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Críticas de Sergio Berbel
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Críticas 854
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
30 de enero de 2022
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Da igual cuándo la veas. Sigue siendo algo tan pequeño como especial, tan minúsculo como profundo, tan minimalista como mágico, tan breve como sensible, tan simple como real. Películas así hay pocas. No va a pasar a la historia por sus alardes técnicos, por su producción (es una película mero proyecto fin de carrera sin financiación alguna), por su aportación cinematográfica, pero sí por su realismo, su sensibilidad, su saber hacer, su verosimilitud y por tener un aura de especialidad desde principio a fin, que es lo más difícil pero a la par lo más valioso del cine.

Y es que el cine catalán, lo mismo que ocurre con el andaluz, es más que evidente que se encuentra en el mejor de sus momentos creativos ante una pléyade inacabable de cineastas dispuestos a comerse el mundo con los pocos medios que tienen a su alcance, ambicionando de forma valiente metas que parecieran inalcanzables para sus exiguos presupuestos. En estos tiempos mucho más que difíciles, gracias al mimo y cuidado que en Catalunya se tiene por sus cineastas, y gracias por otro lado a la valentía de la gente del Séptimo Arte andaluz, en ambos rincones del mundo están cuajando las mejores cintas que nunca hubieran siquiera soñado con crear.

Curiosamente, cada una de esas dos cinematografías ha encontrado su mejor forma de expresión y creación artística en sus propios géneros, en los que parecen haberse especializado para bien del cinéfilo: el drama íntimo e intimista en el caso del cine catalán; el noir con tintes de crítica social en el supuesto andaluz. Cada cual en su género predilecto, ambas cinematografías han alcanzado ya la velocidad de crucero de la excelencia más incontestable.

Es el caso de “Las amigas de Ágata” de Laia Alabart, Alba Cros, Laura Rius y Marta Verheyen, pequeña pieza absolutamente exquisita y perfecta, desde su humildad de 70 minutos sin presupuesto alguno, dispuesta a agarrarse a tu corazón para toda la vida. Un mero trabajo de fin de carrera en la Facultad de Comunicación de Barcelona financiado mediante crowdfunding (aclaración expresa para que no aparezca por aquí la plaga de los que claman por las “subvenciones”) firmado a ocho manos por las catalanas Laia Alabart, Alba Cros, Laura Rius y Marta Verheyen que, resulta a la postre ser tan sublime, que acabó estrenándose y con gran éxito de crítica en salas comerciales y con un interesante recorrido festivalero.

Posiblemente porque habrá mejores relatos de la entrada a la madurez de unas adolescentes, pero ninguno más auténtico y real, cuasi documental, fresco, espontáneo, creíble, de facilidad innata y, paradójicamente, muy bello cinematográficamente a pesar de la escasez de medios, que ni necesitaron ni echaron de menos sus creadoras, sabiendo que de planos fijos y primerísimos planos se puede vivir si tu historia es coherente y real, si derrocha sensibilidad y verosimilitud, si eres capaz de hacer de algo minúsculo una verdadera obra de arte.

Es una preciosa e inolvidable historia en la que no pasa nada. Simplemente, Ágata se hace mayor antes que el resto del grupo de amigas del instituto al llegar a la universidad, y ello es tan trágico como inevitable. La narración del principio del fin es bella y lacerante, es dura pero bonita, es conmovedora desde su sencillez, es una absoluta maravilla.

Y todo ello bajo un cierto tono pausado pero crudo influenciado por mi Sofía Coppola que impregna, no sé si consciente o inconscientemente, cada uno de los fotogramas de esta cinta. Es una Sofía Coppola en catalán irresistible.

Pero todo este artefacto jamás hubiera cogido velocidad de crucero (ni tan siquiera hubiese despegado) si no hubiera sido por la lección magistral de interpretación de sus cuatro jóvenes protagonistas: Elena Martín, Carla Linares, Victòria Serra y, muy especialmente desde mi personal criterio, Marta Cañas, que se hace con las riendas de la función a través del personaje de Ari, la rebelde del grupo, la lanzada, la que más ambiciones demuestra tener. Ellas no interpretan a las cuatro jóvenes protagonistas, se transforman en ellas, le insuflan vida y espontaneidad, credibilidad, autenticidad… como nunca antes hubiera visto en el cine. Lo de Elena Martín es soberbio, lo de Marta Cañas, una lección magistral.

Se interpretan a sí mismas con una autenticidad desbordante que te deja en carne viva todos los sentidos, legando para la posteridad una pequeña joyita cinéfila inolvidable.
Sergio Berbel
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10
30 de enero de 2022
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Chavalas” es una auténtica maravilla, una pequeña gran joya que me ha hecho levitar. Es la segunda vez en poco tiempo en el que alcanzo el éxtasis cinéfilo con una tragicomedia, quizás porque al final sea cierto que la forma más adecuada para contar grandes verdades sea a través de sencillas historias y que las cosas más trágicas calan mejor a través del tono de (aparente) comedia. Y en ello “El buen patrón” de Fernando León de Aranosa y “Chavalas” son sendas lecciones magistrales.

