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Críticas de Grandine
Críticas 1.255
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
24 de febrero de 2018
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hablando en el FICLPGC acerca de sus ‹supercuts› —esos en los que la obra de Ozu, Tarantino o Kubrick era percibida a partir de una búsqueda estética—, Kogonada decía entender el cine como «un punto para la discusión, en el que concurren las miradas de todos». En Columbus, el norteamericano de origen surcoreano se dirige a grandes rasgos a esa discusión a través de un punto de partida cuanto menos insólito: la arquitectura confrontada con el espacio emocional; aquello visto desde una perspectiva lógica, racional, descrito en definitiva mediando un vínculo más afectivo. El encuentro, en ese sentido, de dos personajes sin aparente relación —más allá del lazo casual propiciado por el progenitor de uno de ellos—, el hijo de un famoso arquitecto y una estudiante que encuentra precisamente en ese arte una de sus grandes devociones, se propone como punto de partida de un estimulante debut tras las cámaras.

La arquitectura, pues, predomina en un film donde además de tomar un papel importante en su tesis, lo hace a través de una forma que encuentra en el plano y su simetría un modo de dibujar los espacios en los que se mueven los personajes y disponerlos como algo trascendental. Así, la crónica de Jin (con n), ese surcoreano que visita la ciudad de Columbus para estar al lado de su padre enfermo, y se ve atrapado en un escenario del que no puede huir pero en el que parece improbable avanzar, y la redundancia en esos emplazamientos a los que sus protagonistas vuelven vez tras otra, como si todo estuviese conectado, en una forma de explorar esa frustración, contrasta con la decisión de Casey de seguir presa de un marco en el que se siente cómoda pero no es sino un reflejo de sus temores e inseguridad por seguir avanzando. El retrato de ambos personajes se hace patente mediante el diálogo y también en la consecución de esos pequeños detalles a través de los que Jin y Casey se descubren mutuamente, encontrándose y reflejándose el uno en el otro. Esa conexión que establece el cineasta a nivel de espacios, queda extrapolada en una correlación que también vincula a los protagonistas con los edificios acerca de los que se constituye una emoción, llevando su transparencia y luminosidad a una extraña concomitancia para con la relación de ambos.

La razón queda contrapuesta a una emoción que es recogida por Kogonada con una sutileza imperceptible, ya sea a partir de la introspección realizada por sus personajes o apoyándose en la imagen independizada del diálogo —como en ese maravilloso momento en el que Casey (maravilloso descubrimiento, por cierto, el de una Haley Lu Richardson que otorga otra magnitud tanto a su personaje como al film) se dispone a responder a Jin y no vemos otra cosa que el entusiasmo reflejado en su rostro—. Si su apartado visual funciona como motor de una propuesta en la cual el sentimiento huye de la exaltación y reposa en su sosegado carácter, la narrativa deconstruye a través de su disposición los escenarios por los que Columbus va transitando, escapando así de una sensación de temporalidad que sin duda complementa todos y cada uno de los encuentros entre sus protagonistas. La ópera prima de Kogonada traza así y desde la vía estética una profunda reflexión sobre los mecanismos del arte y nuestra respuesta ante ellos, pero sabe del mismo modo dotar de profundidad a un relato donde el recorrido importa tanto o más que su discurso. Porque, al fin y al cabo, tanto la postura establecida por Jin y Casey como su destino final marcan un camino que el arte no siempre puede comprender o abarcar, y en el que la vida debe abrirse camino, para bien o para mal.


Crítica para www.cinemaldito.com
@CineMaldito
Grandine
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6
21 de febrero de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ser un genio nunca fue fácil. De hecho, el periplo de innumerables artistas que alcanzarían la trascendencia necesaria después de su muerte, puede otorgar una idea sobre como se concibió esa senda que les llevaría a lo que finalmente serían, e incluso acerca de las dificultades que encontraron por el camino. Temas como el rechazo, la huida, la incomprensión o hasta una devoción mal entendida acerca de sus respectivas figuras sirven para intentar comprender un universo marcado por la inestabilidad. Dorota Kobiela y Hugh Welchman encuentran en esa particular amalgama un punto de partida de lo más jugoso mediante el cual dar forma al misterio suscitado en torno a la muerte de Vincent Van Gogh.

