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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1.113
Críticas ordenadas por utilidad
El siglo del yo (Miniserie de TV)
MiniserieDocumental
Reino Unido2002
8,1
1.053
Documental
8
2 de septiembre de 2018
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
“The Century of the Self” es un documental interesantísimo y al tiempo desolador. En cuatro episodios de menos de una hora y con precisión de neurocirujano, o francotirador, Adam Curtis disecciona el proceso de conversión de los ciudadanos en meros consumidores y las consecuencias no sólo devaluadoras, diría incluso trágicas, que ello ha traído para la política y la convivencia.
El punto de partida, o de inflexión si se quiere, lo encontramos, allá por los años veinte del pasado siglo, en la aplicación de los hallazgos del psicoanálisis a la creación de la mercadotecnia moderna por parte de Edward Bernays, sobrino americano de, precisamente, Sigmund Freud. Que la obra más célebre de Bernays lleve por título un ilustrativo “Propaganda” ya da una idea de la catadura moral del personaje.
Desde el pesimismo antropológico que supone considerar al ser humano como un niño caprichoso en vez de la criatura racional de los ilustrados, Bernays apuesta por halagar dichas veleidades y, aún más, fomentarlas sin pudor. En base a lo cual, se promueve un individualismo radical frente a las dinámicas colectivas que habían caracterizado a la democracia de masas. Tal individualismo, degenerado en la egolatría contemporánea del “selfie” y que Curtis no contempla todavía —su documental data de 2002—, resulta mucho más del gusto de unos poderes, tanto fácticos como institucionales, que llevan la máxima “divide y vencerás” hasta sus últimas consecuencias.
El resultado es de sobra conocido y precisamente por ello más dramático: una sociedad despolitizada, poblada de pobres hombres y mujeres vegetando en la creencia de ser únicos, en realidad parte indiscernible de un inmenso rebaño, acrítico y sumiso, cuyo solo cometido en esta vida estriba en comprar, desde café instantáneo hasta los que serán sus gobernantes.
Hacia el final de su cáustica obra, Adam Curtis apunta un problema que, como el del egocentrismo, se ha agravado transcurridos tres lustros. Esto es, lo que ha funcionado de manera inmejorable para el sistema económico capitalista no tiene porque dar tan buenos frutos en la arena política. Y es que, entendido el votante como un párvulo al que se debe mimar de continuo para no perder su favor conlleva, en el menos grave de los casos, la adopción de medidas contradictorias —la anécdota de Tony Blair y los ferrocarriles habla de ello a las claras—, cuando no directamente la caída en el pozo del populismo. De esto último sobran los ejemplos, tanto da el color del cristal con que se miren, o de la bandera en que se envuelvan.
Carorpar
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7
28 de diciembre de 2016
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ahora que, no sin cierto voluntarismo laudatorio —el exhibicionismo seriéfilo demandaba su nuevo juguete de usar y tirar—, se ensalzan las (no tantas) virtudes de “Westworld” (ídem, 2016) mientras se silencian sus (bastantes, y abultados) defectos, parece buen momento para revisitar la estupenda película de 1973 de la que aquella fanfarria pretenciosa es inflamado y poco respetuoso “remake”.
Un Michael Crichton que todavía publicaba bajo seudónimo escribe y dirige esta curiosa amalgama de distopía futurista y western crepuscular que sirve de marco perfecto a hora y media de diversión indesmayable, con profusión de tiroteos a cámara superlenta y chorros de tomate frito “Fruco” que hubiera firmado el mismísimo Sam Peckinpah. Una verdadera delicia para quienes, como yo, tuvimos el gustazo de disfrutarla allá por nuestra cada vez más lejana niñez y cuya paquidérmica, pretendidamente honda versión HBO nos esta dejando algo fríos. Poco amigo de sutilezas y perspicaz descifrador del gusto popular, Crichton nos ahorra la plasta moralizante en que retoza la reciente serie de televisión y, por contra, regala al espectador justo lo que éste espera de una desacomplejada serie B como la que nos ocupa: acción a mansalva. Ni más ni menos.
