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Críticas de Sergio Berbel
Críticas 850
Críticas ordenadas por utilidad
10
12 de diciembre de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el páramo artístico de la represión brutal que la dictadura fascista franquista ejercía sobre la cultura, era difícil lograr trascender los productos cinematográficos de consumo de masas con propuestas populares para hacer un cine eterno y perdurable. Muy pocos lo intentaban y aún menos lo conseguían. Seguramente Juan Antonio Bardem fue el más importante de todos ellos, junto con Berlanga y Fernán Gómez.

Cine de portentosa calidad artística como vehículo de unos guiones complejos que dejaban traslucir de forma presunta todo el desprecio vomitivo que le producía la dictadura criminal fascista de Franco. Si “Calle mayor” ofrece uno de los mejores análisis de las clases populares de aquel país asfixiante, beato, miserable y gris, “Muerte de un ciclista” es una radiografía exacta de la miseria moral que anidaba en las clases altas, sin piedad con sus personajes ni posibilidad de redención. Mucho más que justo Premio FIPRESCI en el Festival de Cannes de 1955 para esta obra maestra inconmensurable a medio camino entre el cine de Hitchcock y el neorrealismo.

Con unos encuadres preciosistas y rompedores para la época y un deseo de trascender la mera narración para hacer arte, Bardem entrega a una pareja de profesionales en estado de gracia, Alberto Closas y Lucía Bosé las herramientas para contar la historia de una pareja adúltera de la alta sociedad madrileña que, cuando vuelven de un encuentro oculto, atropellan a un ciclista y, para que nadie descubra que iban juntos en el coche, lo abandonan en la carretera causándole la muerte.

Las implicaciones de semejante hecho salpicarán a la pareja de forma definitiva y torcerá el rumbo de sus vidas. A partir de dicha premisa argumental, Juan Antonio Bardem disecciona el mundo de las apariencias, del pijismo, del aparentar, de la falsedad, de los sepulcros blanqueados que esconden putrefacción dentro, de la asfixiante diferencia de clases sociales en la sociedad franquista de la época, del enchufismo, de la cobardía, del sometimiento al poderoso caballero Don Dólar…

Sublime escena para la historia del cine la del tablao flamenco, donde la tensión va in crescendo hasta hacerse insoportable sin diálogos, tan solo con el fondo musical y basado en las miradas cruzadas de los personajes entre sí.

Una película donde los únicos buenos que aparecen son los secundarios pobres, los del proletariado, como las familias que malviven hacinadas en la corrala, o la estudiante universitaria víctima del egoísmo del protagonista. Solo la clase baja muestra algunos rasgos de bondad, de sinceridad, de ser desprendidos. Los ricos, y los que sin serlo viven revoloteando alrededor de ellos (espléndido personaje el de Rafa, el crítico cultural pobre que vive a expensas de la burguesía, valiente crítica de Bardem), son miserables y rastreros y no tienen piedad entre ellos y mucho menos con los de abajo, sobre los que solo conciben como alfombra para pisotear.

El final de la película, terriblemente lúcido aunque tocado por la moral del momento, es el broche perfecto para una obra maestra imperecedera de visión imprescindible.
Sergio Berbel
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8
14 de noviembre de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Reconocería una película de Julio Medem sin que nadie me lo advirtiera previamente al tercer plano de la misma. Porque lo adoro. Y porque tiene lo más valioso de lo que puede presumir un creador: un estilo propio y reconocible, único, personal e intransferible. Siempre he dicho que Julio Medem es el poeta de nuestro cine, mientras que Fernando León de Aranoa es el prosista.

El cine de Medem no permite términos medios: lo amas o lo odias. Porque rompe todas las convenciones narrativas, la lógica argumental, para dejarse llevar por los senderos de lo poético y lo surrealista, de la metáfora antes que la realidad. Ocurre en sus obras maestras (que las tiene) y en sus películas mediocres (que también las hay) pero siempre fieles a la misma esencia que corre por sus venas de celuloide romántico.

“El árbol de la sangre” no es una enorme película, no es una de sus grandes creaciones, pero me ha emocionado, porque es puro Julio Medem de principio a fin, está formado orgánicamente por todas las señas de identidad del director vasco: las imágenes poéticas cargada de simbología, la luna llena, el mar, el sexo, el sexo en el mar, las metáforas (el uso del toro y la vaca en la película es soberbio), las pasiones desmedidas, los dramas de historias familiares entrelazadas, el exceso dramático, la muerte como reverso del sexo, las propuestas argumentales alambicadas más allá de lo sostenible, el azar, la casualidad como impulso vital…

Todo lo que es Medem está en su película. Lo ha vuelto a hacer: muy lejos desde luego, de forma mucho más confusa y alambicada que en “Los amantes del Círculo Polar”, “Lucía y el sexo” o “Tierra”, pero ha vuelto a combinar todos los elementos para gloria de su cine, la filmografía más personal de este país.

