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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 155
Críticas ordenadas por utilidad
9
10 de marzo de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo eterno femenino me atrae allá en lo alto (cito de memoria), declama Fausto al finalizar la segunda parte de la colosal y homónima obra de Goethe. Su tiempo ha concluido (Fausto en este libro no le pide a Mefistófeles la inmortalidad, sino treinta años más de vida y plenos poderes para alcanzar el conocimiento de lo inalcanzable, la esencia final, el último gran secreto) y cuando el diablo lo porta consigo, concluye su paso en esta vida con las palabras con que abría este párrafo.

Fausto no es propiamente un seductor, a pesar de su enamoramiento por Margarita y la fascinación por Helena de Troya, pero sí comparte con los seductores una de sus grandes señas de identidad: las enormes carencias afectivas que arrastran. Don Juan, el mítico don Juan, el burlador de Sevilla sí es un seductor en el sentido pleno de la palabra, y por ello mismo es el más menesteroso de los hombres. Hoy día es algo regularmente aceptado que detrás del mito del donjuanismo se ocultan personas desvalidas que necesitan un apoyo externo para seguir sosteniéndose sobre sus pies, y las personas elegidas en este caso son las mujeres: no en vano, en la monumental obra de principios del siglo XVII, Anatomía de la melancolía, de Robert Burton, se considera al erotismo como una de los bálsamos para la acedia, la tristeza, o la dulce melancolía, en palabras de Víctor Hugo.

Probablemente quien con mayor decisión se aplicó al vínculo entre la fragilidad interna y el galanteo fue Miguel de Unamuno en la pieza teatral El hermano Juan. El rector de Salamanca, efectivamente, se enfrenta a la cuestión del donjuanismo en esa obra y sabido es que el teatro de don Miguel es una creación principalmente de ideas, por lo que su Hermano Juan no podía escapar a la tendencia general: en este caso, uno de los polos ideológicos es la reinterpretación del mito de don Juan Tenorio en clave psicoanalítica, pero este sustrato ideológico es lo suficientemente importante para que el autor considere necesario explicitarlo en un prólogo. Aquí, Unamuno enumera las diversas perspectivas desde las que se ha abordado anteriormente el mito de don Juan y recuerda que se han apoderado de esta figura los biólogos, los fisiólogos, los médicos o los psiquiatras y que se han dado a escudriñar si era o no un onanista, un enucoide, un estéril, un homosexual, un esquizofrénico, un suicida frustrado o un ex futuro suicida (Véase en la edición de José Paulino para la Colección Austral (Madrid, Espasa Calpe, 1992, p. 112). Resulta difícil expresarlo con mayor claridad.

Otro compañero de generación literaria, o al menos, contemporáneo a secas, Ramón del Valle Inclán ridiculiza la arrogancia y heroicidad de Don Juan en Las galas del difunto, porque en ella el autor gallego se enfrenta abiertamente a los supuestos básicos que sustentan al héroe zorrillano y los desbarata en una pieza inmisericorde al respecto, toda vez que donde en el aventurero romántico eran la audacia, la decisión, la valentía, la irreverencia y el estilo apasionado de vida, en la deformación valleinclanesca se dan la mezquindad, el aplebeyamiento, la felonía, la innobleza y la pícara concepción de la vida. Juanito Ventolera -desennoblecedor ya desde el mismo nombre- se nos ofrece como un ser de bajos intereses, cuyo esquema de valores se reduce a la olla bien repleta.

Pues bien, estos donjuanes chiquilicuatres es lo que magistralmente desarrolla Mariano Barroso en Todas las mujeres, donde tan sólo hay un personaje masculino, Nacho, interpretado por Eluard Fernández, un personajillo realmente, un mileurista, pero a quien nunca le falta un teléfono de mujer al que llamar, y todas acuden a su llamada, salvo su mujer, que ya lo hizo en su momento cuando se casó, pero que decide dejarle. En apretado resumen, cuando Nacho quiere aureolarse bajo el romántico halo del desafío a la autoridad, no lo hace con la épica de los grandes cuatreros del far-west, sino que se limita a quitar a su suegro cinco de los novillos que insemina, y además lo hace tan zarrapastrosamente, que el camión que los transporta a Portugal tiene un accidente a dos kilómetros de la frontera.