Loving Vincent no queda expuesta únicamente, en ese sentido, como una carta de amor a corazón abierto al pintor neerlandés, y en ella sus cineastas encuentran un hilo argumental a través del cual no sólo establecer un enigma presto a alimentar el interés del espectador, sino también ofrecer un recorrido a lo largo de los algo menos de 40 años que Van Gogh vivió, en especial esa intensa década en la que el artista llegaría a pintar 900 lienzos. La exploración de ese recorrido queda así descrito a través de los distintos testimonios que le vieron vivir sus últimos días en la población francesa de Auvers.

La complejidad del film, pues, no reside tanto en la irrupción de un relato más bien convencional, sino en la traslación de un arte tan distinto como el de la pintura al medio cinematográfico. Llevar los lienzos de Van Gogh a un nuevo plano y reproducir la belleza de los mismos, sin embargo, no parece una gran empresa en manos de Kobiela y Welchman, que logran trasladar la expresividad de los cuadros del pintor holandés a su particular crónica, encontrando en todas y cada una de las estampas una senda mediante la que rendir su particular homenaje. Lo cosechado en el plano visual (e, incluso, en ocasiones emocional) de Loving Vincent, no queda refrendado por unos cimientos que se antojan comunes para el talento del gran artista retratado, y que al fin y al cabo mueven el relato sobre el que se fortifica el film a resultar algo más académico que pasional, donde si bien dilucidamos pasajes de lo más sugerentes, ricos en detalles, nos encontramos ante una estructura conocida, manida, que no hace sino huir del poder de evocación que se establece del arte de Van Gogh.

Puede que la búsqueda de ese enigma acerca de los últimos días del artista termine deviniendo más una exploración del personaje —en ocasiones un tanto más compleja, a veces más bien explicativa, superficial—, y los cineastas se parapeten en unas imágenes bellísimas, de una plasticidad patente, pero Loving Vincent no logra vertebrar a través de todo ello un retrato lo suficientemente fascinante y tentador como para abandonar toda lógica y dejarse llevar por la imagen concebida por Welchman y Kobiela. Su mejor baza, abandonar esa razón a la que apunta intentando enarbolar una historia que sirva como hilo conductor, es quizá el gran acierto de un film que si bien esconde momentos, detalles e incluso pasajes ante los que quedar prendado de esa mirada tan particular, no encuentra en ellos un recóndito lugar en el que dejar volar (en cierto modo) la imaginación y volver a enamorarse del arte de ese incomprendido pintor que, finalmente, devendría atemporal.


Crítica para www.cinemaldito.com
@CineMaldito
Grandine
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5
20 de febrero de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si bien los horrores de la guerra en el medio cinematográfico se han vivido por lo general desde su interior, ya fuese forjando alegatos antibélicos o ejerciendo sencillamente la función de simples crónicas, sus consecuencias también han encontrado en la gran pantalla un reflejo capaz de indagar en el sentimiento de las víctimas y la posterior conmoción producida por los efectos del conflicto. Con las consecuencias de la Guerra de Irak todavía coleando, son no pocas las miradas que han centrado su atención en otro tipo de víctima: no aquella ajena a un conflicto en el que no participa, sino de la que interviene directamente en él y termina por devenir a través de sus secuelas psicológicas en un tipo de víctima que suele quedar en un segundo plano, pero no por ello resulta menos importante o posee menor interés desde el punto de vista sociológico.

A ello apunta el segundo largometraje de Brian Welsh en la dirección, cineasta más bien afincado en el entramado televisivo que prepara ahora el que será su cuarto trabajo tras las cámaras, Beasts, y que en In Our Name nos pone tras un escuadrón de soldados británicos recién llegados de la Guerra de Irak que deberá sobreponerse a los efectos de dicha contienda tras reunirse de nuevo con sus seres más queridos.

Una hilera de banderas británicas erosionadas por las condiciones climatológicas y encogidas sobre sí mismas parece darles la bienvenida a un hogar que certifica en esa imagen cierta distorsión, una lejanía que se comprende a partir de la ausencia. El tren en el que se encuentran, estacionado a expensas de la (definitiva) vuelta a casa, se establece así como el reflejo de esa parada física y emocional acontecida con la marcha a Irak, algo que refrendará un pequeño pero vital detalle cuando Suzy, la protagonista del relato, llegue a casa de nuevo y contemple la escapada de su hija ante el recibimiento generalizado, como si de una total y completa desconocida se tratase.