Un simpático James Brolin de —por entonces— llamativo parecido con Christian Bale se va de vacaciones al bizarro parque temático del título original junto a su apocado amigo interpretado por un insulso Richard Benjamin. Allí topan con la indiscutible alma de la fiesta: el pistolero robótico que encarna Yul Brynner, comodísimo en la piel —sintética— de su autoparódico personaje. Quién le iba a decir a la calva más famosa del Hollywood clásico que serviría de inspiración, directa y evidente, para el inmortal —en todas las acepciones del término— “Terminator” ideado por James Cameron y convertido en icono por Arnold Schwarzenegger. Así lo evidencian su porfía persecutoria, percepción ampliada e inmunidad a todo tipo de agresiones físicas. Mención aparte merecen los pixelados planos subjetivos, reproducción de la visión cibernética del sensacional villano, en la que por vez primera en la historia del cine se utilizaron imágenes generadas por ordenador.
En fin, muy recomendable ejemplo de cine de entretenimiento, sin más pretensiones que las que sugiere su —en absoluto peyorativa— calificación como tal. Porque se puede hacer pasar un buen rato y al tiempo quedar en la memoria colectiva, sentar cátedra incluso, sin abrumarnos con —sólo en apariencia— enjundiosos dilemas morales y cara imaginería artificiosamente deconstruida.
Carorpar
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7
9 de mayo de 2015
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ante todo cabe romper una lanza en favor de la valentía de Griffith a la hora de afrontar un proyecto de semejantes proporciones. Porque intercalar un folletín, dos péplums y una historia de época en la misma película resulta, cuando menos, ambicioso. Tanto es así que, pese al esforzado montaje, la trabazón entre las diferentes tramas adolece de cierta inconexión. El peso de las mismas en el conjunto de la cinta está asimismo bastante descompensado, de modo que el episodio titulado “La Pasión de Cristo” tiene una relevancia poco menos que testimonial, y el dedicado a “La noche de San Bartolomé”, pese a sus muchas posibilidades, no alcanza a ensombrecer el protagonismo de “La madre y la ley” y, especialmente, “La caída de Babilonia”, joya incontestable de un retablo tan altisonante como, mal que a tantos pese, admirable.
Es sabido que Griffith había quedado descontento con el melodrama lumpen “La madre y la ley”. Sin ser una mala película, palidece al compararla con el mito ―hoy como ayer falazmente denostado― que erigiera en “The Birth of a Nation” (El nacimiento de una nación, 1915). De modo que, ni corto ni perezoso, le añadió los otros tres episodios, entre los que destaca, y de qué manera, la citada “Caída de Babilonia”. Profundamente influido por “Cabiria” (ídem, 1914), Griffith exhibe músculo cinematográfico y una cuota generosa de hallazgos técnicos ―el majestuoso travelling con que se nos da la bienvenida a la capital mesopotámica―, en su impagable contribución al “kolossal”, participada de miles de extras y que sirviera de escuela de formación para un variado ramillete de reconocidos directores posteriores ―Victor Fleming, W. S. Van Dyke, Sidney Franklin.
“Intolerancia” continúa explorando las posibilidades del primer plano, la profundidad de campo y el montaje paralelo. Particularmente este último, acelerado vertiginosamente en el tramo final de la cinta, hasta tal punto que un socarrón crítico de la época llegó a afirmar que uno acababa por temer que el rey Baltasar de Babilonia muriese atropellado por un coche. Lo mismo que el plumilla en cuestión, el público no entendió la compleja narrativa de la película, ni su mensaje pacifista ―paradójicamente expresado en una abigarrada galería de imágenes violentísimas, decapitaciones explícitas incluidas― en un contexto de inflamado fervor bélico y patriótico ―Estados Unidos se aprestaba a intervenir en la I Guerra Mundial―. En consecuencia, Griffith, que había invertido en “Intolerancia” la inmensa fortuna amasada a raíz del éxito de “El nacimiento de una nación”, se encontró endeudado para los restos. "Shit happens", que en su momento debió de pensar Baltasar de Babilonia.
Carorpar
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8
12 de julio de 2012
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Inquietante western psicológico ambientado durante la fiebre del oro. Delmer Daves logra recrear el opresivo ambiente propio del microcosmos de buscavidas que habitan el pequeño pueblo minero en que se enmarca la historia con una maestría tal que la abrumadora sensación de claustrofobia no abandona al espectador hasta bien acabada la película.
En el turbio papel de médico sometido a la carga de un pasado negro como su sombrero, Coop, al que le quedaban ya pocos cortes de pelo- moriría apenas dos años después, en 1961-, continúa componiendo una presencia imponente, puro cine. El rijoso Karl Malden le da réplica tan brillante como su ralo flequillo al bies. María Schell, todo virtud y recato, se hace, sin embargo, un tanto irritante; si bien es cierto que su inocencia diáfana resulta eficaz instrumento para resaltar, por contraste, la espesa maldad que la envuelve. Una bien nutrida colección de pecados mortales y capitales se encarna en el abigarrado elenco de secundarios y figurantes, donde el que no es un iluminado peligroso es una arpía envidiosa o un calzonazos sin más. Ni siquiera la naturaleza se muestra amigable: la acción se encajona en mitad de un escarpado paraje en el que, de boca del citado calzonazos Karl Swenson, "te asas por el día y te congelas por la noche".
