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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
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Críticas 1.108
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
24 de noviembre de 2023
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
A partir de los cuatro óscares con que fue galardonada «Annie Hall» (ídem, 1977) Woody Allen tiene manos libres para acabar de consolidar un estilo que, hasta entonces, había venido mostrando pueriles veleidades «slapstick». Así, un año después estrena «Interiores» («Interiors», 1978), su primera incursión en un subgénero, el drama de raigambre bergmaniana, donde Allen nunca ha acabado de convencerme. Y en 1979 la película que nos ocupa, en la que alcanza su cenit creativo.
Con música de George Gershwin y la maravillosa fotografía en blanco y negro de Gordon Willis, «Manhattan» se erige, a mi juicio, en la obra maestra del realizador neoyorquino, superando incluso a la antedicha y multipremiada «Annie Hall». Nunca antes —ni después—, en la carrera de Allen y en la de cualquier otro director, hemos visto estampas más hermosas de Nueva York, retratada con texturas documentales al tiempo que profunda y genuinamente allenianas. Una conmovedora carta de amor a la ciudad que nunca duerme.
El guion, escrito a cuatro manos con Marshall Brickman, no tiene desperdicio. En sus diálogos —muchos de ellos fuera de campo, inconfundible marca de la casa— no falta ni sobra una coma, y disparan con munición de cabeza explosiva contra las ínfulas intelectuales de cierta fauna urbana: burgueses pretenciosos, consumistas, egocéntricos y adornados de un asombroso cinismo.
No sabría decir quién sale peor parado de la corrosiva etopeya, si Diane Keaton —«Manhattan» sería su último trabajo junto a Woody Allen, y con razón—, Meryl Streep —que no quedó contenta en absoluto con las condiciones en que hubo de interpretar su papel—, Michael Murphy o el propio Allen. Sólo una angelical Mariel Hemingway se salva de la quema. La inocencia de sus diecisiete años no puede fingirse, tampoco el llanto silencioso y desolador con que reacciona a la ruptura. Merecidísima nominación al Óscar.
Aparte, las consabidas referencias al judaísmo y al psicoanálisis, a Kierkegaard y al paso del tiempo, al cine y al teatro europeos, a la frustración sexual y la imposibilidad de una relación de pareja moderadamente funcional, entre otras, incontables, obsesiones. El resultado es, insisto, una joya de muchos quilates, un clásico moderno con el que Woody Allen se consagra como el más agudo —y jocoso— cronista de los vicios y mezquindades «petit bourgeois» de la posmodernidad.
Carorpar
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6
19 de noviembre de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Juegos de guerra» prueba que, en cuanto a encanto y verdad, estilizaciones mercadotécnicas «alla» «Stranger Things» (ídem, 2016-Actualidad) nada tienen que hacer frente a sus imitadas. Constituye asimismo un ejemplo palmario del viraje adolescente y multisalas que experimentó el cine comercial en los años ochenta, no seré yo quien juzgue si para bien o para mal.
Llama poderosamente la atención algo que vuelve a estar en el candelero. O, si nunca desde entonces ha dejado de estarlo, hoy con aún más relevancia: la hipótesis de que una inteligencia artificial autodidacta y eventualmente autoconsciente decida abrir los silos nucleares y dar carpetazo a la molesta especie humana. Que el festivo tono de la película no les impida ver el bosque; cambien Joshua por Skynet y encontrarán la escalofriante premisa de la saga «Terminator». Posibilidad de ciencia ficción que para un número cada vez mayor de expertos empieza a no serlo tanto.
«Juegos de guerra» funciona especialmente durante su primer tercio, con el retrato —todo lo convencional que se quiera; pero, quizá precisamente por eso, de indudable eficacia— de las peripecias de ese mancebo con escasas habilidades sociales, aún menos capacidades académicas y unos conocimientos informáticos que dejan a Bill Gates y Steve Jobs a la altura de un mero grabador de datos. Que el pibón del insti pierda el culo por él sí que es de auténtica fantasía.
El film de John Badham se aturulla un poco cuando la acción se traslada al complejo de Cheyenne Mountain; si bien a su favor cabe alegar que el ritmo y el sentido del espectáculo que dichas escenas acreditan ayudan a olvidar la total y absoluta implausibilidad de que en pleno DEFCON 1 se deje a un chaval de 17 años trastear con el ordenador central del NORAD.
