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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 149
Críticas ordenadas por utilidad
8
12 de octubre de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Habrá algo más estático que un ascensor parado un sábado por la tarde en un edificio de oficinas por haber cortado la corriente del edificio mientras se espera al lunes para volver a activarlo? Pues la cosa es así en Ascensor pour l’Echafoud o Ascensor para el cadalso (1958), dirigida por un jovencísimo Louis Malle: 25 años. Bueno, pues las cosas no son tan sencillas como parecen, porque ese ascensor parado es lo que desencadena todos los acontecimientos en la película que nos ocupa, que se inscribe dentro del 23º Festival del Cine Francés que se celebra estos días en Málaga, donde se ha querido rendir homenaje a Jeanne Moureau, protagonista de esta película.
Situada dentro las coordenadas del cine negro, con todo el soporte que la novela le prestó (de hecho, Ascensor para el cadalso se basa en la obra de Noël Calef), observamos en esta película algunos rasgos singulares, que pueden rastrearse en las principales señas del género:
a) Existe un triángulo amoroso, efectivamente, pero más por referencias en el filme que por lo que pueda apreciarse en la pantalla, dado que el marido molesto es eliminado en los primeros compases de la cinta y no se ve ninguna escena de los dos amantes juntos. Más bien al revés: en todo momento asistimos a la soledad de la mujer que busca a su hombre, que es precisamente quien se queda atrapado en el ascensor.
b) Como puede inferirse del párrafo anterior, la mujer fatal, interpretada por Jeanne Moureau, no lo es tanto en cuanto a lo que espera obtener del asesinato de su marido, sino que verdaderamente está enamorada de su amante. No recuerdo ninguna otra ocasión en que la mujer, digamos, fatal sufra tanto la ausencia de su amante.
c) No creo descubrir nada nuevo si afirmo que los policías del cine negro son malvados que se han cansado de serlo. Pongamos que así se nos antojan Sam Spade o Phillipe Marlowe, que desde luego transmiten todo el desdén existencial que les devora. En Ascensor para el cadalso, sin embargo, el peso policial lo lleva Lino Ventura interpretando a un inspector cuyo nombre se nos escapa en el visionado del filme y que realmente juega un papel casi intrascendente en la trama: poco más que poner las cosas en su sitio al final.
d) No hace falta que asistamos a la seducción perversa mediante la que la esposa pretende conseguir el propósito de librarse de su marido, sino que sucede ello en la primera secuencia de esta producción francesa. Nada que ver, por lo tanto, con los grandes clásicos del género, como Perdición (1944), de Billy Wilder, o El cartero siempre llama dos veces (1946 y 1981), de Tay Garnett y Bob Rafelson.
De manera que, triángulo, mujer fatal, policía y crimen en sí se combinan de modo totalmente diferente en la película que nos ocupa y permiten lo que sin duda es uno de los grandes logros de esta cinta: sobre un thriller planteado antes de se inicie la película entre la mujer y su amante, se construye otro, casi por generación espontánea, protagonizado por dos jóvenes, que por supuesto no querían matar a nadie y que lo inician como una travesura.
Eso sí me parece un elemento novedoso y encomiable. Es como las muñecas rusas, que hay una dentro de la otra, y el asesinato inicial se resuelve en un episodio inesperado para todos, personajes y espectadores, lo que sin duda confiere ciertas dosis de fatalismo a esta película: una desgracia se reinventa en otra, levantado todo ello sobre la referencia a tres guerras: la Segunda Mundial y las de descolonización francesa en Indochina y Argelia.
Es la muerte violenta que llega sin buscarla y además sin necesidad.
Pero si todo lo anterior sucede es porque Julien, el amante, se queda atrapado en el ascensor, según comentamos en el primer párrafo de esta reseña. Lo cual, me van a permitir ustedes que arrime el ascua a mi sardina, me recuerda mucho a la teoría del primer motor inmóvil desarrollada por Aristóteles: desde su prisión estática, Julien propicia e ignora todo lo que sucede en el exterior.
Es la pasividad más activa, la detención dinámica o la serenidad frenética. Movimiento inmóvil, en definitiva. Todo un conjunto de oximorones enunciado por el estagirita para quien debía existir algo que estuviera siempre y no se moviera, pues de otra manera tarde o temprano perecería, pero que fuera el germen de todos los demás movimientos. Dios para los cristianos. Un ente metafísico por determinar para el filósofo griego.
Y ya que estamos en ese contexto, quiero recordar la gran pasión de Aristóteles por las dicotomías: vertebrados e invertebrados cuando clasificó los animales, potencia y acto, lo necesario y lo contingente, de donde quiero recordar esa frase inmortal en Amanece, que no es poco (1988), de José Luis Cuerda: «¡Alcalde, que sólo tú eres necesario y todos los demás contingentes!». Pues bien, en la película que nos ocupa el juego de dualidades también es importante: se rodó en blanco y negro y el acompañamiento musical oscila entre el silencio absoluto y el jazz de Miles Davis, con Kenny Clarke en la percusión, por ejemplo.

