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España España · Videodromópolis
Críticas de Max Renn
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Críticas 9
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
3 de diciembre de 2014
21 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Drive”-meets-“La noche de Halloween”-meets-“Terminator”…

La dupla Wingard & Barrett, director y guionista, regresa para aporrear la mesa y presentar sus credenciales tras frecuentar el género de terror con la discretísima “A Horrible Way to Die”, los segmentos de la irregular franquicia found-footage “V/H/S” y el fallido home invasion slasher “Tú eres el siguiente”, que eran propuestas con cierto interés, si bien, al mismo tiempo, constituían, creo, una lógica fase de aprendizaje que se ha coronado con “The Guest”, su cumbre, su obra más redonda, que corrige anteriores (y comprensibles) titubeos y errores al lograr la perfecta concreción de sus intenciones en un producto final sorprendentemente pulido y medido. Así, rinden tributo a los postulados de la serie B con claro sello ochentero, situando un pie en el slasher (tardío setentero) y otro pie en el exceso de la acción musculosa y macarra tan genuina de aquella década hiperbólica que podríamos plasmar en la mítica productora Cannon Films, santo y seña de la (sub)cultura del videoclub. En este sentido, los referentes son evidentes y la película los asume y los luce orgullosa de ellos.

Pero el aspecto que le otorga un encanto especial, bajo mi punto de vista, es la inyección de un tono fantastique halloweeniano que traslada la historia y los personajes a un terreno irreal en el que uno participa de la fiesta como un invitado más, sabiendo la total autoconsciencia de una cinta que se puede tomar como un juego lúdico entre autor y espectador, sobre todo si ambos son amantes de estos géneros y reconocen sus códigos y tópicos, que son tratados bajo un prisma paródico muy divertido (sin llegar a la astracanada) ya desde el estupendo uso de la banda sonora y la elección de una estudiada planificación que denota la asunción de los tics de aquello en lo que se inspira. Y es más: el pulso narrativo recuerda al Carpenter firme que aprovechaba con inteligencia sus ajustados medios.

Wingard y Barrett, los muy zorros, desperdigan calabazas por doquier, ambientan el final en una suerte de imposible y laberíntica party hard pocha de los no-muertos con coloridos saturados del giallo, guiñan el ojo a “Drive” y a la pose pétrea y cool de Ryan Gosling con una complicidad desarmante (quizá también maliciosa), recurren al detalle del mad doctor en una fuga argumental desconcertante (otra vez la identidad como concepto reiterado del signo de nuestro tiempo), transforman a su protagonista en una seductora entidad (en un Coco con reminiscencias de corte Michael Myers) a amar, odiar, temer y derrotar, les dan una paliza a una pandilla de malotes escolares y visten a la adolescente de camarerita deliciosa que-graba-CDs-con-amor.

Según avanza, la película se va soltando el pelo hasta instalarse en el delirio y desmelenarse entre balazos y un encuentro final tan previsible como inevitable que vuelve a jugar irónicamente con las constantes de los géneros. La trayectoria comienza con un plano de una figura no identificada corriendo y, enseguida, pasamos a la disimulada invasión del hogar y al hechizo inmediato al que son sometidos los miembros de esa familia cuyo “nuevo amigo”, un soldado que dice haber conocido al hijo fallecido, va alterando el orden paso a paso, fruto de una conducta extraña que combina la amabilidad y el carácter servicial con gestos tenebrosos, lo cual confecciona un ambiguo lienzo que otorga mayor misterio e inquietud al Boogeyman. Aunque Wingard nunca abandona la desvergüenza en su acercamiento al conglomerado genérico, en ciertos instantes extrae un abismo insondable de la magnética mirada (para perderse en ella) de Dan Stevens, cuyo papel es un premio (millonario) de lotería para un actor.

Un bombazo la mar de disfrutable al que rendir adoración incondicional y revisar miles de veces.
Max Renn
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8
3 de noviembre de 2014
25 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
El mundo en su recta final tras los efectos arrasadores del colapso económico. Agonizando ya. Consumiéndose a sí mismo. Sin esperanza, sin futuro. Quizá pueda producirse un renacimiento, una reconstrucción, a partir de una vuelta a la condición primitiva del hombre. Pero el estado de las cosas en el universo perfilado por David Michôd (“Animal Kingdom”) no tiene arreglo, pues la descomposición es evidente: tierras quemadas y personajes condenados y malheridos, atrapados en una dinámica de caída permanente. Extinguiéndose. Y el paso siguiente, fijaos, podría no ser otro que el posapocalipsis mad max de su compatriota George Miller.