En el apartado interpretativo, un casi debutante Matthew Broderick saltaba a la fama para convertirse en el lampiño rostro del giro copernicano y «teen» antedicho. Con frescura rayana en el amateurismo se mete en la piel del protagonista y a los espectadores en el bolsillo. Le acompaña Ally Sheedy, tan chispeante o más que Broderick, en el primer papel cinematográfico de quien también sería una habitual de las comedietas juveniles de entonces.
Carorpar
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10
17 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parafraseando a cierto veteranísimo —no sé siquiera si seguirá vivo— tertuliano del programa de Garci, películas como «M, el vampiro de Düsseldorf» piden sacar el reclinatorio. Porque el film de Fritz Lang, penúltimo de su etapa alemana, es una obra maestra sin parangón, una joya tan llena de aristas, con tantas capas y subtextos, que media docena de visionados no bastarían para abarcarla en toda su relevancia y significación.
Rodada en los albores del sonoro, abundan en ella reminiscencias del cine mudo —hay, de hecho, numerosos pasajes sin sonorizar—, tales que el histrionismo de algunas interpretaciones y, muy especialmente, el expresivo manejo de la cámara —incluso rayano en lo «virtuoso»—, progresiva y lamentablemente abandonado por los cineastas de las décadas posteriores, acomodados en la facundia de sus actores. También el componente tragicómico, herencia de los orígenes vodevilescos del medio, así como las angulaciones dislocadas y el abrupto claroscuro característicos del expresionismo del que Lang procedía.
Imposible no rastrear en su argumento una crítica a la declinante República de Weimar, donde los hampones campan por sus respetos. Permisividad y, por qué no decirlo, incompetencia institucionales que constituyen el caldo de cultivo perfecto para una disfuncional dualidad de poder que eclosionará muy poco después, en Enero del 33. Incluso el largo abrigo de cuero que luce Gustaf Gründgens —quien no en vano medraría con el advenimiento del régimen nazi— destila totalitarismo por cada costura. La prensa y su mórbida querencia por el sensacionalismo reciben asimismo un par de rejones muy bien puestos.
Mención aparte merece el trabajo del debutante Peter Lorre. Elusivo durante buena parte del metraje y como reservándose para un desenlace de altísima tensión, su psicópata infanticida se erige en uno de los retratos más descarnados de la compulsión —ese silbido machacón de «En la gruta del rey de la montaña»— y de la enfermedad mental nunca vistos en pantalla. Sencilla, dolorosamente estremecedor.
Carorpar
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9
11 de noviembre de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
A mi juicio —que también es el de muchos otros plumillas, a sueldo o por hobby— «The Wire» integra la Santísima Trinidad de la «Edad de Oro de la TV» junto a «Los Soprano» («The Sopranos», 1999-2007) y «Mad Men» (ídem, 2007-2015); lo cual no carece de mérito, habida cuenta de que no se trata, en absoluto, de una serie de visionado fácil.
En efecto, «The Wire» sacrifica el sentido del espectáculo consustancial al paquidermo HBO en aras de una veracidad puesta de manifiesto en las texturas documentales, los actores no profesionales y en la recreación del burocratizante día a día del departamento de policía de Baltimore.
Igualmente ajena a las infantilizadoras inanidades de hoy resulta la voluntad holística, la ambición de gran fresco sociológico que alienta en ella y que explica el (relativo) volantazo argumental que cada temporada supone respecto a la anterior.
Vertebra sus cinco entregas el retrato, poliédrico —no podía ser de otra manera—, de la lucha contra el crimen y de la responsabilidad de toda la sociedad, y no sólo de las fuerzas de seguridad, en la derrota o victoria últimas de éste, con especial énfasis en el papel de unas instituciones cuya limpieza se antoja condición «sine qua non» para un eventual triunfo del bien.
De ahí, por ejemplo, la importancia de que los fondos destinados a la escuela pública, capital instrumento preventivo, no se destinen a fines espurios. Tampoco la prensa, tradicional y oportunamente conocida como «el cuarto poder», escapa al fiero escrutinio de David Simon, reputado responsable de todo esto y no en vano periodista del Baltimore Sun durante más de una década.