A partir de ahí, podemos comprender la verdadera esencia del personaje: un chisgarabís, un tarambana, un veleta, en constante estado de crisis, personal, familiar, social y económica, que toda su vida se ha valido de las mujeres para sobrevivir.
Nacho es un pícaro que conecta con lo más arraigado de la novela picaresca española, con varias precisiones importantes, puesto que no es él quien cambia de lugar, con arreglo a una de las preceptivas básicas del género, sino que él se queda quieto y son otras personas, una mujeres, quienes una detrás de otra, desfilan por su casa. Se parece a los pícaros en la falsedad de un supuesto título de veterinario, de lo que él hace gala, pero nada hay en la vida de Nacho que permita concluir la veracidad de esa titulación; y artimaña propia de pícaro es la complicidad que busca y logra con su cuñada mediante la simulación de un ataque a su casa. Claro que Carmen, que así se llama, ya estaba pre-seducida y lo había estado desde que conoció a Nacho. Sin embargo, no son los sucesivos dueños quienes hacen daño al pícaro, sino que es él quien les hace daño, unas veces para salirse con la suya, otras de manera totalmente innecesaria. Él es el victimario. Nacho es un manipulador mayúsculo: a cada mujer cuenta una parte de la verdad y además distorsionada.

De manera que, múltiples son las referencias literarias que hemos descubierto para esta magnífica película, de lo mejor además que ha dado la literatura universal, a las que hay que añadir los méritos propios de un trabajo cinematográfico prodigiosamente desarrollado a todos los niveles. Una película, por tanto, indudablemente aconsejable para ser vista por los espectadores que aman el cine y aman la vida, puesto que muchas y muy diferentes son las vidas que transitan por el largometraje de Barroso.
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Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
5 de marzo de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al paño fino en la tienda una mancha le cayó dice una de las Siete canciones populares españolas, de Manuel de Falla y eso es precisamente lo que parece que quiere transmitirnos Ruben Östlund con Fuerza mayor (2014), una película pluripremiada, entre cuyos galardones cabe destacar el Premio del Jurado (“Un Certain Regard”) en Cannes, o el de la Crítica de Chicago a la Mejor película extranjera.

La película consiste en las vacaciones de una familia sueca en los Alpes y se inicia como cabe esperar que se inician las situaciones en la alta burguesía europea: con unas fotos turísticas familiares en la nieve (no podemos olvidar que el título original es Turist). Y se estructura sobre los sucesivos días de esquí. Tan simple como eso, tan convencional como eso: padre, madre, hijo e hija disfrutando de una semana blanca.

Pero con la misma sencillez que se inicia y se estructura, sucede un hecho, que también forma parte de la normalidad de las situaciones alpinas: una avalancha, probablemente provocada, pero que alcanza dimensiones inesperadas, hasta el punto de parecer una amenaza seria para la vida de la familia, así como de los demás comensales que toman el lunch en la terraza de un lujoso restaurante, con una vistas colosales, y no hay nada que enfatice ese momento que puede ser trágico: ni música inquietante, ni movimientos a cámara lenta, ni primeros planos de las expresiones de terror. Nada de eso. De hecho, esa escena, que es la determinante de toda la película está rodada con una cámara fija desde uno de los ángulos de la terraza, como si la estuviera grabando un videoaficionado o un turista con teléfono móvil.