Estamos ante una película nada fácil ni condescendiente con el espectador y que, sin la menor duda, va de menos a más. Es cierto que al principio cuesta hacerse con su argumento y que su primera hora puede exasperar al no iniciado: porque cuenta demasiadas historias de demasiados personajes demasiado inconexos. Pero hay que tener paciencia y dejar que todas las piezas del puzzle encajen: cuando lo hagan, te quedarás boquiabierto y entenderás la magnitud de las casualidades y las causalidades en el drama abigarrado y barroco que es “El árbol de la sangre”, excesivo e imposible, como es siempre su creador. Maravillosamente increíble.

Pero muchas veces, en el cine de Medem, el guión es lo de menos ante el derroche de poesía visual que se expande ante tus ojos: y en esta película no podía ser menos. Cargada de imágenes que son pura metáfora, el drama se va desencadenando y te va atrapando a golpe de belleza. Es eso, todo lo que esperas en una película de Medem si amas su estilo como lo amo yo.

La música, otra parte siempre esencial de su filmografía, funciona a la perfección aún sin Alberto Iglesias en esta ocasión, con una partitura de Lucas Vidal que sabe imitar a la perfección el estilo que el cine de Medem requiere y que Iglesias siempre ha representado. Se disfraza de Iglesias como nadie, lo cual tiene muchísimo mérito para Lucas Vidal.

Y una pléyade de grandes actores que se desparraman en la película de forma brillante, si bien sus dos jóvenes protagonistas, Úrsula Corberó y Álvaro Cervantes son lo más flojo de la función, porque los veteranos se los comen con patatas por cantidad y calidad. Quizás ese pequeño error de casting sea único que no funciona en la cinta, porque los secundarios son tan buenos y poderosos que eclipsan absolutamente a sus protagonistas.

Si te gusta el cine de Medem, ésta es tu película. Si eres más de prosa, ni lo intentes. A Medem se le ve rimando o no se le ve.
Sergio Berbel
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10
6 de octubre de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando en el universo alleniano toca reír a través de un uso de la comedia como mero entretenimiento y como un simple divertimento en torno a un misterio resuelto por los cauces detectivescos sin mayor profundidad misántropa, cuestión poco habitual en el cine de mi idolatrado dios.

La profundidad insondable de los planteamientos del cine de Allen se toma un gozoso descanso en “Misterioso asesinato en Manhattan” para zambullirnos de cabeza en un envoltorio sencillo en el que un matrimonio interpretado por su adorada Diane Keaton y el propio Allen (esa combinación siempre termina dando las mejores cintas del gran genio) se ven envueltos en una trama detectivesca que gira en torno a la muerte en extrañas circunstancias de la anciana que formaba un entrañable matrimonio vecino.

Desde el principio y para llenar su vida de aventura y emoción, el personaje de Diane Keaton sospecha del marido de la difunta y decide, junto con su gran amigo Ted (solvente como siempre Alan Alda) investigar lo que se esconde detrás de todo ello con métodos divertidamente detectivescos.

Todo ello cargado de algunos de los mejores chistes del maestro neoyorquino, en absoluta plena forma de humor en 1993, algunos de ellos antológicos y de los que siempre se citan al referirse a la vis cómica de uno de los más grandes genios del planeta, como el de “No puedo escuchar demasiado rato a Wagner porque me entran ganas de invadir Polonia”.

Una cinta sin las pretensiones filosóficas propias del cine de Allen pero diseñada para regalar carcajadas al espectador de principio a fin. Un excelso homenaje al cine negro y, en una de sus últimas escenas, de forma expresa y confesa a la mítica escena de los disparos entre espejos de “La dama de Sanghai” de Orson Welles, otro momento épico de la filmografía de Allen. Y, sin la menor duda, con la sombra gozosamente revoloteadora por todo el metraje de “La ventana indiscreta” de Alfred Hitchcock.

Igualmente funciona como un homenaje a New York con referencia inicial expresa a su propia obra maestra “Manhattan”, con unos personajes que gozosamente no dejan de recordar a los que los propios protagonistas nos legaron para la historia del cine en “Annie Hall” (inmenso Woody Allen con ataque de ansiedad en la escena del ascensor, pura neurosis alleniana), y con una paleta de color en la dirección de fotografía de Carlo Di Palma excelsa. Una obra maestra de la comedia.
Sergio Berbel
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10
29 de septiembre de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Paradójicamente, a pesar de ser abogado, el género judicial no está precisamente entre mis prioridades cinéfilas. Demasiado alambicado, irreal, fantasioso y novelesco en la mayor parte de las ocasiones, suele producirme bostezos por previsible y por sentirlo excesivamente de fórmula. Obviamente, hay una excepción que brilla por encima de todo y de todos porque es una obra capital de la historia del cine: “Matar a un ruiseñor” de Robert Mulligan. Muy cerca siento “Anatomía de un asesinato” de Otto Preminger, quizás por el mismo motivo.