Y todo ello a través de esa senda que ha sabido desarrollar el cine catalán como ningún otro para confeccionar perfectos retratos generacionales de la insatisfacción, de la categoría cinematográfica inalcanzable de “Las amigas de Ágata” de Laia Alabart, Alba Cros, Laura Rius y Martha Verheyen o “Las distancias” de Elena Trapé. La calidad estratosférica de “Chavalas” no es menor que las anteriormente mencionadas.

La ópera prima de Carol Rodríguez Colás, con guión de su propia hermana Marina, me resulta una comedia dramática absolutamente perfecta, a la que no le sobra ni le falta nada, en la que todo encaja con la facilidad que otorga la verosimilitud más absoluta, de saber que sus creadoras están contando una historia propia, familiar, cercana y de su barrio, que no han inventado nada sino que han decidido abrirse en canal ante su enfervorecido público, declarándome yo el más entusiasta de todos ellos.

Y cuando terminas de verla, entre alguna lágrima inevitable, querrías tener la edad de sus protagonistas, vivir en Cornellà de Llobregat como ellas y atesorar una amistad y una sororidad femenina como las que ellas derrochan. Porque quizás eso sólo es posible en un barrio humilde del “cinturón rojo” de Barcelona, entre gentes sencillas del proletariado conformadas con las distintas oleadas de migraciones a Catalunya y sabiendo que jamás el sistema les va a permitir aspirar a más, porque aquel cuento genocida de la igualdad de oportunidades y de que uno puede alcanzar lo que persista han aprendido con menos de treinta años que es radicalmente falso.

Esta preciosa tragicomedia arranca cuando Marta, su protagonista, interpretada por una diosa llamada Vicky Luengo (que ya, lejos de ser una insuperable actriz, ha conseguido ser un género cinematográfico en sí mismo a sus 31 años ante la que sólo cabe ponerse de rodillas y rezarle cada día mientras se le funda un club de fans que quiero presidir), es una joven de casi 30 años que se marchó a la capital catalana para comerse el mundo como fotógrafa y que, como siempre ocurre, el mundo se la ha comido a ella y tiene que volver tragándose el orgullo a su barrio de Cornellà, al mundo de su familia humilde y de sus amigas inseparables de clase baja y nulas aspiraciones.

Le duele, se resiste, lo llora, pero no queda más remedio que recoger los trastos y volver con la cabeza gacha, simplemente para poder sobrevivir. En el barrio le espera una amistad y una complicidad perpetuas con sus amigas del instituto, impagables personajes encarnados con generosidad y genialidad por las maravillosas Carolina Yuste, Elisabet Casanovas y Ángela Cervantes, ciertamente sublimes todas ellas, en un acierto de casting épico.
Sergio Berbel
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9
28 de enero de 2022
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Soy totalmente refractario a que me digan que “Rifkin´s Festival” es la misma película que ha rodado Woody Allen una y otra vez. Por supuesto que lo es, no espero ni querría encontrar otra cosa. Cuando un fiel devoto acude a ver un film de Woody Allen, sabe perfectamente lo que va a encontrarse, como no podría ser de otra forma. Y máxime en mi caso, de acérrima religión “alleniana” porque, sin la menor duda, él es el director de mi vida y el que más ha influido en lo que pienso y cómo lo pienso. Si hay un cineasta absolutamente imprescindible para mí, es Woody Allen.

Si bien lo que me hace levitar es el drama de aliento “bergmaniano” de Allen, a veces me resulta imprescindible para sobrevivir una comedia romántica ligera como ésta. Sobre todo desde que el genio neoyorquino se ha hecho mayor y ha tamizado su idea del amor y del romanticismo hacia unos caminos aún más ácidos, más descreídos y más misántropos si cabe. Su humor es ya un humor de base triste, de alguien que viene de vuelta de todo y sabe que hay demasiada hiel para tan poca miel. Y eso me apasiona aún más.

Esta vez Allen viaja a San Sebastián para meter a sus personajes en los entresijos del Festival de Cine más importante de este estado. Una pareja norteamericana casi sexagenaria viaja hasta Donostia porque la mujer es responsable de publicidad de un tan prometedor como pedante director de cine francés, joven y guapo, del que es fácil enamorarse cuando una ya está cansada de su marido, además tratándose de un perdedor y un escritor fracasado que no ha sido capaz de terminar su gran novela por cobardía.

Pero él conoce a una bellísima médica vasca, maravillosamente interpretada por Elena Anaya en la plenitud de su carrera, y de pronto su corazón es atacado desde dos puntos distintos pero simultáneos, el del amor disuelto ya de su matrimonio y la pujanza de sentir algo innegociable con una persona con la que se sabe que no se puede obtener el triunfo.

Todo ello permite que se desarrollen los imprescindibles diálogos del genio y sus lugares comunes: el desamor, la infidelidad, la misantropía, el nihilismo, la hipocondría, el vacío existencial, el miedo a la muerte… Pero esta película incluye una genialidad adicional: los sueños del protagonista, rodados en un precioso blanco y negro, y que van homenajeando uno a uno a los grandes maestros del cine clásico europeo, desde Fellini a Bergman, pasando por Truffaut o Godard. Una gozada que sólo alguien como Woody Allen se puede permitir.