Y es que las cosas suceden así en la vida real: un hecho que te cambia la vida, o que puede cambiarte la vida, no viene envuelto por música agobiante, ni gestos para la galería, ni nada por el estilo. Creo que todos hemos conocido algún tipo de accidente en nuestras vidas, y los siniestros, en la jerga de las compañías de seguros, suceden de esa manera: de la rutina se pasa a la tragedia sin solución de continuidad. Personalmente, he conocido varias situaciones que pudieron haber tenido consecuencias muy graves en la carretera, una de ellas en una carretera de montaña con nieve, y no recuerdo que ninguna música premonitoria y trascendental me acompañara en esos momentos. Como mucho lo que estaba escuchando en el coche cuando se produce el accidente y que, concretamente, uno sucedido en 1984 era “Los viejos rockeros nunca mueren”, de Miguel Ríos, como es de sobra conocido. Esperemos que las ya superadas sean las últimas experiencias cuasi-desgraciadas en la carretera.

Ésa es una de las características técnicas del filme de Östlund y es que las escenas se desarrollan con total pulcritud, de manera curiosa, muchas más en los interiores del hotel, que en la nieve, y es que Fuerza mayor no es una película de peripecias esquiadores, sino de prospección psicológica. Y la otra que la música aparece cuando tiene que aparecer: las personas comen, dialogan, o simplemente observan en silencio, del mismo modo que ocurre en la vida cotidiana, salvo que estemos adosados a los auriculares de un micromilimétrico equipo de música. Y dentro de esa música, un tema que se repite con insistencia para marcar el paso de una escena a otra es El verano, de Vivaldi, lo que no deja de ser una perversa paradoja del director en una película de ambiente tan invernal.

Analicemos ya, pues, el suceso esencial en este largometraje: una avalancha llega a la terraza de un lujoso restaurante, como dijimos, y el padre huye, mientras la madre se vuelca en el amparo de la prole, en lenguaje jurídico, lo cual introduce en la película el debate sobre el miedo y el instinto de conservación, muy acusado en el padre, subordinado al de protección en la madre.

De manera que, sobre una situación idílica, sobre un paño fino, aparece una mancha, el miedo del padre, o simplemente un acto reflejo por sobrevivir, que provoca la desilusión de la madre sobre un hecho real, pero también un debate en otra pareja (un colega en la cuarentena, divorciado y con hijos, y su pareja veinteañera) sobre la hipótesis de cómo habría reaccionado él si le hubiera sucedido lo mismo.

Sin embargo, no es ésta una producción en la que se demonice a nadie, ni se pretenda una dinámica de héroes y menos héroes, por lo tanto, villanos, o como poco personajillos mezquinos. Nada que ver con una película de catástrofes norteamericana made in Hollywood, solucionada normalmente gracias a las portentosas cualidades físicas y morales de uno de los protagonistas. De hecho, nada ocurre en el alud, nadie muere, ni resulta herido, ni ocurren más desastres: el miedo se analiza con la misma blancura que ocupa totalmente la pantalla en determinadas escenas de nieve, con o sin niebla.

Ni tampoco existe una moralina o un reproche al padre, que sólo se preocupa de salvar sus guantes e ipad ante la inminencia de la avalancha. Ni se quiere especular sobre una inversión de los roles clásicos: el hombre como sostén y sustento de la familia, la madre…, bueno la madre, ya sabemos cuál es el rol tradicional de las mujeres en las familias convencionales. Ni se erige un monumento para mayor gloria del complejo de culpa: las cosas se plasman tal y como son y el efecto que ello puede tener en una familia de personas maduras en una película de textura madura. Seres humanos, en definitiva. Un momento de debilidad, o de insensibilidad en el padre, y las dudas, desilusión, que esto genera en la mujer.

A partir de ahí, seguir caminando, continuar viviendo aureolados por nuestras limitaciones, que nunca dejarán de sorprendernos. Tan sencillo como eso. Y respirar cada día un aire cada vez menos viciado de dramatismos.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
2 de febrero de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si no existiera el concepto de terror psicológico, habría que inventarlo para una película como Babadook (2014), de Jennifer Kent. Se trata de una producción australiana que ha significado el debut como directora de Kent y que ha obtenido importantes premios internacionales, entre ellos el del Jurado de la edición de 2014 del Festival de Sitges.

