Documental alejado de cualquier maniqueismo ideológico que ofrece una visión pulcra y objetiva de la reciente historia de Cuba, desde 1976 hasta la muerte de Fidel Castro en 2016. El devenir del país caribeño a través de los ojos de tres familias con las que el director del documental, Jon Alpert, crea un vínculo personal y de amistad verdadera que proporciona al espectador un retrato sincero de la realidad cubana. Momentos de la vida de un país.

El único aspecto en el que destaca El mismo cielo es en el acierto de atrezzo a la hora de recrear la puesta en escena de Berlín en los años 70. Salvando esto, la serie en sí es un sufle que ni siquiera llega a hincharse. Compararla con otras series de espías como The Americans o Deutschland 83 solo sirve para mostrar sus carencias. En ningún momento la trama llega a enganchar como para que te queden ganas de ver un episodio tras otro y su carga política con personajes planos y estereotipados es tan evidente que roza casí el esperpento.

Serie floja, pero floja floja. No despierta el interés más allá del primer capítulo y los siete restantes son una cuesta abajo permanente. No consigue crear intriga en ningún momento porque se intuye la trama y se sabe lo que va a ocurrir antes de que pase.

Más allá de la dificultad de conciliar vida laboral y familiar que padece la protagonista de esta película y su familia, el film nos presenta la dicotomía entre los dos mundos dónde se mueve Juliette Binoche. Dos mundos que se dan la espalda. El llamado “Primer Mundo” donde quedan su esposo e hijas; un lugar de hogares confortables, buenas escuelas y bonitos paisajes. Un mundo apacible y sobre todo, seguro, del que mantenemos alejada la idea de la muerte, pero que la “ropa de trabajo” de Binoche hace presente hasta el punto que el marido, montado en cólera, arroja fuera de la casa enseres y cámaras que ella utiliza en sus viajes de trabajo porque “huelen a muerte”. Porque una cosa es comprometerse desde casa con la muy loable lucha contra la contaminación de los océanos y otra muy distinta es dejar que la seguridad de nuestras vidas, de nuestros hijos, se vea no solo perturbada sino amenazada. Pero la protagonista ha tenido la suerte o desgracia de ser una de esas personas “indignadas” ante tanta crueldad e injusticia que no pueden mirar hacia otro lado, sino que siguen adelante con aquello para lo que están llamados a hacer en la vida, aún cuando ello les suponga tremendas renuncias personales; renuncias cómo no poder ver crecer día a día a tus hijos y el convivir con el sentimiento de culpabilidad de saber el dolor que les causas con tu ausencia y con los peligros a los que te expones. Y aunque parezca que Binoche renuncia a su vida familiar por la profesional, es su faceta de “madre” la que prevalece; pero en un concepto de maternidad más amplio: ese que nos convierte a los adultos en responsables de procurar el bienestar y el futuro no sólo de nuestros propios hijos sino –dentro de nuestras posibilidades y capacidades- de todos los niños del mundo.

La última Concha de Oro del Festival de San Sebastián es una oda visual al voyeur que todos llevamos dentro. Un voyeur que anhela ir más allá de la simple observación porque desea convertirse en un maestro de ceremonias de su pequeño teatro. Lo que en un principio se presenta como un ejercicio de literatura sirve para revelar rápidamente al profesor y al alumno como unos aprendices de demiurgos, que intentan controlar y manipular a esa en aparencia apacible familia de clase media. Una manipulación que ayuda a que este film, sustentado también en unas magníficas interpretaciones, vaya adquiriendo a lo largo de su metraje trazos del mejor thriller y que se cierra homenajeando sin ningún disimulo a La ventana indiscreta, con asesinato final incluído.