De paso, Allen da un repaso a la fauna que se concentra alrededor de los grandes festivales y no deja títere con cabeza en ello, contando con una fotografía absolutamente embelesante y excepcional del dios Vittorio Storaro. La confluencia de Allen y Storaro ha dejado algunos de los planos más pictóricos y estéticamente maravillosos de lo que va de siglo.
Sergio Berbel
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5
26 de enero de 2022
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como si de una consigna ineludible de Netflix se tratase, “Dos” de Mar Targarona tiene una fórmula de arranque espectacular para ir dejándose arrastrar paulatina y tristemente hacia el precipicio del thriller con toques de ciencia-ficción cargado de palomitas, ninguna vocación de trascender y con ansias de una comercialidad facilona y zafia de telefilm de mediodía que lo lastra definitivamente.

Y palabra de honor que el arranque no puede ser más espectacular: una mujer y hombre, totalmente desconocidos el uno para el otro, se despiertan en la cama de una extraña habitación de hotel desnudos y cosidos por el abdomen como si de unos hermanos siameses se tratase. No tienen nada en común, no sospechan quién puede haberles hecho algo así, y no tienen claro si podrán salir vivos del envite.

En lugar de transitar los espacios del drama psicológico y los entresijos del alma humana enfrentada a situaciones límite inasumibles en semejante impactante tesitura (como hubiera hecho el mejor Rodrigo Sorogoyen de “Stockholm” o “Madre”) la película se desliza peligrosamente hacia el fantástico y el thriller de aliento cutre que acaba incluso haciendo resultar parecer menor a una buena producción que la respalda.

Lo único que se agradece es su escasísimo metraje (apenas 70 minutos) porque, a falta de un buen armazón argumental que ofrecer, cuanto antes se termine, mejor sabor de boca puede dejar en el anestesiado espectador que sea propicio a esta propuesta que me deja indiferente.

La bella fotografía en tonos pastel y contraluces espectaculares de Rafa Lluch no redime una historia tan básica y poco interesante, que raspa el aprobado escaso por las magníficas interpretaciones de su pareja protagonista, Pablo Derqui y una Marina Gatell ciertamente extraordinaria.
Sergio Berbel
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6
23 de enero de 2022
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“Siempre es otoño” es una película modesta, muy modesta, porque no podía ser otra cosa ante una ausencia absoluta de presupuesto y porque el andaluz Álex Sereno sabe el terreno que pisa y comprende que no puede aspirar a otra cosa. Y esa es, sin duda, su mejor virtud. Él mismo se las ha arreglado para ser a la vez guionista, director, montador, director de fotografía y sonido, productor… Él se lo ha guisado y se lo ha comido todo, y eso es enormemente meritorio, pero afecta al resultado final.

En el debe, sin embargo, está la escasez de originalidad, porque la propuesta bebe en exceso de la trilogía inmortal del “Antes del…” de Richard Linklater y de su excelsa traducción andaluza en esa obra maestra inapelable y ya clásica llamada “Una vez más” de Guillermo Rojas.

Sereno traslada la acción de la Sevilla de Guillermo Rojas a Córdoba, pero las intenciones son exactamente las mismas y, claro, las comparaciones con semejante obra maestra son odiosas. El guión no funciona lo mismo, ni tiene la misma profundidad, los diálogos son bastante más previsibles y la credibilidad es notoriamente inferior. Sin embargo, tiene mucho mérito, insisto, y aún más coherencia levantar este proyecto infinitesimal y que finalmente funcione.

Lógicamente, la sombra de Silvia Acosta es imposible de superar, porque ella es diosa, pero, sin la menor duda, para mí, lo más notable del film es la interpretación de la joven Isabel Pecci, muy por encima desde el plano actoral a su compañero Gonzalo Cortés, tendente éste último a la sobreactuación, mal en el que va recayendo aún más conforme avanza el metraje de la cinta. En cambio, Isabel Pecci siempre mantiene un tono constante y sabe imprimir dudas y caras B a su personaje, tal y como está diseñado desde el guión, acabando por ser la estrella de esta modesta función.

La historia se desarrolla en un solo día, en un escaso puñado de escenarios naturales y de interior de Córdoba, fotografiada en un interesante blanco y negro y con tan sólo dos personajes: Nora y Javi. Ambos habían sido pareja y habían descubierto el amor a los 16 años, pero han transcurrido 7 sin saber nada el uno del otro cuando se reencuentran y un mar de sensaciones se reactiva, algunas de ellas difícilmente barajables (es demasiado enorme, insisto, la sombra de esa joya del cine llamada “Una vez más”).

En apenas 70 minutos, todo explota por las costuras y el espectador se aferra al personaje de Isabel Pecci porque transmite una verosimilitud y una fuerza muy superior a la de su “partenaire”. Ambos, eso sí, cargados de frustraciones y sueños incumplidos, de amargura y desesperación. La vida misma.
Sergio Berbel
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