Brian Welsh forja así a través del simbolismo y la imagen un retorno siempre contemplado desde el vacío dejado por ese periplo emprendido por los soldados, que no sólo deben hacer frente a una serie de crudas estampas y secuencias a rememorar día a día, sino también ante el hueco desarrollado durante su marcha. En ese sentido, la mirada de una hija en un inicio distante, la incomprensión de una pareja ante la que se crea cierta distancia al haber establecido vidas paralelas, ajenas, y la propia alienación del individuo al continuar viviendo una realidad que ha sido dejada atrás, pero queda evocada tanto en escenarios —esas calles suburbanas repletas de edificios abandonados— como situaciones —propias de ese tipo de barrios como en el que se aloja la protagonista—, funcionan como espejo de una circunstancia compleja que nos otorga una percepción distinta acerca de esas vidas retratadas.

Así, momentos como los del colegio, en el que se confronta la visión afligida de Suzy y el prisma inocente de los niños, o la actitud un tanto obsesiva e incluso despótica de la pareja de la protagonista, amplifican si cabe una tesitura que en ocasiones se puede antojar extrema por las reacciones que observamos en Suzy, pero en realidad no son más que la consecuencia de todo ese estrés psicológico y vacío creado por las vivencias exploradas en mitad del conflicto bélico.

Si bien Welsh, pese a la situación descrita, no sostiene todo el conjunto con la misma mesura, es capaz de no ahogar el retrato realizado en un espacio dramático que bien podría llevar In Our Name a un terreno en exceso recargado, pero sin embargo evita logrando dotar de pulso y seguridad secuencias tan delicadas como la de cama tras el reencuentro con el taxista. In Our Name es, en definitiva, una crónica dura donde el desasosiego se persona sólo en momentos puntuales, y el carácter de sus imágenes logra ir más allá de sus decisiones de guión, haciendo de un simple alambrado en la valla que separa el patio de una casa de la calle colindante un reflejo fehaciente de una realidad que ya nunca volverá a ser la misma.


Crítica para www.cinemaldito.com
@CineMaldito
Grandine
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6
16 de febrero de 2018
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ha llegado un invitado a su casa, pero nuestro protagonista se mantiene absorto en su propio universo. Da una vuelta, otra, repasa alguna obra, se detiene a hablar con su hermano e incluso huye del estudio, donde se encuentra James Lord, esperando hasta que, al fin, se dirige a él. Mostrando una atención distraída, como si aunque Lord fuese a ejercer de modelo, hubiese que mirar más allá de la tarea que tiene ante sí.

Definir un personaje siempre fue ardua tarea, más si nos encontramos ante uno de esos genios en su campo, el escultor y pintor Alberto Giacometti. No así para Stanley Tucci, pues el intérprete convertido a cineasta —con esta Final Portait nos hallamos ante su cuarto trabajo en solitario, tras debutar a mediados de los 90 junto al actor, productor y director Campbell Scott en Big Night— parece que estuviera realizando un boceto sobre las líneas maestras de su personaje, y aquello que sustentará la volátil atención de su Giacometti. Un boceto distraído, que recoge de modo singular el carácter de su protagonista y realiza un retrato, entre matices y pinceladas superficiales, de lo más conveniente teniendo en cuenta la figura que busca querer representar y, en especial, cómo hacerlo.

Ante él, se persona un Geoffrey Rush ya acostumbrado a empresas de tamaño calibre —y es que no olvidemos que el intérprete australiano ha dado vida a no pocas personalidades artísticas e históricas, desde su composición de David Helfgott en Shine. El resplandor de un genio, hasta la mirada a Peter Sellers en Llámame Peter, pasando por el Leon Trotsky de Frida o Lionel Logue, al que ponía rostro en El discurso del rey— y, como no podría ser de otro modo, logra uno de esos retratos únicos que ni siquiera parecen antojarse un reto para el actor. Encorbado, libertino y voluble, el Giacometti de Rush confiere una dimensión distinta a Final Portrait, y es que si bien hay una acotada planificación tras el nuevo trabajo de Tucci, con la interpretación del ‹aussie› nos encontramos ante un personaje absorbente, que tan capaz es de resultar desconcertante con sus vaivenes, como fascinarnos ante una lógica que no se puede comprender como tal, que es única e irrepetible; algo, por otro lado, implícito en el relato por el que apuesta Tucci, pero complementado a la perfección por Rush, quien incluso sigue sin perder de vista la naturaleza de su personaje cuando un inevitable deje humorístico invade el film.

En ese sentido, y aunque el neoyorquino convertido a director realiza una representación que en cierto modo huye de los cánones, termina por caer en terrenos comunes que si bien no desmerecen el terreno labrado con anterioridad, ni mucho menos la inmensa impronta que Rush marca a fuego en determinados ámbitos, sí debilitan las virtudes de un conjunto que, sin elaborar una gran propuesta, había por lo menos marcado una senda en torno a su protagonista.