No voy yo, por lo tanto, a descubrir esta película, pero sí quiero analizar las coordenadas estéticas en que se sitúa. Cabe señalar en primer lugar que la directora en un país tan luminoso, incluso tropical en su parte más norte como es Australia ha elegido para la acción las oscuridades propias de la provincia de Australia del Sur, ennoblecidas por las de una ciudad tan sofisticada en su vecina provincia Victoria. Y ello no es casual: las ropas, los exteriores, los interiores, los bichos que aparecen (cucarachas y lombrices, sobre todo) y por supuesto el monstruo Babadook, tienen un tono negro, o como mucho gris marengo. No es casual, como digo, y para ello hemos de recordar la teoría de los cuatro humores: la flema, la sangre, la bilis amarilla y la bilis negra, siendo así que la bilis negra, producto, según la medicina de la antigüedad greco-romana, consiste en una mala combustión de la bilis y en quienes predomina este humor, siempre según los preceptos clásicos, se producen alteraciones anímicas extremas, que van de lo sublime a lo canalla, del abandono a la agresividad.

La propia palabra “melancolía” tiene su raíz etimológica en el término griego “melan”, es decir, lo negro. Hoy día se sabe que las depresiones se ocasionan por una escasez de serotonina, pero este descubrimiento es muy reciente y durante siglos se apeló a la bilis negra como la causante de la tristeza. Amelie, por ello, interpretada por Essie Davis y distinguida con el premio a la mejor actriz en el recién mencionado Festival de Sitges, vive devorada por la depresión ocasionada por la muerte trágica de su pareja en accidente de tráfico cuando la lleva a dar a luz, y esta situación traumática se agudiza por la enfermiza fantasía de su hijo Samuel, interpretado por Noah Wiseman. .

Jennifer se adentra, pues, en la imagen milenaria con que se etiquetó a los melancólicos y parece conocer muy bien el tratado Anatomía de la melancolía, del autor inglés Robert Burton, publicado en la primera mitad del siglo XVII y traducido al español y editado en 1999 por la Asociación Española de Neuropsiquiatría. Y ello es así porque nos muestra en pantalla algunos de los elementos que Burton considera en su libro, como es el erotismo en calidad de bálsamo para la tristeza (en una escena Amelie se masturba con un consolador), la música con idéntica función paliativa (en otra escena Amelie se acuesta abrazada a un violín), la vejez como condensación de la tristeza (Amelie trabaja en un geriátrico), y el número siete como referencia a Saturno, señor de la melancolía (véase esa cuestión en numerosos pasajes de la monumental obra Saturno y la melancolía, de Klibansky, Panofsky y Saxl), pues son siete los años que cumple Samuel. Citemos a Burton hablando, por ejemplo, de la música: “La música es la mayor medicina de la mente, un poderoso golpe contra la melancolía para elevar y reavivar un alma lánguida, afectando no sólo a los oídos, sino a las propias arterias, los espíritus vitales y animales, eleva la mente y la agudiza”.

Asimismo hemos de dedicar una atención aparte a Samuel, el niño, puesto que es él quien mete en la mente de su madre el terror mortífero por Babadook y su nacimiento es el que ocasiona la muerte de su padre. Causa involuntaria de ese fallecimiento, obviamente, pero causa y ello relaciona a este niño con la teoría de los putti, que son los niños que simbolizan la muerte asociada a la melancolía y así se representaron con especial énfasis en los grabados y pinturas de Alberto Durero y Lucas Cranach, el viejo.

