar con la trascendencia a la que un re-retrato debería asistir.

El collage de desvaríos, mareas emocionales y episodios psicóticos, traídos y llevados convulsamente por la emergencia de esa narración anodina y desvaída no logra proyectar credibilidad sobre la vaga lectura que el director hace de su protagonista, presentándole como ese ser intratable, cambiante e inmaduro que sí fue pero que no significó; disolviéndole entre ligerezas y vaguedades; y abreviando su relevancia existencial a una caprichosa actitud destacada ya desde las primeras escenas, donde el pequeño Bobby se nos anuncia cual víctima inadaptada de una castradora figura materna hacia la que no parece sentir más que una profunda desafección.
La escasa corpulencia de ese subdesarrollo, urdido entre el esquema rancio y el planteamiento desidioso, acaba redimensionando su recorrido profesional en favor del personal, y fragmentando la historia de manera desigual: la segunda parte de la cinta se precipita frenéticamente sobre el relato tras un abultadísimo tramo inicial, pasando de la sobreinformación a la aspereza más enteca y dando como resultado el absoluto colapso de los tiempos en una abrupta y balbuceante recreación del mundiamente conocido como Match del Siglo de 1972, donde Fischer vencía a Spassky tras un polémico duelo en el que EEUU y La Unión Soviética dirimieron asuntos mucho más ministeriales y administrativos que los intereses individuales de dos de sus jugadores más célebres.
Sorteadas las licencias mal disimuladas (exigencias del melodrama) y esa presunta conciencia de clase entre protagonista y secundarios de la que los biopics enfermaron hace demasiados biopics -con excepciones, por supuesto, porque no todos los infiernos arden a la misma temperatura- la puesta en escena nos sabe sobria y competente. Precisa y concisa. Confusa pero convincente. Las imágenes de archivo compensan (al menos lo intentan) la falta de rigor con que la dirección/disección subestima la travesía vital de su protagonista. La música enfatiza el carácter testimonial que debió prevalecer en las intenciones de un proyecto reducido a restrictivas percepciones parciales, y las actuaciones principales elevan a la categoría de “medianamente aceptable” el resultado de una producción adulterada y fraudulenta, consecuencia de un estilo artificial que la emparenta directamente con lo peor de sus congéneres: The theory of everything y The iron lady.

Tienen en común Phyllida Lloyd, James Marsch y el mismo Zwyck la evidente desesperación por ajustar la realidad a su voluntad, enfrentando para ello -con voz elocuente e indiciaria, aunque nunca definitiva- a dos viejas enemigas: maría veracidad y juana verosimilitud, que más que conjugarse ante el objetivo común, se confunden en permanente duelo. Forcejeo que se salda tanto con el desgaste de la credibilidad del espectador como con la pérdida de identidad del personaje biografiado y de su singularidad, verdaderas reinas de esta partida.

Cientoveinte minutos necesita El caso Fischer para escoger entre empequeñecer o embellecer la historia de quien, incapaz de concebir la existencia más allá de un tablero hizo del ajedrez su destino; para definirse como documento necesario y para dotarla de magnitud y trascendencia. Dos horas de imposturas que enmascaran la esencia de un personaje que, a pesar de los encomiables esfuerzos de Maguire (también productor ejecutivo), se queda en la superficialidad de la apariencia, que no falsedad, ojo. No mostrar no es engañar, es mentir sólo a medias. Pero un hombre que dice medias mentiras no podrá jamás saber donde está la verdad.
María
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5
15 de marzo de 2016
20 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay asuntos que no caben en la mochila de esos directores que prefieren irse a predicar al desierto con la espalda más cargada de desapercibibles intenciones que de reivindicaciones indisciplinadas. Hay miradas negligentes que apuntan a la dirección equivocada y hay ciegos que, lazarilleando a otros tullidos, caen en su mismo hoyo.

Hay voluntades prostituidas -por lo prostituíble de su ambición-, pretensiones entecas y sesgos de miserabilismo. Hay muchas ganas de pasar a la posteridad aunque luego a uno la posteridad le eche a patadas de su casa por vendehúmos; mucho artista de corta crianza y mucha actitud de dudosa aptitud… y en ese infecundo paisaje se ha concebido el insustancial guión de Mustang.

El drama vivido por las cinco hermanas protagonistas podría haber servido de anécdota perfecta con la que emprender un viaje más arriesgado. Más al contrario, la dócil dirección prefiere instalarse en la simpleza de un ideograma, azucarando la realidad con cuestiones más domésticas y sobre todo más cutáneas, impidiendo que ningún personaje adquiera cierta dimensión dentro de ese contexto también carente de resonancia.

La mansa Deniz evita en todo momento ponerse seria a la hora de señalar culpables. Se ve que ni la política, ni la cultura, ni la religión tienen la fotogenia estival de un puñado de lolitas bronceadas.
María
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6
9 de noviembre de 2015
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Desconocido, primer largometraje de Dani De La torre, arranca después de sobrepasar las 300.000 sangrantes ejecuciones hipotecarias. Luego de que más de 100.000 millones de euros en avales, otros tantos en rescates bancarios y 255.000 millones más en créditos europeos nos hayan sumido en una gran crisis económica que, incidentalmente, ha venido a destapar, además de la absoluta falta de escrúpulos con que se abordan las posibles soluciones, la conveniencia con que se ha manejado una clase social exclusivamente preocupada por los resultados financieros… y lo hace huyendo, a su vez, de complicadas explicaciones burocráticas que han tergiversado la evidencia por encima de sus posibilidades.

