De toda la vida de Dios, Pink Floyd ha despertado enconadas disputas entre sus fans acérrimos y sus firmes detractores. Como prueba, el siguiente botón, y aseguro que no es ninguna coña marinera, sino hecho verídico presenciado por myself:

En mis años mozos, en el equipo de fútbol del instituto jugaba como central un elemento al que todos conocíamos como El Burro, y no por las mismas razones que al Burrito Ortega, sino por las coces que soltaba, el cabrón. A lo que iba, en un partido se acercó al árbitro, un chaval de unos 20 años, para recriminarle una falta que él consideraba injusta. Le espetó a veinte centímetros de la cara: -¡Tú eres un Pink Floyd! Y al vestuario que se fue con roja directa. Ninguno entendimos nada, pero nos impactó. Como la peli. Ahí queda la anécdota.

¿Que qué tiene que ver esta chorrada con la opinión sobre la película? Nada, es evidente. Pero es que me parece que hay tan poco que comentar que no sabía cómo rellenar unas líneas.

La obra de Parker, un director muy versátil y bastante interesante, no es más que un largo, absurdo, pretencioso e incoherente videoclip de estética más o menos impactante y música que, la verdad, se adapta bastante bien a lo que cuentan las imágenes, suponiendo que las imágenes cuenten algo inteligible. Es lo que tiene el rock conceptual. Si te gusta Pink Floyd, y no como al señor colegiado, disfrutarás de lo lindo. En caso contrario, pueden darte ganas de hacer realidad la estrofa que dice goodbye, cruel world.

A mí me gusta el álbum, aunque no soy fanático del pirado de Waters y compañía, así que la he aguantado de un tirón y hasta he cantado varias canciones, que todavía me las sé. Pues eso, una película de culto, sólo apta para ganados a la causa.

La frecuente colaboración entre dos tipos tan viscerales y dados al exceso como Walsh y Cagney a menudo dio muy buenos resultados, y tal vez este sea el mejor de todos. En esta ocasión, el enano cascarrabias encarna a un humilde buhonero que, primero por simple compromiso humano y acto seguido por pura ambición personal, pasa de ser un simpático héroe local, a convertirse en un político sin escrúpulos, cada vez más ambicioso, capaz de pasarse los principios de la democracia por el forro de la entrepierna. Esta película constituye el mejor acercamiento que he visto al populismo político y a las corruptelas que lleva aparejadas la actividad política. Cagney está genial, porque, a pesar de interpretar a un individuo éticamente repulsivo, es capaz de ganar tanto a sus conciudadanos como a los espectadores. Sorprende la enorme vigencia que conserva la película, sencillamente porque es muy buena. Muchos políticos actuales, tan corruptos como el personaje de Cagney, deberían echarle una ojeada a esto, para que, al menos, entendieran lo que significa la palabra carisma.

Quizá lo peor que pueda decirse de esta película es que no parece de los Coen. Su incursión en la comedia de enredo con pareja ultra comercial de por medio carece del elemento esencial del género cómico: gracia. La acidez de casi cualquiera de sus filmes anteriores o posteriores aquí está ausente por completo, y el guión parece confundir los diálogos atropellados con las frases ágiles y mordaces. La pareja protagonista hace lo que puede, pero de donde no hay no se puede sacar. El complejo, y bastante inverosímil, argumento basado en triquiñuelas legales de la institución matrimonial en Estados Unidos no sé si hará reír al otro lado del charco, pero a este lado del Atlántico, maldita la gracia que tiene. Me da que por los resultados de taquilla, tampoco fue un exitazo en los dominios del Tío Sam. Muchos personajes son grotescos, en el peor sentido del término y, definitivamente, ni Clooney es Cary Grant, ni la Jones Katharine Hepburn. Ni los Coen Howard Hawks & Billy Wilder.

La segunda entrega de las andanzas de Sherlock-Downey-Norris no hace sino confirmar, corregido y aumentado, el anticipo ofrecido por Ritchie hace un par de años. Sigo sin verle la gracia a la supuesta química entre el dúo protagonista, me revienta el abuso de la cámara lenta, me asquea ese pretendido dinamismo narrativo que, como en la primera parte, ofrece un argumento tan inverosímil como mal llevado. Aburrida, hueca, rimbombante. El personaje de Conan Doyle no me interesaba demasiado; el de Ritchie, directamente me resulta repelente. El del cómic, que creo que es en el que se inspira el director británico, ni lo conozco. No perderé el tiempo con una tercera entrega, que creo que ya andan en ella.

Hay que reconocer que la obra literaria original de Herbert da, como mínimo, para una trilogía de nueve horas al estilo de ‘El señor de los anillos’, y que condensar una acumulación de tramas, subtramas, personajes y localizaciones en una película de solo dos horas es labor poco menos que imposible. Aunque viendo ‘Dune’ la sensación que tienes es que dura un par de lustros estándar.

La adaptación literaria es pésima, como funesto es el casting, del que apenas salvaría a Ferrer, Von Sydow y los gusanos de Arrakis. La elección de MacLachlan como Paul Atreides me parece un despropósito particularmente bochornoso (quizá sólo superado por la pantomima con la que nos deleita Sting). Supongo que sería un capricho del director. La dirección artística es otro aspecto lamentable, con una estética retro-ecléctica que parece salida de la peor de las pesadillas de un infame decorador. La fotografía es simplemente oscura y nada sugerente, y los efectos especiales dejan mucho que desear, lo cual resulta devastador en una obra de ciencia ficción galáctica.

Pero lo peor es lo mal contada que está, da la sensación de que el montaje se ha hecho de forma aleatoria, metiendo la tijera a diestro y siniestro, sin tener en cuenta criterio alguno de continuidad o verosimilitud. Parece una obra de encargo realizada con toda la desgana del mundo por un artista tan genial como irregular que aquí se cae con todo el equipo y nos regala su peor película. Hasta la banda sonora, de Eno y Lanois, suena por momentos a coña marinera, a spaghetti star wars.

Imperdonable.