Y es inevitable mencionar a este respecto Melancolía (2011), de Lars von Trier, o por mejor decir, la primera parte de este filme, puesto que la segunda tan sólo puede ser interpretada como una metáfora del ineludible dolor moral, es sólo que para ser una metáfora ocupa demasiado tiempo del metraje. Destacamos, pues, la primera parte de esa obra de von Trier, que parece seguir minuciosamente todo lo establecido por Robert Burton en su tratado, muy especialmente la dualidad saturniana, encarnada por el padre de la novia, magníficamente interpretado por otro inglés: John Hurt, que va camino de repetir la historia de Peter O’toole, como eterno candidato al Oscar nunca consguido, salvo uno como reconocimiento a toda su carrera, que se negó a recoger, como es de sobra conocido.
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Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
17 de enero de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace algún tiempo escuché a Andrés Aberasturi comentar en radio que All That Jazz (1979) de Bob Fosse es una de esas películas que no le dejan a uno indiferente, que cuando uno sale de verla piensa: “Caramba, yo no soy el mismo. Yo he cambiado”. Y es que el monumental largometraje de Fosse somete al espectador a una experiencia que trasciende con mucho el mero placer estético que la música de calidad produce.

Y es probable que en ese momento Fosse no fuera consciente de ello, y lamentablemente no pudo comprobarlo en vida, quizá desde su paraíso de jazz haya podido asistir a ello, pero a partir de su película, los cineastas fueron acercándose a la música con una actitud diferente, con un enfoque mucho menos edulcorado de lo que había sido habitual hasta entonces.

Amadeus (1984), de Milos Forman, nos ofrece una imagen totalmente iconoclasta de uno de los nombres por excelencia de la música clásica: nada menos que Wolfgang Amadeus Mozart, quien era tan pobre, que sólo tenía sinfonías. Sin embargo, ha sido el siglo actual, del que acabamos de iniciar el decimoquinto año, el que no está dejando una lista relevante de filmes en los que la música pierde ese carácter idílico que le ha caracterizado secularmente y, en ese sentido, parece que el piano goza de particular predilección entre los realizadores.

Así, en La pianista (2001), de Michael Haneke, conviven con total naturalidad la exquisitez interpretativa de una profesora de un conservatorio con la pasiones más escatológicas; El pianista (2002), de Roman Polanski, regresa al horror del holocausto nazi; La última nota (2006), también conocida como La pasadora de páginas, de Denis Dercourt, es un thriller en toda regla: la historia de una venganza calculada con el virtuosismo con que se interpreta a Chopin, por ejemplo; Cuatro minutos (2006), de Chris Kraus, se desarrolla en una ambiente carcelario, con una violación paterna como telón de fondo. Y he mencionado hasta ahora sólo directores europeos. También hemos asistidos a comedias durante estos años, como Los niños del coro (2004), de Christophe Barratier, o El concierto (2009), de Radu Mihaileanu, pero esa visión desmitificadora de los grandes iconos de la música clásica me parece muy significativa de que una nueva mirada se extiende sobre ella, al menos desde el así llamado Séptimo Arte.

Si cruzamos el Atlántico, el cine en habla hispana nos ofrece dos magníficos ejemplos de la música utilizada para otros fines, como la mejicana El violín (2006), de Francisco Vargas, donde dicho instrumento se convierte en un instrumento guerrillero; o la película colombiana Los viajes del viento (2009), de Ciro Guerra, en la que la habilidad para tocar el acordeón e improvisar coplas constituye una auténtica maldición.

Llegamos así a los EE UU, entre cuyas producciones de los últimos años destacan dos a los fines que persigo en este artículo: Copying Beethoven (2006), de Agnieszka Holland, donde el gran monstruo de la música clásica se nos muestra como lo hubiera visto su ayuda de cámara, si es que el compositor de Claro de luna, hubiera tenido un ayuda de cámara, es decir, totalmente desmitificado, y humillando además a Anne Holz en su deseo de convertirse en compositora, un personaje que ha suscitado dudas acerca de su existencia real. Esta peli, al menos, se cierra con la tesis de que la música es la lengua que utiliza dios para hablar a los hombres, si es que dios existiera. Mucho más descarnada, y mucho más próxima a la trama de Whisplash, es Cisne negro (2010), de Darren Aronofsky, donde el afán de perfección de una bailarina clásica se resuelve trágicamente.