Cercano en mi corazón al inmortal Atticus Finch que encarnara para la posteridad Gregory Peck en “Matar a un ruiseñor”, está ese Paul Biegler, abogado fracasado de poca monta que prefiere el jazz y la pesca a los tribunales y que encarna mágicamente James Stewart en la gran obra maestra de Preminger.

A ese picapleitos, un don nadie de provincias al que pocos clientes respetan para pagarle, le encarga la defensa de su marido una mujer irresistible con escasa apariencia de víctima, la mejor interpretación de su carrera de Lee Remick. El cónyuge, militar, es asesino confeso del propietario de la cantina por haber violado a su mujer. El personaje de James Stewart tan sólo cuenta con un Sancho Panza alcohólico y una secretaria cansada de no cobrar nunca porque el despacho no da para más para defender lo indefendible.

El metraje de la cinta está ocupado en buena medida con el desarrollo del procedimiento judicial y con la lucha imposible entre David y una fiscalía Goliat que tiene todas las cartas en la manga. Y de mucha sensualidad y erotismo contenidos y afortunadamente impropios de una cinta de 1959, además de quedar como testimonio indeleble del papel de la mujer en la sociedad de los años 50, afortunadamente tan alejado y superado respecto de la actual. Queda muchísimo camino por recorrer para lograr la igualdad real, pero un vistazo a los hechos y, sobre todo, a las valoraciones y comentarios sobre la mujer en los años 50 habidos en esta cinta, basta para entender que afortunadamente también lo hay recorrido ya.

Todo ello rodado con una elegancia exquisita por parte de Preminger, con una preciosa fotografía en blanco y negro de Sam Leavitt, con un guión pleno de tensión eléctrica de Wendell Mayes adaptando al cine la novela de Robert Traver, y con la música de, ahí es nada, un tal Duke Ellington, que además se permite un pequeño cameo en mitad del metraje.

Imposible dar más por menos. Y, sobre todo, respetar más al espectador, que deberá ponerse en la piel del jurado para tomar una decisión que marcará el devenir de muchas vidas para siempre.
Sergio Berbel
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10
24 de septiembre de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es inmensamente meritorio lo que ha logrado John Hillcoat trasladando a lenguaje cinematográfico la novela de Cormac McCarthy. “La carretera” es una novela muchísimo más compleja de llevar al cine de lo que pudiere parecer a simple vista. Si bien es cierto que su planteamiento de acción es muy cinematográfico, se trata de una novela de mucho diálogo interior y detalles de confrontamiento mental con la realidad muy complejos de trasladar a cine. Y Hillcoat lo consigue absolutamente, con un respeto reverencial al texto literario original muy de agradecer.

La película, exactamente igual que la novela de McCarthy, nos hace vivir acompañando a un padre y a su hijo pequeño peregrinando por un mundo post-apocalíptico enterrado en cenizas y donde obras humanas y naturales murieron muchos años antes pasto de algún tipo de incendio definitivo planetario. La forma visual en que se muestra la desolación de ese mundo en la película es excepcional, con planos impactantes cargados de desolación y destrucción absoluta, de muerte total de animales, bosques o playas, de carreteras que se están desmoronando poco a poco. La traslación en imágenes de la hecatombe en la que se ha convertido el planeta es excepcional y, sin duda, lo más llamativo de esta gran película. La maestría en la dirección de fotografía de Javier Aguirresarobe es deslumbrante.

Pero, sobre todo, lo que más y mejor se visualizan en la película, exactamente igual que en la novela, son el hambre y el frío. Es una narración angustiosa del poder devastador física y psicológicamente del frío en sus dos personajes protagonistas, soberbiamente interpretado por Viggo Mortensen y por el niño Kodi Smit-McPhee en una creación interpretativa colosal de ambos (muy a tener en cuenta en el personaje secundario de la madre la gran Charlize Theron). Un frío calado hasta los huesos que arrastra hasta la impotencia y la muerte a padre e hijo y contra el que tienen que luchar mientras que buscan cualquier cosa para comer. El alimento como el único motor de la lucha por la vida. No morir de hambre o de frío, es así de fácil la existencia llegados a ese punto sin retorno. Contra la naturaleza y contra el catálogo de personajes que van apareciendo a lo largo del metraje de la cinta y que van ayudando a perfilar el pragmatismo del padre frente al idealismo del hijo. Dos mundos necesariamente enfrentados.

Padre e hijo no paran de caminar de forma constante hacia el sur. Quieren llegar a la costa, donde piensan que el frío será menos intenso y las posibilidades de encontrar alimento mayores. Su odisea es un camino constante hacia un sur que nunca llega y que cada vez parece estar más y más lejos, mientras que no para de llover ceniza y frío de forma constante.

Y las últimas secuencias de la película son aterradoramente reales, bellas en su dolor y en su miseria, impactantes por su verismo, una auténtica maravilla del Séptimo Arte.
Sergio Berbel
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