Tremendamente soporífera por momentos y desprovista de emoción alguna, esta película refleja -supuestamente- la matanza acontecida en el instituto Columbine. En mi opinión, no hay peor cosa que un director americano que pretenda parecer europeo tras la cámara. El filme es objetivo, sin duda, pero a diferencia de su título (que viene a significar un problema enorme y obvio del que nadie se percata o no quiere darse por enterado) está completamente vacío.

En principio no iba a perder tiempo escribiendo sobre esta película. Decir que no estuvo acertado el guionista y también director de este engendro, sería quedarse muy corto, porque si bien la ambientación y atmósfera creada no está mal, es insuficiente para sostener una historia herida de muerte por algunos tremendos errores de guión, script y planteamiento. Por ello, no he podido dejar de hacerlo al ver que nadie (bueno, no he leído las 190 críticas precedentes, claro) ha citado los tremendos errores que señalo abajo en el spoiler. Es sencillamente de lo peorcito que he visto en mi vida y creedme, he visto mucho terror, pero esta se lleva la palma al despropósito, sin contar con los sinsentidos que la pueblan de principio a fin.

Este mediometraje cuenta con la presencia de Rita Hayworth y compondría su noveno trabajo bajo ese nombre ya que en sus primeras actuaciones aparecería en los títulos de crédito como Rita Cansino.
La trama, a medio camino entre el cine de gángsters y los inicios del cine negro hasta que oficialmente éste tendría lugar con The Maltese Falcon en 1941, nos muestra a una joven Rita que hace alarde de sus dotes como bailarina.
Las actuaciones, sin destacar sobremanera ninguna en especial, se mezclan bien con el ambiente en el que se desarrolla la historia. Para admiradores de la gran Rita.

Film deudor del mejor cine de Fellini y al mismo tiempo irremediablemente provisto de talento capaz de extraer incluso poesía de lo más sórdido, La Grande Bellezza nos apabulla en los enormes encuadres que nos sitúan en escenarios como etapas de la vida.

El personaje principal nos invita a situarnos en su lugar para ver si somos capaces de comprender lo que nos rodea. A él le interesa más la visión de los otros, a los que odia y a los que necesita.
La radiografía de la sociedad decadente y no exenta de falsedad a la que pertenece, el medio en el que fluctúan esos seres racionales a ratos nos es mostrada como algo frívolo e inquietante, sórdido y bello, exquisito y vulgar. Un punto de encuentro donde evadirse de la realidad con la que en menor o mayor medida nadie parece estar a gusto.

Un desfile de personajes que están formados por todo aquello que Jep conoce bien, puesto que su esencia es en parte la misma, el aliento del que precisa alimentarse, la compañía que necesita para seguir remando. Es su permanente búsqueda de inspiración, como una eterna espera, lo que le mantiene alerta para percibir todo aquello que pasa desapercibido para los demás, todo lo que a los otros les resulta incomprensible.
Como todo escritor, a él le gustaría poder volver al pasado, cambiar cosas o hacer que las cosas cambien por sí solas en una contemplación estática, cual anacoreta antagónico que no puede evadir la realidad porque le persigue, porque es tentado a cambiarla y en el fondo no se atreve. Su vida contemplativa es en gran parte, en realidad, su propia inspiración, esa que él mismo espera que llegue y no lo hace.

Tal vez la comparación con La Dolce Vita es inevitable, pero no desde un punto de vista argumental sino más bien estético, explotando los maravillosos y bellos espacios de la ciudad del amor; la Roma más cosmopolita y ecléctica poblada por una fauna de lo más variada y de la que pende el hilo conductor de la historia, que no es otra que muchas diferentes con un nexo común: las vivencias y los recuerdos, es decir, la vida, la propia vida de Jep.

Un eterno retorno que esperamos cambie en algún momento, pero la película no cierra la puerta, es un final abierto porque la vida sigue, fluye y atraviesa puentes, etapas y está llena de trucos, algunos realmente bellos.

Godard es genialidad a 24 fotogramas por segundo, es literatura, pintura, fotografía, arquitectura y filosofía todo en uno, como un cóctel cinematográfico que siempre sienta bien.
Quería ver algo distinto, algo fresco a pesar de su relativa antigüedad, algo impactante pese a su encuadre histórico social, algo innovador que siempre lo sigue siendo a pesar de no ser actual... y lo he conseguido.
Es como sentir el agua helada al zambullirse en una piscina y atravesar la transparencia del líquido elemento, solo que en este caso es el celuloide del que están hechas las reflexiones, las críticas a la guerra de Vietnam y a todas las guerras, al consumismo y al salvaje capitalismo, al irremediable hastío de los aburguesados, al sinsentido de las conductas robóticas que obedecen a las marcas, al peligro de la rutina como detonante de la desaparición de todos nosotros, de la desaparición del cine original, pero Godard lo vuelve a hacer: rescatar el verdadero cine. El cóctel de cinema verité, nouvelle vague, documental y ficción es un néctar que solo un público reducido es capaz de digerir y sobre todo, de saborear.