Todo un glosario de acercamientos osados a lo que se considera la música culta, la música equilibrada, la música perfecta, al que ha querido incorporarse Whiplash (2014), de Damien Chazelle, ambientado esta vez en el swing de una banda de jazz. Ay, ay, ay, con lo placentero que resulta siempre escuchar a las big bands de Duke Ellington o Count Basie.
Pero nada que ver con el duque o con el conde Terence Fletcher, el director interpretado por J. K. Simmons, cuya crueldad pedagógica, muy poco didáctica, por tanto, se autojustifica en la búsqueda de la perfección y más allá, padecida en este caso por el jovencísimo Andrew Neiman, interpretado por Miles Teller.

Con todo, resulta curioso que, girando todo como gira alrededor de una banda de jazz, lo que verdaderamente se pretende es conseguir la sublimidad individual y por ello nombres como Louis Armstrong, pero sobre todo Jo Jones, Charlie Parker y, por supuesto, Buddy Rich, apodado “El monstruo” son las referencias constantes en este filme, plenamente justificado el último puesto que se trata de un batería el protagonista del largometraje de Chazelle, y se construye la trama sobre el tema “Caravan”, un argumento que, por otro lado, no es excesivamente complejo, sino que, una vez más, lo que verdaderamente interesa es la construcción de los personajes, que en este caso se hace mediante el duelo interpretativo entre Fletcher y Neiman.

Mucho negro y tonos metálicos en la fotografía para intensificar las situaciones y una pregunta le surge al espectador: ¿cuánto de creatividad o de enfermedad hay en esa obsesiva búsqueda de algo que excede con creces la mera perfección? Dos son la palabras que más daño han hecho a la música, en opinión del Fletcher: “buen trabajo” (“good job”, tal y como se escucha en la versión original).