El comienzo, desconcertante, con la extraña entrada al karaoke oriental ubicado en pleno desierto, punto de encuentro marciano que operaría como puerta a otra dimensión, me recuerda, en cierto modo, a Nicolas Winding Refn y su manera de enfocar Bangkok como espacio ajeno, un tanto sobrenatural incluso, en la fundamental “Sólo Dios perdona”. Y es que descoloca la fusión de dos culturas tan distintas, lo cual diría que resquebraja aún más la identidad de los aussies.

Es posible que la propuesta, una suerte de mixtura western & crime drama, adolezca de alguna caída de ritmo (que acelera y desacelera a conveniencia), algún parón molesto y que se alargue más de lo prudente, pero su potencia como misil a la línea de flotación de la sociedad económica y, por extensión, a nuestra naturaleza humana no es poco bagaje. Inquietante puesta en escena donde la escasez y la devastación son prácticamente totales: paisajes infinitos y áridos, construcciones destruidas, mínimas comunidades de infraseres aislados, violencia que estalla sin previo aviso, comunicación verbal inexistente o de difícil fluidez, calor sofocante, suciedad incrustada, recursos agotados y hasta determinados elementos bizarros (el enano, la mujer) son residuos de una civilización ya en fase de coma, que muta en algo grotesco antes de vivir los últimos estertores. Una barbarie que, como apuntaba antes, iniciará un nuevo mundo o una barbarie que adelanta los síntomas del miserable final del mismo.

Un estado de crisis que se expresa tanto en ese escenario hostil como en su protagonista, encarnado por un Guy Pearce demacrado, de físico retorcido y consumido, de movimientos zombificados, casi autoprivado del habla y que persigue un objetivo: recuperar su coche (lo único que le queda) a toda costa, que le han robado tres tipos en plena huida. A partir de ese incidente, da inicio una road movie sequísima y desapacible que representa la nada, el cero, el fin. Lo de menos es la trama, que es ínfima: simplemente supone la excusa para mostrar una civilización acabada mediante la imagen abrasiva de Michôd y una música que puntea el merodeo por el infierno. Y al lado de Pearce, un sorprendente Robert Pattinson en un rol de retarded ciertamente convincente.

Su final, inesperado, conmovedor, aporta los últimos vestigios de una humanidad enferma.

Y una vez más, el cine australiano de género ofrece hipnóticos terrenos visuales, un tono de extrañeza muy característico de aquellos entornos salvajes e inmensos y una sensibilidad especial que sólo podría proceder del país de los canguros, cuya tradición cinematográfica resulta imprescindible en estas lides.

http://videodrome.wordpress.com/
Max Renn
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9
3 de noviembre de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
1. Rob Zombie, de nuevo, y como es nota común en su estimulante filmografía que tanto debe a los mágicos (e irrepetibles) años setenta, refleja su simpatía por el Mal, por el ser grotesco, por el villano, por el perturbado, por el outsider, por el elemento ajeno al mundo cotidiano o políticamente correcto. El antihéroe, o el jodido, o el enfermo, o el inestable, o el monstruo… Los personajes con taras y poco o nada recomendables brillan en el universo Zombie.

2. Retrata calles y viviendas desde una óptica sombría, mostrando espacios oscuros, grises, anodinos… La existencia rutinaria se configura como un limbo desapacible y mortecino, lo cual contrasta, curiosamente, con los colores vivos y llameantes de las irrupciones de ese “otro” mundo oculto que, con perversa ironía, resulta mucho más atractivo, magnético, de mayor grandeza… Digno de sumergirse en él aunque a cambio entreguemos el alma. La blasfemia visual.

3. Espacios abiertos amenazantes. No se limita a manejar escenarios cerrados asfixiantes en los que la claustrofobia contribuye a la desazón, presente en el apartamento de Heidi y los pasillos de su edificio, sino que sale a la calle y es capaz de sacar partido a personajes filmados a larga distancia y en soledad para mantener un desasosiego constante, incluso filtrando la posibilidad de que algo o alguien surja desde detrás de un árbol o de una esquina y te lleve con él/con ello. Ejemplo: las escenas de transición de la propia Heidi andando por una ciudad tan gris como los núcleos urbanos de la muy notable “Halloween II”. Es como si Zombie hubiera tomado buena nota del Carpenter de “Halloween” en cuanto al aprovechamiento de exteriores.

4. El espectador en el rol de observador en primera instancia… y como testigo directo después, asemejándose a la propia vivencia de la protagonista, que entra en un determinado estado de impacto (o de lo que sea) que el mismo público también puede experimentar debido a la estudiada sucesión de imágenes que el director lanza a diestro y siniestro en modo collage. Así, la misma película sufre una transformación conforme se desarrolla y afecta al que la ve.