«The Wire» también es, a su modo, una carta de amor de su creador a una ciudad que no se contará entre las más telegénicas de los Estados Unidos y que, sin duda, ha vivido tiempos mejores; pero cuyos habitantes y servidores públicos reciben un homenaje no por sincero menos sentido, especialmente en la secuencia —casi un videoclip— que cierra la quinta y última temporada.
En el apartado interpretativo, actores no profesionales aparte, encontramos a gente que ha hecho sólida carrera cinematográfica, caso de Dominic West e Idris Elba, y que, por ende, aporta a la serie una cuota de empaque y de carisma por demás reseñable. El intempestivo agente McNulty encarnado por el primero resulta sencillamente impagable. Les acompañan habituales de HBO como Aidan Gillen —el inefable Meñique de «Juego de tronos» («Game of Thrones», 2011-2019)—, Clarke Peters, Michael K. Williams y un Wendell Pierce con más flow que la Motown.
Carorpar
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Sly
Documental
Estados Unidos2023
6,4
1.061
6
6 de noviembre de 2023
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como si de una alegoría de la testosterónica contraprogramación en que anduvieron engolfados Stallone y Schwarzenegger durante dos décadas —el chascarrillo acerca de «¡Alto! O mi madre dispara» («Stop! Or my Mom will Shoot», 1992) nunca pierde gracia, menos aún en la lengua de trapo del «Governator»—, Netflix estrena este documental en torno a la carrera de Sylvester Stallone seis meses después del que le dedicara al austríaco.
Lo primero que llama la atención al comparar ambos títulos es que «Arnold» (ídem, 2023) constaba de tres episodios de una hora, mientras que «Sly» consiste en un largometraje de noventa minutos; de modo que la información viene más comprimida y cribada, quedándonos —buena señal, eso sí— con ganas de, al menos, treinta minutos adicionales.
Tumefacta musculatura aparte, ambas (súper) estrellas comparten una dicción, como poco, estropajosa. La de Stallone, resultado de sus orígenes italoamericanos y una parálisis facial de nacimiento, nos desgrana con hipnótico carisma una carrera que no tuvo un arranque fácil en absoluto. Porque si Schwarzenegger llegó a la interpretación siendo ya un hombre rico y emparentado con los Kennedy, un Stallone de treinta años parecía —igual que el personaje que le daría fama y fortuna— acabado antes siquiera de haber despegado.
En efecto, es en la reconstrucción del proceloso itinerario creativo que desembocaría en «Rocky» (ídem, 1977) donde «Sly» brilla especialmente. Preñado de anécdotas —por ejemplo, la sustanciosa cantidad que le ofreció el estudio a cambio de que renunciase a protagonizarla—, el proceso de escritura —y reescritura «ad infinitum»—, accidentado rodaje, preocupante preestreno y, al fin y contra todo pronóstico, gloriosa «première», logra arrancarnos lágrimas de emoción similares a las que, sin importar el numero de veces que la hayamos visto, nos sigue provocando aquélla.
Es verdad que, tal como me ha parecido leerle a algún crítico a sueldo, «Sly» profundiza lo que el Stallone productor ejecutivo considera pertinente —nada se dice, vaya, de sus pinitos en el cine porno, «El semental italiano» («Italian Stallion», 1970) mediante—. Con todo y con eso, no elude los sonados fracasos de crítica y público, el encasillamiento en papeles escasos de diálogo y pródigos en mamporros —«con un cuerpo como el mío no puedes hacer Shakespeare»—, así como la disfuncional relación con su padre, peluquero de guantazo fácil, y el temprano fallecimiento de su primogénito Sage Stallone.
En suma, recomendable documental donde, de manera sencilla y sin aspavientos melodramáticos, se nos revela el trasfondo humano de uno de los más conspicuos representantes del fascistoide cine de acción de los ochenta. Sorprenden especialmente la sensibilidad y las inquietudes artísticas de un tipo con su fisonomía. Sólo por eso, «Sly» ya merece la pena. Pero es que encima es sumamente entretenida.
Carorpar
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