Osadía en el planteamiento: nada menos que emociones desgarradas sobre la suavidad de un swing teóricamente amable; y fiereza en las actitudes en Whipash. Intensidad, dramatismo y hasta ahí puedo afirmar, porque para la pregunta que acabo de plantear, yo desde luego no tengo respuesta.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
17 de abril de 2018
8 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno, que no se caracteriza precisamente por la firmeza de sus convicciones religiosas, resulta que se siente particularmente conmovido cuando llega la Semana Santa de Málaga. Sí, he de decirlo, el olor del incienso en esos momentos toca en alguna región muy profunda de mi alma, quizá porque incluso para militar en el agnosticismo hay que ser heterodoxo.
La Semana Santa llega además en el inicio de la primavera, que es el verdadero inicio de la vida en el hemisferio septentrional, con el añadido del olor a azahar en el sur de España, y es muy difícil, de verdad, creedme, protegerse contra esas sensaciones. El aire también se siente con mayor ligereza, llegan los primeros calores, que todavía son tenues y, por lo tanto, muy agradables y luego, pues eso, que sería maravilloso que todo lo que se escenifica en esos días fuera cierto. Sería maravilloso que existiera Dios, que hubiera enviado a su hijo para enseñarnos, que hubiera muerto en la cruz para redimirnos y que hubiera resucitado, porque el crucificado es un hombre, mientras que el resucitado es un Dios.
Sería maravilloso, sí. Entre otras cosas porque podríamos preguntar a Dios acerca de tantos y tan enormes desmanes como han jalonado la historia de la humanidad, pero lo dejamos ahí.
El caso es que ésas son las coordenadas personales desde las que asisto a la proyección de Mi querida cofradía (2018), de Marta Díaz, en la 21ª edición del Festival de Málaga, una película que bebe en las fuentes de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), de Pedro Almodóvar, incluso la estética de los créditos finales es muy similar a los habituales de la productora de El Deseo, S. A., en general, y el cartel oficial de Mujeres, en particular, lo cual no desmerece en absoluto los méritos de la cinta de Marta Díaz.
Porque no es sólo una cuestión epidérmica como la estética de los créditos lo que aproxima una película a otra: podríamos hablar también de una nitidez de colores, muy del gusto del cineasta manchego, si bien es la propia dinámica del filme de Marta, donde cuatro mujeres, que pertenecen a tres generaciones diferentes, se ven envueltas en una situación totalmente rocambolesca, en la que las torrijas y los psicofármacos gozan de particular protagonismo: en la película de Almodóvar, se mezclan con el gazpacho, en la de Díaz, en una copa de brandy peleón, pero en ambos casos con los mismos efectos: provocan un sueño profundo a quien los ingiere.
Pero no quiero sostener que una película sea el calco de la otra, sino que Mi querida cofradía crea, y con bastante eficacia por cierto, sus propias situaciones humorísticas, con una fuerte reivindicación feminista en un ambiente tan masculinamente cerrado como es la presidencia de una hermandad de Semana Santa, donde las mujeres poco a poco se van incorporando (ya hay nazarenas, así como mujeres de trono en la Pascua de Málaga, por ejemplo), pero al día de hoy, a lo más que pueden seguir aspirando las mujeres es a procesionar con mantilla y el recato que se considera propio para la situación.
El final de la película no he convencido en exceso, creo que es el punto más flojo de este filme, pero yo me he reído y mucho durante el planteamiento y el nudo de Mi querida cofradía, siendo así que considero el humor como uno de los mayores regalos que puede ofrecernos la vida. Quienes han leído alguna de mis crónicas ya conocen mi posición al respecto, sin necesidad de que volvamos a acudir a la Carta a Meneceo, de Epicuro, para quien la felicidad consiste en olvidarse de la existencia de los dioses, dicho sea de paso.
Sí quiero llamar la atención ahora acerca de otra cuestión. Y es que fue precisamente ayer cuando se proyectó en el Festival de Málaga Un hombre llamado Flor de Otoño (1978), de Pedro Olea, y durante el coloquio previo, el director vasco llamó la atención acerca de un incipiente Almodóvar al que dio un pequeño papel en el filme: la reina de las bananas, donde el director manchego aparece totalmente maquillado de negro y, por lo tanto irreconocible, pero ahí estaba en una película, cuyo depósito legal es de 1977.
Pues bien, otra de las cosas que comentó Olea es que un buen día, por esas fechas y que por eso le había dado un papel en Un hombre llamado Flor de Otoño, apareció un tal Pedro Almodóvar en la tertulia cinematográfica, donde entre otros participaba José Luis Garci, con un proyector en super-8 y unos tráilers de películas mudas a los que él ponía voz, imitando incluso tonos femeninos. Podríamos argumentar que eso mismo, o similar, ya lo había desarrollado Enrique Jardiel Poncela en sus Celuloides rancios, aunque no sé si Almodóvar había adquirido los derechos sobre los tráilers. Probablemente no, puesto que la idea no era distribuirlos, sino realizar un divertimento. El caso fue que en ese cine que empezaba a sacudirse el pesado lastre de la dictadura en la España de la segunda mitad de la década de los setenta, no cupo ninguna duda que la frescura llegaría de la mano de Pedro Almodóvar. A otros directores, Pedro Olea, sin ir más lejos, les cupo un dignísimo papel mucho más sesudo, pero Almodóvar, sin duda abrió una puerta a la desinhibición en nuestra cinematografía.
Y no, no tenemos una Sor Rata de Alcantarilla ni otra Sor Perra Inmunda, como hallamos Entre tinieblas (1983), pero sí un sacerdote bastante tóxico que obedece al patronímico de Fermín, porque eso es lo que veo en la cinta de Marta Díaz: Almodóvar trajo frescura a una España, en general, o un Madrid, en particular, acartonados y todavía con fuertes resabios pueblerinos, mientras que Mi querida cofradía traslada esa frescura a un mundo tan cerrado como el de las cofradías de Semana Santa, ambientando la acción en Ronda, una ciudad tan bella como abrupta para la modernidad.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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