Carlos, director de una sucursal bancaria sumido en una profunda crisis familiar, empieza la rutina semanal llevando a sus hijos al colegio, cuando, tras la llamada de un extraño, se convierte en víctima de un chantaje: la bomba situada en su coche le retendrá junto a sus dos pequeños hasta que reúna una inasumible cantidad de dinero. Este es el planteamiento inicial de un thriller que no dilata la exposición de sus intenciones ni disimula la impaciencia de una producción vertiginosa que, sin embargo, maneja con pulso sosegado los tiempos del suspense, del proceso desintegrador de un inmenso Luis Tosar -dueño de uno de los rostros más severos del cine español- y de la tragedia individual derivada de un Sistema inmensamente codicioso.

La laberíntica ciudad de A Coruña se levanta, opulente y opresiva, asfixiando al espectador y poniendo cuerpo –como si de un personaje más se tratase- a una venganza personal maniobrada telefónicamente, pero siendo, al mismo tiempo, testigo sigiloso de la reflexión social planteada –a modo de advertencia- y escenario del prodigioso despliegue técnico del que es capaz un director que ha demostrado moverse muy holgadamente en el género.

La segunda parte de la cinta se convierte así en una respuesta temeraria e imprudente –y aún así perfectamente legítima- a esa violencia invisible, depredadora, ejercida ante la inoperancia de la justicia. En un desafío amenazante y reparador, que pone de manifiesto nuestra brutalidad y crueldad consustancial, al tiempo que precipita la catarsis del protagonista, otrora víctima, que se reconoce culpable a pesar de las excusas: “yo sólo obedecía órdenes de arriba”, “vosotros también queríais enriqueceros, por eso firmasteis”, pero que acaba redimiéndose con una despedida que significa un punto de inflexión vital, llena de confesiones, aceptando la culpa y sobre todo, tomando conciencia del valor de lo recuperado: la dignidad.
María
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9
9 de noviembre de 2015
55 de 69 usuarios han encontrado esta crítica útil
Les habrá ocurrido alguna vez que de repente un día se dan cuenta de que la rutina compartida ha contaminado una relación que los años deberían haber fortalecido. Vuelven la mirada y todo parece permanecer exactamente en su lugar… en algún punto del universo ahora separado de ustedes por un abismo.

El tiempo a menudo nos da espacio y el espacio perspectiva, capacidad de enfoque y libertad. O no. No siempre. Porque habrán sentido, también, en algún momento puntual, esa dependencia afectiva que nos vincula a un “otro” determinado -a un “alguien” particular, ingenuo perturbador de nuestro “todo”- transformando el deseo en necesidad y haciendo del amor una patología. Un sentimiento que Evelyn verbaliza en un efímero momento de debilidad, refiriéndose, en principio, a un juego sexual de roles consensuados, perfecto ejemplo de esa cadena invisible que asfixia las relaciones: “Mientras soy tuya permanezco viva”. Y Cynthia asiente calladamente. Silente. Asumiendo, luctuosa y resignada, la dimensión de tal sentencia. Comprendiendo, finalmente, que es ella quien vive en cautiverio.

Habrán padecido, además, en sus carnes, pobres víctimas de relaciones perseverantes , ese ahora en que hacer el amor ya no es hacer el amor porque el idilio ha caducado. Ni siquiera follar es follar porque la pasión se ha domesticado y la fascinación inicial ha dejado de deformar la realidad a su (de ustedes) capricho, dejando tras la retina cierto poso de decepción, porque aquel “otro” ha empezado a ser este “nadie”.

Llega un momento en el que el erotismo de una pareja se reduce a, simplemente, abreviar las noches, a utilizar el sexo cual herramienta, arma, escudo o moneda de cambio… como un simple lastre con el que hacerle trampas a la balanza.
El equilibrio no existe. No existe porque es imposible. Y no es posible porque ni siquiera en ese escenario suspendido en el tiempo, habitado únicamente por mujeres -qué más da, podrían ser hombres, la cuestión es que no hay diferencias genéticas sustanciales con las que estereotipar a los protagonistas de esa constante lucha de poder que es una pareja, o excusas que justifiquen reacciones desiguales-. Ni en esa realidad embellecida, digo, es factible la armonía porque somos a una vez verdugos de la voluntad ajena y víctimas incapaces de escapar del redil de nuestros instintos.

Habrán descubierto ya que todo es mentira. Que la vida es pura aleatoriedad y que refugiarnos en el bucle de la costumbre es una forma de conformismo, de resignación y de transigencia. Que la sumisión es un terreno demasiado próximo a la desilusión y que el amor muere siempre desgarrándonos las entrañas. Que las mariposas se desvanecen por muy entomóloga que una sea y que la soledad, cobarde ella, huele tanto a exilio que nos devuelve una y otra vez al ovillo.
María
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