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España España · Barcelona
Críticas de obscinedades
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Críticas 10
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
13 de diciembre de 2008
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desnuda de todo exceso hasta alcanzar un minimalismo en ocasiones robótico, Robert Bresson hace de este film una experiencia visual estimulante y distinta. La historia que propone la película, expresada en un sucinto avance a modo de prólogo –en el que se adivina la invitación a que el público se ‘olvide’ de la sucesión de los hechos en sí para concentrarse en cómo son descritos-, habla de uno de los temas preferidos de la Historia del cine: el inadaptado.

Si ya el prólogo puede entenderse como un ejercicio de síntesis, el resto de la cinta sigue evitando dar rodeos para apostar definitivamente por un cine muy directo. Su sentido de la inmediatez se manifiesta en la manera de concretar hasta el límite los elementos de la puesta en escena, que lejos de excusar su austeridad ponen el énfasis precisamente en ésta –de lo cual puede deducir el espectador la personal concepción del cine que defendía el autor; hay aquí una filosofía detrás de las formas, una reflexión teórica que brota de cada una de las imágenes-.

Con abundantes elipsis y preeminencia de planos medios, Bresson compone una película que explota en las escenas de robos, auténticas coreografías de manos y pequeños gestos, de movimientos ágiles y precisos con un montaje prodigioso y más que eficaz, tan dinámico, claro y exacto como los actos que muestra y que hace de ellas verdaderas escenas de acción y suspense. Durante estas escenas el espectador siente una emoción y una seducción tales que comienza a entender la inclinación de su protagonista. La renuncia a la inserción de banda sonora extradiegética en pro de un sonido más naturalista contribuye increíblemente a reforzar el suspense, demostrando así que si bien en ocasiones la introducción de música permite subrayar o crear cierta emoción, otras veces simplemente la aplasta.

Hay un algo vivo, un algo que respira en estos momentos y que se contrapone con el resto del mundo de Michel en un París habitado por gentes como narcotizadas que vienen y van. El protagonista reacciona contra su gris realidad y alcanza su realización mediante el robo. En este punto, la atracción del protagonista por el delito es liberadora, y se convierte en un medio para explotar su talento y desarrollar su creatividad. El entusiasmo y la meticulosidad con las que aborda el aprendizaje y la ejecución del robo, es comparable con la que los artistas sienten frente a sus obras, de manera que podría incluso trazarse paralelismos entre la manera en que Michel roba y Bresson hace cine. Se descubre en algunas escenas cierta noción del delito como arte, dicho esto con todas las precauciones posibles, y siguiendo el razonamiento cabría incluso dar la vuelta a la teoría y sugerir su contrario, el arte como delito, puesto que toda obra, si de verdad es interesante, supone una ‘agresión’, una infracción, una contravención.

Obscinedades.
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5
13 de diciembre de 2008
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La tiranía del actual modelo cinematográfico en cuanto a duración estándar de los filmes supone en muchos casos un lastre para las propias obras y, como consecuencia obvia, para el espectador mismo. El hecho de que semana tras semana el público se encuentre con estrenos en los que indiscutiblemente la historia no da para llenar los aproximadamente cien minutos que se supone ha de durar una película (especialmente si ésta tiene pretensiones comerciales), y que por tanto el autor se vea obligado a alargar insufriblemente la acción o a rellenar la historia principal con otras totalmente prescindibles, debería estimular cierto debate. Parece ilógico que las narraciones deban adecuarse a un tiempo que no le es natural, sino que está previamente definido y que no es buen acomodo para muchas de las obras. Las convenciones vigentes no permiten que el cine defina su propia duración en función de sí mismo. Como inevitable resultado las obras se resienten.

1408 pretende ser una cinta de terror y suspense, y a ratos lo consigue. Un novelista frustrado reciclado en escéptico escritor de best-sellers paranormales, una habitación de hotel maldita… nada nuevo, sin embargo durante los cuarenta primeros minutos el director entretiene y asusta gracias a un buen trabajo del sonido y a un montaje eficaz a tal propósito. Este primer tercio del film se disfruta sin mucho esfuerzo, pero no es suficiente para mantener el resto, pues a base de repetir la misma fórmula –digna pero algo simple-, ésta pierde fuerza. El problema es precisamente que casi siempre se limita a dar sustos puntuales que levanten al espectador de su butaca, no a crear una atmósfera verdaderamente terrorífica que conmueva y perturbe. Con los modernos sistemas de sonido de las salas no es complicado hacer saltar al público de sus asientos, sin embargo -y esta es una de las características de los clásicos del terror- hacer que el espectador siga inquieto una vez haya salido del cine exige un mayor esfuerzo y una gran capacidad para sugerir. Se agradece no obstante ciertos detalles como la ausencia de elementos tan de moda en el cine de terror actual como las vísceras, la sangre o los cuchillos, o el hecho de situar el hotel maligno en pleno centro de Nueva York.