5. La indudable potencia visual (y sensorial) de momentos como la extraña entrada a esa suerte de catedral satánica en la que aparece cierto personaje perturbador, dando una impresión de grandeza, de epicidad diabólica, que embelesa y hechiza: a ella y a nosotros.

6. La iluminación de los pasillos y las estancias del edificio donde se aloja la protagonista. Una oscuridad quebrantada por fuertes focos de luces blancas aquí y allá que rasgan lo negro. O el rojo agresivo que envuelve la sacrílega cruz de neón.

7. Los problemas personales en el pasado de Heidi y su vida actual apagada y monótona, como si su devenir en el relato fuera la única salida posible a un día a día no especialmente excitante, sino más bien imbuido de una pocha desidia.

8. La iconografía satánica de Zombie formada por símbolos e imágenes que remiten no a algo etéreo, sino a una fisicidad inquietante que se materializa orgánicamente. El comienzo, con el aquelarre de brujas, es sucio y feísta. Más adelante, la representación del Mal se vuelve de estética más sofisticada y barroca. A estos elementos del escenario, añado dentro del apartado “iconografía” (je) al reparto elegido, formado por intérpretes-iconos en papeles secundarios que podrían vivir 24/7 en el cine que el director adora.

9. Las numerosas influencias. Referencias múltiples, sobre todo, a la obra de Roman Polanski: se apunta a “La semilla del diablo”, “El quimérico inquilino”, “Repulsión” e incluso “Macbeth”. También a Stanley Kubrick, y aquí señalaría “La naranja mecánica” (el montaje de imágenes en la parte final, el dormitorio de Sheri Moon), “El resplandor” y “2001”. Hasta el delirio de Ken Russell, el esteticismo de Dario Argento o el underground de Kenneth Anger son invocados en alguna medida.

10. Las posaderas desnudas de Sheri Moon Zombie… y sus aposentos.

http://videodrome.wordpress.com/
Max Renn
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10
3 de noviembre de 2014
6 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Películas que te fascinan hasta el punto de verlas y volverlas a ver varias veces; hasta el punto de exprimirlas y agotarlas; hasta el punto de acabar realmente harto de ellas tras haberlas interiorizado. Me ocurrió con “Drive”. Y también, cómo no, con “Sólo Dios perdona”, que a mi juicio es, a día de hoy, la cumbre de su director por sublimar sus obsesiones, su estilo, su manera de entender el arte y las emociones. En paralelo: las bandas sonoras de Cliff Martínez escuchadas en bucle, al borde del colapso auditivo de un servidor. Embriagado, en fin, por lo que proyecta el cine: imágenes y sonidos agitándose en mi interior, colmado por el artefacto audiovisual que me ha perforado la mente y el corazón. Visualizas escenas y tarareas las composiciones de Martínez: extraes la ficción y te la llevas a cuestas durante el día. Entras en la película y la película entra en ti mediante un diálogo entre obra y espectador que, por desgracia, resulta poco frecuente. Porque a veces uno siente que ese producto ha sido elaborado para sí mismo.

En breve, la definiría como una avasalladora experiencia sensorial de numerosas ramificaciones y significados a partir de parábolas que envuelven toda la narración en un claro tono de pesadilla enfatizada al límite. Obra esencialmente simbólica y de estética agresiva que parte del cine de género (es otro western, otra venganza) y transmite no desde el diálogo ni desde un desarrollo argumental extenso y complejo, sino a base de una trama sencilla, de decisiones formales minuciosas y de personajes (o más bien entidades) de apariencia arquetípica pero fondo potente, extremadamente turbio, de gestos inexistentes o excesivos, que proyectan muchos recovecos primarios, esenciales, de la condición humana. Y ahí, como lienzo casi en blanco, el espectador ha de participar, rellenar huecos y sentir, sobre todo por lo que se refiere a un primer tercio introspectivo que nos va zambullendo en los pozos íntimos de Julian.

Desmenuzada plano a plano, estoy seguro de que podríamos interpretar multitud de emociones, sensaciones y traumas que se ocultan tras las sombras y la gama, nada casual, de colores saturados (palpitantes, incluso) de Larry Smith: también tras las notas de una música que apoya y enriquece la narración, que la lleva a otro nivel de consciencia, que acompaña el pausado tempo al límite de la contemplación o de lo ritual. Terreno minado sobre el que proyectar miedos, pasiones, mutilaciones afectivas y hasta sueños masculinos. Desde la naturaleza del cine de género (suerte de western febril, ya lo decía, en un espacio vivo como Bangkok), y sin pretender explayarse en sus resortes más característicos, se expande en direcciones que abarcan el mito de Edipo, la redención, el pecado, la culpa, el castigo, la sumisión, el retorno al útero, la búsqueda del infierno como presagio, la castración, el duelo, la ensoñación, la inadaptación, la violencia descarnada, el código ético, etc… Más que en “Drive”, que es el referente popular más próximo en el tiempo, aquí los elementos genéricos le sirven a Winding Refn para tratar conceptos elementales desde un enfoque mucho más cercano a la abstracción de “Valhalla Rising”, lo que supone un nuevo cambio de tercio alejado de cualquier postura acomodaticia.