Yo no sé si Calef cuando escribió su novela tenía todos resquicios aristotélicos en su mente, pero su presencia en Ascensor al cadalso es innegable. Podríamos incluso argüir que las relaciones entre los personajes potencian el número dos: la mujer y su amante (el marido ni cuenta, puesto que cuando nos enteramos que es el marido, ya está muerto: de hecho, éste es el trío menos trío que he visto en mi vida); los dos jóvenes que cometen la chiquillada de robar el coche de Julien; los dos turistas alemanes; los dos coches que se roban. Etcétera.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
2 de abril de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo bueno que tienen las películas japonesas es que uno nunca se siente decepcionado: si entra en el cine para ver una atrocidad godzilliana, lo que obtiene es una atrocidad godzilliana, pero si uno saca una entrada para una exaltación de la delicadeza, lo que se encuentra es una exaltación de la delicadeza. Las cosas como son.

Por fortuna, si bien en un ambiente de traumas familiares, valga la redundancia, Nuestra hermana pequeña (2015), de Hirokazu Koreeda, Premio del público en el último Festival de San Sebastián y Sección oficial en el de Cannes, se inscribe dentro del segundo grupo de los mencionados en el párrafo precedente y se trata, además, de una película que permite aproximaciones desde muy diferentes puntos de vista, como caracteriza a cualquier obra de arte que se precie.

Empecemos por lo que de familiar hay en ella, que reside sobre todo en la fraternidad, puesto que las relaciones patrerno-filiales son referencias lejanas, ejemplos de insatisfacción. El mundo de las hermanas numerosas ha sido reiteradamente abordado en diferentes largometrajes, de muy diversa índole. Puede recordarse así un incunable como Mujercitas (1949), de Mervyn LeRoy, que ha conocido sucesivos remakes en el cine o en la televisión. Al contexto estadounidense, y basada también en una novela, pertenece Las vírgenes suicidas (1999), de Sofia Coppola, la originalidad de cuyo guion viene establecida desde la narración homónima de Jeffrey Eugenides. Cuatro hermanas hay en las oscarizada Belle Époque (1992) del nomehesentidoespañolniduratecincominutos Fernando Trueba, paladín de los ejércitos napoleónicos. Presencia unánime de hermanas en la reciente Mi familia italiana (2015), de Cristina Comencini, una película que nace, porque tiene que haber de todo. Y, hermanas, por fin, en la producción turca Mustang (2015), de Deniz Gamze Ergüven, que narra la penosa situación de la mujer en el islam y que ha conocido mucha más gloria de la que en términos estrictamente fílmicos le corresponde, sin duda por el tema que aborda más que por los propios méritos cinematográficos.

Fraternidad de mujeres, pues, que contrasta con el escaso o poco memorable recorrido de las películas de hermanos. Prefiero no citar ninguna. Podemos inferir, pues, el interés que ese tema ha despertado entre los directores de ambos sexos, para lo que la mejor explicación que se me ocurre es el entramado de sutilezas y posibilidades que el mundo de la mujer permite, sin querer caer en más tópicos de los imprescindibles, pero en el largometraje que nos ocupa la actitud de cada una de las hermanas puede muy bien simplificarse en cuatro posibilidades básicas: Sachi es el sentido maternal de la responsabilidad, aunque no tenga hijos, pero sus hermanas es como si lo fueran, así como, incluso, la madre, