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Yo, Daniel Blake

Drama Por primera vez en su vida, víctima de problemas cardiacos, Daniel Blake, carpintero inglés de 59 años, se ve obligado a acudir a la asistencia social. Sin embargo, a pesar de que el médico le ha prohibido trabajar, la administración le obliga a buscar un empleo si no desea recibir una sanción. En la oficina de empleo, Daniel se cruza con Katie, una madre soltera con dos niños. Prisioneros de la maraña administrativa actual de Gran ... [+]
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Críticas 97
Críticas ordenadas por utilidad
8 de noviembre de 2016
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
No voy a ser yo, desde luego, quien descubra a Ken Loach, un cineasta que con filmes como Agenda oculta (1990), Lloviendo piedras (1993) o Sólo un beso (2004), se ha labrado un lugar de privilegio entre los escarnecedores del capitalismo, como Oliver Stone o Michael Moore, pero con mayor finura que estos dos directores norteamericanos.

Y el caso es que cuando Loach quiso rodar una comedia lo hizo magistralmente bien en La parte de los ángeles (2012), sin abandonar, por supuesto, su alegato de denuncia de la sociedad británica.

De esta manera, llega a las pantallas Yo, Daniel Blake, que vuelve sobre las cuestiones habituales en Ken, pero cada vez más desprovisto de artificios, sin aspavientos, con proverbial sobriedad, con inequívoca eficacia, con textura casi documental, que recuerda a Zoe (2016), de Ander Duque, un filme que formó parte de la Sección Oficial del último Festival de Málaga. Cine español.

Ganadora, entre otros galardones importantes, de la Palma de oro en el Festival de Cannes de 2016, Yo, Daniel Blake nos sitúa ante una situación kafkiana en la que una persona, de cuyo aspecto se deduce que debe estar próximo a la edad de jubilación y que ha sufrido un ataque al corazón no puede trabajar porque no se lo permite el médico, pero tampoco puede recibir la prestación por discapacidad, porque no se lo permite el organismo evaluador. En esa tesitura, para poder obtener algún ingreso, ha de optar al subsidio por desempleo, pero entonces tiene que demostrar que dedica 35 horas a la semana a buscar empleo, pero si encuentra empleo, ha de rechazarlo, porque, como recordaremos, no dispone de alta médica. Tampoco puede apelar la decisión de no concederle la incapacidad porque para ello ha de esperar una llamada telefónica que no llega nunca ni hay obligación de formalizarla dentro de un determinado plazo.

Todo eso se expone en los primeros compases de la película, por lo que no desvelo nada sobre su desarrollo y desenlace. De hecho, el inicio de la película es un fondo negro sobre el que se escucha el cuestionario de una técnico sanitaria, tras el cual el espectador intuye que la solicitud de incapacidad va a ser rechazada porque, entre otras cosas, a cual más dispar, el enfermo, aunque ha estado a punto de morir de un infarto, es capaz de ponerse el sombrero con las dos manos. Trágicamente absurdo.

Lo que desbarata cualquier solución racional al círculo vicioso burocrático, que seguro que no se le ocurrió ni al mismísimo Kafka, es que todo eso está trazado para mayor satisfacción de los ordenadores. Los funcionarios, los técnicos sanitarios, apenas son muñequitos con manicura que se limitan a seguir los designios de las máquinas, no porque las máquinas tengan capacidad de decisión por sí mismas (creo que la técnica no ha llegado aún a eso), sino porque alguien con ADN de ser humano ha decidido que las cosas sean así: someter la vida a modelo informático, lo que pudiera parecer muy cómodo, pero las máquinas en realizan no se adaptan a la piel de la sociedad sino que se limitan a diseñar algoritmos de vida, y mucho es.

Puede parecer una insensatez, pero una máquina es una máquina y la vida es la vida, con toda una serie de ramificaciones y complejidades que jamás podrán caber en una fórmula mecanizada. Y es que la vida, queridos hermanos que leéis estas líneas, no es digital, sino analógica, o anailógica en ocasiones, pero nunca digital, por mucho que una sucesión de ceros y unos parezca acercarse, porque entre dos puntos de una curva analógica hay infinitos puntos, mientras que entre dos puntos de una escalera digital hay un número altísimos de ceros y unos, pero nunca infinito. De ahí que, poner el cuidado de los más desfavorecidos de la sociedad dentro de un conjunto de operaciones objetivas y asépticas se nos antoja la mayor de las crueldades, según sucede en Yo, Daniel Blake.

¿Quién no ha pasado alguna noche de insomnio porque determinada página de internet no nos permitía resolver lo que queríamos resolver en ese momento y una detrás de otra aparecía un mensaje de error en color rojo angustioso en la pantalla? ¿Qué sucede entonces cuando un carpintero próximo a la edad de jubilación, que nunca ha necesitado los ordenadores, ni se ha sentido jamás atraído por ellos, tiene que rellenar su CV on-line o cumplimentar impresos oficiales de la misma manera?

Las personas hemos pasado a ser registros dentro de unas bases de datos gigantescas y seguiremos existiendo mientras alguien no borre ese registro. Podremos respirar, pero habremos dejado de existir oficialmente. Lo hemos conseguido, ya no duele la muerte, todo es tan sencillo como pulsar la tecla “Cancelar” en una pantalla.

Porque la situación que nos plantea Loach con su última película es mucho peor que el Londres dickensiano: ahora ya no hay miseria en las calles, ahora casi se podría comer en las aceras, pero a las personas se las aparta, como si de virus troyanos se tratara. Dickens dibujó un mundo inhumano, pero ahora habitamos en unas sociedades deshumanizadas, que es mucho peor, puesto que la humanidad o la falta de humanidad son valores diferentes dentro de un mismo vector. Si suponemos que el vértice del vector es la inhumanidad absoluta y la punta de la flecha la generosidad total, nadie alcanza el 0% de humanidad, de la misma manera que nadie es generoso al 100%, pero humanidad e inhumanidad se mueven en el mismo vector y conviven dentro de una misma persona.

Sin embargo, la deshumanización ocupa un plano diferente. Para la deshumanización no existen las personas. La deshumanización se mueve en regiones sin encarnadura humana. La deshumanización sí es insensible al 100%. Y puede que eso sea muy cómodo. Puede que así gocemos siempre de niveles racionales crueldad, según nos permitan los algoritmos tecnológicos. Pero todo eso conduce, sin duda, a la exclusión de los seres humanos bajo el paraguas de la indolencia: ya se ocupan las máquinas del trabajo sucio.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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11 de noviembre de 2016
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake)

Desde los orígenes del cine han existido directores fieles a sus ideas, seriamente comprometidos con sus principios, atentos a la realidad social de su tiempo y listos para denunciar las injusticias, la desigualdad y el cáncer que siempre crea metástasis en el organismo de las clases más débiles y desfavorecidas. Aquellos seres marginados y abruptamente despojados de sus derechos más fundamentales. Son los perdedores, las infelices víctimas sacrificadas en aras de una sociedad enferma de nepotismo, perversidad y egoismo.
No puedo olvidar, en los albores del cine, cuando la criatura todavía gateaba y aún no había aprendido a hablar, la sobrecogedora "El acorazado Potemkin" de Eisenstein, ni a Chaplin en "El gran dictador", o a Buñuel en su drámatica "Los olvidados"; y conservo en la memoria de mi juventud "Z" y "Missing" del inolvidable ateniense Costa-Gavras que despertó en mí la conciencia de una realidad social tan trágica como insospechada. Y más recientemente, José Luis Cuerda nos hizo vibrar de emoción al tocar las cuerdas más sensibles de nuestro corazón con la entrañable pero a la vez durísima "La lengua de las mariposas".
Pero hoy quería referirme a la última película que ha realizado otro cineasta imprescindible en mi bitácora personal. Un hombre de una honestidad a prueba de cañonazos, británico, con 80 años cumplidos, lúcido y eternamente comprometido en la defensa de los rechazados y humillados por el sistema: Ken Loach. Quién no recuerda sus emotivas y extraordinarias "Lloviendo piedras", "Tierra y libertad", "El viento que agita la cebada" o, más recientemente, "Jimmy's Hall" la cual tuve el placer de reseñar aquí. Nos acaba de llegar su último trabajo que ha merecido nada menos que la Palma de Oro en Cannes. "Yo, Daniel Blake" es una película de muy bajo presupuesto y sin embargo Loach ejecuta una bella sinfonía de inmensa ternura. Su cine es tan reconocible como sus personajes, capaz de trasmitirnos verazmente la triste condición en la que muchos seres humanos sobreviven, no en zonas marcadas como tercermundistas, sino en los suburbios de las grandes urbes de nuestra civilización del bienestar.
Esta historia esta situada en un barrio obrero de la ciudad de Newcastle en la orgullosa Inglaterra, al noroeste de Londres y muy cerca de la frontera con Gales. Daniel Blake es un ciudadano ejemplar, humilde, íntegro y trabajador que en el atardecer de su vida y por una serie de desgraciadas circunstancias, se ve atrapado en la intrincada red burocrática de un Estado cicatero que utiliza todos los recursos a su alcance para hacer inaccesibles sus derechos a los ciudadanos. La razón es obvia, porque todas estas trabas y dificultades tienen como finalidad minar su resistencia hasta hundirlos en la más profunda desesperación para que, en su gran mayoría, terminen abandonando sus justas demandas. Y claro, esta perversa y calculada estrategia ahorra mucho dinero a las arcas del Gobierno a costa siempre de los más necesitados y con menor capacidad de reacción.
Es tal la poderosa capacidad narrativa de Loach, su infinita sensibilidad, el amor y compasión que siente por sus personajes que sentimos en carne propia el interminable calvario por el que atraviesa Daniel, al punto de que al corazón más frío, pétreo y distante se le escapa alguna lágrima tenazmente contenida a salvo de las miradas, camuflada entre la oscuridad que envuelve una afligida atmósfera en la que se respira el poso amargo de esa semilla que el maestro sabiamente ha diseminado por cada rincón de la sala. Chapeau, Ken, y larga vida.

Emilio Castelló Barreneche
Rómulo
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25 de febrero de 2017
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo que Ken Loach habla de dos cosas principalmente: en primer lugar de que la clase obrera es cada vez más compleja y deja de ser el obrero masculino trabajador para pasar a representar muchas otras situaciones: madres solteras, jóvenes que trapichean, pobres que viven de la caridad… En segundo lugar, que todas estas personas se ven abocadas a una suerte de vida miserable debido a la falta de sensibilidad de los mecanismos sociales y económicos, perdiendo la condición de ciudadanos y debiendo recurrir a mecanismos de solidaridad cada vez más precarios.

Por último, me ha sorprendido que, a diferencia de otras películas recientes, vuelve a aparecer un final trágico ¿está Ken Loach perdiendo la fe en la humanidad? Independientemente de ello, la película es redonda, una de las mejores de este director.
El_drogas
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16 de junio de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre recordaré aquel momento en que me hallaba haciendo fila, en una oficina del municipio, para que se me expidiera una constancia que, según veía avanzar a la gente, no tardaba más de dos o tres minutos… pero, justo cuando el siguiente era yo – ¡y era el último! -, el empleado se levanta, me mira fríamente y dice imperativo: “Ya no atiendo a nadie más. Vuelva a las dos”. Me tocó esperar, lejos de mi casa y sin dinero para un almuerzo, ¡dos horas!, por algo que a éste individuo le hubiese costado, cuando mucho, tres minutos. Es el sadismo burocrático y muchísima gente habla de ello: Dejan en más espera a la gente que lleva horas esperando, para ir a tomarse un tinto que les toma ¡15 o 20 minutos!; y si es un desayuno -cuando de casa Tendrían que llegar desayunados- no se toman menos de media hora. Abandonan el puesto con cualquier excusa. Cancelan citas cuando la gente ya está presente. Telefónicamente hacen negocios o parlotean con sus amigos y familiares, en horas de trabajo… y, muchas veces, por absurdas normas del Estado, ponen toda suerte de trabas para necesidades urgentes.

La burocracia –con las sagradas excepciones que, como siempre, salvan la imagen, y por fortuna son los más idóneos- ha generado, a lo largo de la historia, mucho sufrimiento, dolores de cabeza y lamentables resultados en un incontable número de personas. Son la gran vergüenza de casi todas las naciones, sobre todo cuando, además, despilfarran los recursos o se roban el dinero público con toda suerte de componendas.

Al director, Ken Loach, un hombre del más alto compromiso con las clases populares y a quien le duelen, enormemente, las profundas desigualdades que se dan en su país y en el mundo entero, el rol de las instituciones gubernamentales también lo ha picado, y con esa marcada austeridad que ha caracterizado a casi todas sus producciones, vuelve a la carga para hablarnos de la vida de un gran hombre viudo y solitario, quien, luego de ser víctima de un paro cardíaco que le impide trabajar, tiene que agregar a su vida los grandes tropiezos que le impone la burocracia para poder acceder a la ayuda del Estado.

En su camino, Daniel Blake, va a conocer a Katie Morgan, una mujer con dos pequeños hijos, que también las está viendo negras para encontrar una solución a sus difíciles problemas económicos. Así, ambos sexos quedan debidamente representados y cada quien padecerá la indiferencia, el oportunismo, el sufrimiento… y la rabia que todo ésto genera.

Una vez más, Loach parte de un guion de su más estrecho colaborador, Paul Laverty, y el resultado es una obra cinematográfica reveladora, integracionista, altamente sensible y plena de realismo, que le mereció su segunda Palma de Oro, por Mejor Película, en el respetado Festival de Cannes. Cada personaje, incluidos los niños, lucen aquí con el más alto aliento, y Loach, vuelve a demostrar que sólo cuando los pueblos se unen, es cuando comienzan a verse resultados.

Dave Johns, actor mucho más conocido por su labor en la stand-up comedy y en la televisión, tiene aquí su primera aparición en un largometraje, y extrañamente, en un rol dramático aunque no exento de buen humor. Esta potente actuación, le mereció el premio de la BIFA (British Independent Films Award) y su carrera en el cine comienza ahora a desarrollarse. Actriz y dramaturga, Hayley Squires, venía de tener la satisfacción de que su primera obra, “Vera, Vera, Vera”, fuera producida por la Royal Court Theatre, y su aparición en, <<YO, DANIEL BLAKE>>, es, quizás, lo más importante que ha hecho hasta la fecha.

Ken Loach, preclaro ejemplo de lucidez (rodó esta película con 80 años de edad) es uno de esos nombres que permanecerán para siempre en la historia cinematográfica.
Luis Guillermo Cardona
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24 de diciembre de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ken Loach es un director acostumbrado al cine social y mediante este, poder denunciar alguna irregularidad dentro del quehacer cotidiano. Con “Yo, Daniel Blake”, el veterano realizador, ofrece una aguda crítica a los poderes públicos de Gran Bretaña, mostrando la agresión que estos provocan.
Con un suntuoso guión de Paul Laverty, la historia nos presenta a Daniel Blake, un carpintero que a sus 59 años sufre un infarto y tiene como última opción visitar un hospital y necesitar de la asistencia social. Sin embargo las cosas se complican cuando debe buscar un empleo, tenía prohibido por órdenes del doctor realizar otro trabajo, ya que una sanción podría recibir y sin un oficio no podría optar por una pensión. En medio de las congojas, Daniel conoce a Katie, una madre soltera que debe sacar a delante a sus pequeños hijos.
La dirección de Loach es soberbia, se dedica minuciosamente a relatar una historia conmovedora y realista, y presenta de manera concisa esa diferencia entre un ciudadano y el sistema.
La puesta en escena es sencilla pero ayuda a darle ese toque de realismo, hay poca o nula intervención digital y la fotografía, a cargo de Robbie Ryan, utiliza muy la luz natural, dándonos un trabajo muy bueno.
Las actuaciones son aceptables, en especial el papel desempeñado por Dave Johns. Las demás interpretaciones son rescatables.
En fin, “Yo, Daniel Blake” es un filme de crítica social y que logra su objetivo, aunque nosotros no seamos británicos y no conozcamos muy bien esta realidad, Loach nos hace partícipes de esa situación que en nuestro país puede suceder algo parecido. Excelente.
Daniel Calderón
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