¿El precio a pagar? El rechazo de gran parte del público y de la crítica. Las acusaciones de pretenciosidad (¿es per se algo malo?). También el peligro de ser ridiculizado, parodiado; incomprendido. Pero me parece muy loable el riesgo que asume, y que denota o bien su determinación de conservar una independencia creativa innegociable o bien su locura contagiosa de autor de corte kamikaze. Despojado de los referentes reconocibles (y asumibles) de “Drive”, aquí, desde un mínimo, despliega una sensorialidad radical que se multiplica en capas de significado filtradas por la propia experiencia/sensibilidad del espectador. Entiendo, en todo caso, las reticencias, pues hay pocos asideros a los que agarrarse y el desconcierto no puede ser mayor. No sería de extrañar que el tiempo la ponga en su lugar y dentro de unos años sea percibida de otra manera (o no).

Espectros en Bangkok, al fin y al cabo.

http://videodrome.wordpress.com/
Max Renn
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10
3 de noviembre de 2014
19 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo haber comprado hace unos 10 años una novela de la que no conocía nada. La vi en las estanterías de un centro comercial (!!!) e inmediatamente me llamó la atención su título (“Bajo la piel”, en Anagrama), su portada y el texto de su contra. También desconocía a su autor, Michel Faber. Me la llevé a casa y me la ventilé en un par de días, del todo hipnotizado por la perversa imaginación de una narración de corte fantástico pero muy enraizada en la realidad, que fundía lo inconcebible con el sexo, la carne, la sangre y el hueso. Una obra, en fin, perturbadora y enclavada en lo que ahora se llama fisicidad.

Y he aquí que la adaptación perpetrada por Jonathan Glazer es, permitidme el entusiasmo, sencillamente alucinante: cómo descarta paja narrativa (por así decir), elimina impurezas y alcanza la esencia de Faber, haciendo corpóreo el horror sin necesidad de recurrir a viejas artimañas efectistas ni a discursos comunes. Y con qué convicción toma ciertas decisiones estéticas (desde la sofisticación formal de encuadre matemático a la cámara a pie de calle), sonoras (desde el sonido impuro del detalle mundano al score ambient de Mica Levi) y de estructura narrativa y de ritmo: acelera y frena, se activa y languidece, recurre a la elipsis y a la evocación, respondiendo a una extraña cadencia que parece ir por libre, sin sujeción, para desarrollar, con una tensión interna medio oculta pero implacable, un encuentro entre especies que está condenado a la destrucción mutua. Para ello, envuelve su historia de una atmósfera opresiva, incómoda y despiadada a la que contribuyen los paisajes de la Escocia urbana y, también, la natural: es justo en este último ámbito donde acontecen dos de las escenas más brutales del cine reciente, y en concreto me refiero a la tragedia y al desamparo humano que tienen lugar en una playa (no digamos más) y, en el caso de la otra, a un desenlace en bosque siniestro que recuerda al efecto devastador del final de “Twentynine Palms”, de Bruno Dumont. En definitiva, un pesimismo existencial verdaderamente hiriente.

Por lo tanto, estamos ante un fantástico insertado con precisión en una realidad sucia, o en una naturaleza hostil, o en unas relaciones humanas (y no humanas) crudísimas. Lección maestra de cómo conseguir que el género se filtre por los poros de la existencia rutinaria hasta el punto de meterse bajo la piel del propio espectador para hacer creíble lo increíble e involucrarnos en una mirada a un abismo monstruoso que espera tras una puerta.

Añadamos, en lo destacado, su eficaz e inteligente imaginería: la carcasa de piel flotante, la suspensión en esa sustancia oscura que atrapa tras la seducción, la propia deformidad física como puente de unión con lo diferente, el final arrasador e inevitable, bajo capas de identidad, que volatiliza cualquier esperanza… Elementos, algunos pertenecientes a otro nivel de consciencia, que se presentan ensamblados con lo cotidiano formando un todo y que redondean un producto sublime.

Sugiere TANTO…

http://videodrome.wordpress.com/
Max Renn
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