Carorpar
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4
3 de abril de 2024
14 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Valga la redundancia, el gran, insalvable problema de «El problema de los tres cuerpos» radica en unas premisas de todo punto absurdas.
Me explico.
A nadie con unas mínimas nociones de antropología, o de historia, escapa que, si algo caracteriza al ser humano, es su tendencia a exterminar cualquier especie que le resulte no ya amenazadora, sino meramente molesta, o poco útil. Pues bien, unos alienígenas cuya única posibilidad de supervivencia pasa por instalarse en el planeta Tierra y a los que preocupa sobremanera el nivel de desarrollo tecnológico y, por ende, armamentístico que habremos alcanzado para la fecha estimada de su llegada —dentro de 400 años, nada menos—, no contentos con avisarnos con tamaña antelación, nos insultan tildándonos de insectos en los miles de millones de pantallas que pueblan nuestro mundo. Argumento: no saben mentir, pobrecitos. Corolario: tienen menos luces que un repetidor de la FP Básica. No sé qué pasará en las novelas de Liu Cixin, pero en la vida real el Departamento de Defensa de los Estados Unidos se estaría frotando las manos mientras retoma las pruebas nucleares en Alamogordo hasta aflorar el último cartucho de «E.T. The Extraterrestrial».
Quizá ello explique los escasamente halagüeños datos de audiencia con que ha sido saludada esta primera temporada. A fin y al cabo, el suscriptor de Netflix no tendrá las inquietudes intelectuales del de Filmin, pero tampoco hay por qué tratarlo de gilipollas. Tanto es así, que una eventual cancelación está sobre la mesa, lo cual supondría un tropiezo de proporciones bastante sísmicas, habida cuenta del oneroso desembolso que la plataforma californiana ha debido realizar para, primero, hacerse con los derechos del original literario —Amazon llegó a ofrecer unos insuficientes mil millones de dólares—, fichar a Benioff y Weiss después —otros 200 millones—, rodarla con los oropeles visuales de rigor y promocionarla a una escala aún mayor de lo que acostumbra.
En efecto, en una operación de marketing que ni en su día la de «Narcos» (ídem, 2015-2017), se ha creado un «hype» inmediato y artificial, una burbuja tumefacta que, cual recreación (post) moderna y «centennial» del traje nuevo del emperador, se pincha con el visionado del primer episodio. Algo similar, pero de modo no tan flagrante, sucedió con «The Last of Us» (ídem, 2023) hará cosa de un año. Signo de los tiempos líquidos que nos han caído en (mala) suerte. Volviendo a la serie que nos ocupa y por cerrar la idea: nos prometen «La guerra de los mundos» en cualquiera de sus versiones, también la radiofónica, y en cambio nos enchufan ocho horas de «Contact» (ídem, 1997), al menos en cuanto a entretenimiento; porque, además de profundamente estúpida y pródiga en incoherencias, «El problema de los tres cuerpos» resulta soberanamente aburrida. Si eso no es publicidad engañosa, que venga Dios, o los San-Ti, y lo vean.
En cuanto a su joven reparto —escrupulosamente respetuoso con las cuotas étnicas y de género y cuya mitad masculina manifiesta una inteligencia rayana en la discapacidad, y ello pese a tratarse de (supuestas) luminarias en el campo de la física—, destaca por una insipidez ciertamente desalentadora. John Bradley, único de sus integrantes agraciado con un ápice de carisma, procura quitarse de en medio lo antes posible, como si hubiera tomado súbita conciencia del disparate cósmico en que se ha dejado enrolar. Ni él mismo se explica en base a qué arcanos talentos su pueril personaje se ha hecho asquerosamente rico. Aunque sin duda lo más irritante es el sempiterno mohín de adolescente contrariada que Eiza González imprime al suyo, una improbable eminencia de la nanoingeniería a la que todo le viene mal. Sólo Jess Hong parece esforzarse por insuflar algo de dignidad a su papel, si bien el alucinado plan que concibe para infiltrarse entre los invasores no ayuda a tomársela demasiado en serio.
Carorpar
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