Por otra parte, 1408 fracasa estrepitosamente en su tentativa de conectar los espectros al uso con los fantasmas interiores del protagonista. Al tratarse de una adaptación de un relato corto podría interpretarse como un esfuerzo de los guionistas para alargar la acción hasta alcanzar la duración tipo de la que se hablaba al comienzo. Pero más forzada aún es la controvertida conclusión final en la que se insinúa la necesidad de creer como salvación, consideraciones pseudo teológicas éstas que, incapaz de profundizar realmente y relacionarlas de forma efectiva con la historia, bien podría habérselas ahorrado su director y decantarse por el entretenimiento puro, terreno en el que parece sentirse más cómodo.

Obscinedades.
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1
13 de diciembre de 2008
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Podemos asumir la falta de ritmo o la irregularidad de éste en las producciones españolas como un mal endogámico de nuestra filmografía. Por supuesto no es el único vicio de nuestras películas, y por supuesto no es un defecto que aparezca en el cien por cien de éstas, pero sí supone un peligroso denominador común sobre el que cabría reflexionar. Canciones de amor en Lolita’s Club, basado en la novela homónima de Juan Marsé, es una de estas obras en las que la carencia de ritmo es tan patente como incómoda, y es que después de un arranque más o menos interesante la película se pierde irremediablemente en un mar de escenas ciertamente aburridas, escasas de fuerza y atractivo, y a veces incluso grotescas.

Cuenta las historia de dos hermanos gemelos con sendas deficiencias: una emocional, la de Raúl, un policía alcohólico y violento que tras ser expedientado decide visitar a su familia; y otra intelectual, la de Valentín, que hace de chico para todo en el prostíbulo en el que trabaja Milena, de la cual está enamorado. Eduardo Noriega interpreta con notable esfuerzo pero desigual suerte ambos personajes, ya que si bien se llega a percibirlos como dos almas diferentes –algo nada desdeñable por otra parte-, en ocasiones desbarata de palabra todo lo que había expresado con la mirada, sin duda punto fuerte del actor. Lo cierto es que el espectador no llega nunca a comprender las motivaciones exactas de estos personajes, y muchas de sus decisiones parecen aleatorias y sus acciones gratuitas.

Algunas de las escenas, como el encuentro con el mafioso Moncho Tristán y sus matones en un bar, rozan lo risible, dejando al espectador circunspecto. Por si fuese poco abundan los diálogos extremadamente forzados, que cuando no son utilizados para enmascarar la descarada imposibilidad de contar visualmente lo que se quiere decir –porque este es un cine que se dedica a contar, no a mostrar, en cierto modo un no-cine, o un cine menor en cualquier caso-, vienen a subrayar molestamente hechos ya sabidos, como si el director tuviese la impresión de que el espectador es un niño al que hay que tomar de la mano para que no se pierda. A todo esto se suma la falta absoluta de interés y creatividad visual, con reminiscencias al cine de los setenta, especialmente en lo que a desnudos se refiere. Éstos están rodados con un talante que recupera los peores momentos del consabido cine del destape en un desafortunado ejercicio de retrogradismo cinematográfico, como si Aranda no hubiese superado el hecho de que filmar una teta no es cine de riesgo.

Se trata pues de una obra que para nada supone un paso adelante en la ya extensa carrera del director barcelonés, ni mucho menos en el conjunto de nuestra cinematografía, cuya principal virtud es evidenciar gran parte de las carencias típicas del pasado y del reciente cine español. Sirva acaso para señalar el camino que nunca se ha de recorrer.

Obscinedades.
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9
13 de diciembre de 2008
15 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la impecable primera escena de la película una puerta se abre, en un doble encuadre –el de la cámara y el de la puerta, con la silueta de Martha cruzando el umbral- Ethan Edwards cabalga lánguidamente hacia la casa aún con el uniforme confederado tres años después de finalizarse la Guerra de Secesión. Así nos presenta John Ford a su héroe: volviendo cansado a un hogar que no es el suyo con el viejo uniforme de una guerra que no pudo ganar. Acaso en esta ocasión no sea ya John Wayne un héroe.