De este modo, lo más interesante resulte quizá, y de forma paradójica ante tal creación, la visión del proceso creativo como imagen de un universo inestable e inconstante alimentado por las idas y venidas del propio Giacometti. La perspectiva de Tucci, mantenida en este caso en torno a un retrato probablemente inequiparable, dota de apuntes y cierta identidad a su film, pero no lo lleva suficientemente lejos, como si la percepción acerca de uno de esos genios del s. XX estuviese más cerca de quedar como un producto agradable y apreciable de lo que seguramente fuera la perspectiva de una personalidad como Alberto Giacometti.


Crítica para www.cinemaldito.com
@CineMaldito
Grandine
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7
12 de febrero de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La ciencia ficción siempre ha hallado a través del terror una ventana para reflejar el cisma e inquietudes de una sociedad alterada por los distintos cambios —tanto ideológicos como culturales— que ha ido padeciendo con el paso del tiempo. Es a través de esa ventana a un horror en cierto modo sugerente donde títulos como La invasión de los ultracuerpos de Don Siegel han encontrado un reflejo perfecto de ese desasosiego, y la incursión en un miedo desconocido —el que proviene del exterior, de aquello que resulta recóndito para el ser humano— ha servido como vehículo idóneo para exponer todas esas sensaciones.

Tenía que llegar pues el momento en que Kiyoshi Kurosawa, cineasta inquieto como pocos cuyos límites de un cine conocido han ido siendo derrocados con el paso del tiempo, se dirigiese a un espacio perfecto para reflejar el carácter del mismo; y es que si hay un autor contemporáneo concienciado con unas inquietudes y pensamiento que atenazan tanto a sociedad e individuo—reflejado en cintas ineludibles de su filmografía como Kairo o Cure, entre otras—, ese podría ser sin ninguna duda el nipón.

Las claves de un subgénero —el de la invasión alienígena— cuya expresión se ha ido estancando progresivamente —y ante el que pocos cineastas han hallado soluciones para rearmar sus cimientos— encuentran en el prisma del nipón aquello que precisamente se antojaba esencial, y es que el modo de ejecutar esa reformulación que Kurosawa sostiene es fundamental; desde una dirección que elude la tensión buscando un ‹impasse› más dramático e incluso en ocasiones una incisiva comicidad, un tono atenuado por la estructura narrativa, que huye de fomentar momentos climáticos y logra que los personajes preponderen por encima de las constantes del género y una puesta en escena austera, que huye casi siempre de las claves del terror —incluso tras momentos como esa desbocada secuencia inicial con un personaje ensangrentado bajando por el centro de una calle— parapetándose en una búsqueda que Kurosawa transcribe mediante una imagen sutil pero colmada de significado, condicionada por sus personajes y, en especial, por la carga de un discurso que continúa reflexionando acerca de individuo y sociedad.

La reinterpretación realizada por el autor de Creepy no se muestra sólo implícita en lo formal, pues el relato trenzado por Kurosawa propicia a través de su guión una serie de elementos capaces de voltear ese universo ya conocido por el espectador mediante constantes que le otorgan una dimensión distinta. Así, la subversión de sus personajes —o cómo aquí el invasor deja de ser el elemento intrusivo, mientras los altos intereses beligeran contra ese cuestionamiento entablado—, el (en ocasiones) mordaz cuestionamiento de un lenguaje y la evolución de los personajes que rodean a esos alienígenas tras el escepticismo inicial, complementan una perspectiva que vira en torno a una panorámica más cercana a otros géneros; y es que si bien Before We Vanish continúa bordeando inquietudes afines al subgénero elegido por el nipón, sus mecanismos distan en buena medida del carácter que se les supone a priori, logrando así un escenario más relajado que no parece tensarse ni en las secuencias de mayor incertidumbre, apoyándose para ello en ese sustrato humorístico que no es tal, pero al que el film apunta, cargando las tintas, con una ironía que evidencia en cierto modo sus intenciones.

Before We Vanish sigue así alimentando el ideario de un Kurosawa que, si bien se parapeta mediante dispositivos distintos en el cine de género, demuestra la virtud de un discurso férreo ante el que seguir desplegando un cine que, con sus altibajos, siempre se muestra en cierto modo inconformista y comprometido con un germen que halla en este nuevo trabajo un punto álgido, siendo tanto el tenaz juego de apariencias —en torno al género tratado— como su visión de un universo discordante las vías para armar otra sugestiva obra, cuyos recovecos resulta un placer explorar.
Grandine
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