Ethan Edwards es un personaje lleno de sombras y así lo rueda John Ford en un maravilloso ejemplo de sabiduría y sensibilidad cinematográfica. Pareciese que Ford huyese de los primeros planos claros a su protagonista con la misma sutileza y firmeza con que Ethan huye de las preguntas sobre su pasado. Y es así, entre las sombras, donde el protagonista parece más cómodo. Sabemos que profesa un odio fanático a los indios, especialmente a los comanches, sin embargo es un gran conocedor de sus costumbres y creencias y en ocasiones parece hablar de ellos con admiración. Pero es que entre los blancos tampoco deja nunca de sentirse un extraño, hecho que Ford se encarga de subrayar en múltiples escenas –esas puertas que siempre se cierran dejándole fuera-. Ethan Edwards no tiene raíces, no es blanco ni comanche, es del desierto. Es la personificación misma de la tierra y la época en la que habita, con sus contradicciones, su brutalidad.

Este es un western que toma distancia con muchas de las convenciones clásicas que venían repitiéndose en este tipo de películas. Para empezar, resulta complicado calificar a su protagonista de “héroe”, un déspota racista y malhumorado con un comportamiento y una ideología sobre las que cabría guardar muchas reservas –hasta sus propios compañeros se espantan cuando dispara a unos comanches en su huída-. Por otra parte Ford no nos muestra en ningún momento los asesinatos cometidos por los indios, mientras que no escatima en imágenes de los perpetrados por los blancos e incluso de una matanza de la “intachable” caballería de los EE.UU.; uno podría preguntarse quienes son los salvajes en esta película. Más aún, cuando al final del metraje Ethan se encuentra cara a cara con su antagonista, el jefe comanche Scar, pareciese estar mirándose en un espejo, y tampoco se debe dejar pasar por alto el extraordinario parecido con que John Ford filma a ambos personajes.

Obscinedades.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
obscinedades
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1
13 de diciembre de 2008
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
De cuando en cuando surgen determinadas producciones que, como en el caso de MyWay, ostentan la encomiable virtud de poner de acuerdo tanto a crítica especializada como a público en general: a nadie le gusta. A la espera de saber cómo resultará finalmente su paso por la taquilla y por varios festivales nacionales e internacionales, augurar un discreto papel para la nueva obra del realizador J. A. Salgot –que allá por 1980 tan positivamente había sorprendido en su debut con Mater amatísima- no sería una apuesta demasiado arriesgada.

Myway cuenta la historia de un pequeño narcotraficante de mediana edad, Marc, centrando la atención en su entorno familiar. Los problemas maritales, la revisión de las relaciones paterno-filiales, el alzheimer y la incomunicación son los temas propuestos en lo que pretende ser un psicodrama intimista con dosis de thriller, pero que no termina por ser ni lo uno ni lo otro, diluyéndose en una sucesión de escenas cada vez más artificiosas y aburridas que acaban por llevar la cinta a tierra de nadie. Los actores no convencen, y tampoco parece un alarde de creatividad representar la muerte de un personaje haciéndole caminar por un aséptico pasillo al fondo del cual le espera una luz cegadora. En medio de este descalabro, su director se dedica a articular frenéticos movimientos de cámara con reiterados reencuadres a base de zooms que vaticinan una postrera sobredosis de gelocatil. Todo ello provoca que el resultado final se acerque a un inédito híbrido a medio camino entre el serial televisivo y el cine independiente mal entendido, una suerte de prime time para afectados intelectuales modernillos tan evidentemente banal que no engaña a nadie.

Pero lo realmente peligroso de Myway no es su insustancial trama, ni si quiera su molesta realización, sino la ausencia total y absoluta de reflexión sobre sí misma. No hay atisbo de meditación profunda alguna detrás de cada una de las decisiones formales, no hay una concepción propia, las elecciones no representan la respuesta a ninguna necesidad, no hay voluntad, sólo aleatoriedad. ¿Sería el autor capaz de responder si alguien le hiciese la en principio sencilla pregunta: por qué?. La falta de propuestas, de inquietud o curiosidad, inunda las imágenes de un vacío que nunca podrá llenar la preciosista fotografía ni tampoco la banda sonora original, sin ideas no hay cine.

Este modelo de ‘películas huecas’ no son, desgraciadamente, muestras puntuales que supongan la excepción que confirma la regla, sino que vienen a reafirmar la existencia de determinada ideología sobre lo que significa hacer cine bastante alejada de la realidad. La extraordinaria y en otros sentidos maravillosa democratización de las formas de producción y reproducción cinematográfica -y en general de cualquier pieza audiovisual- acentúan aún más la ingenua noción de que cualquiera puede hacer cine. Esto no es más que un espejismo. El cine no nace mágicamente al presionar el on de una cámara.

Obscinedades.
obscinedades
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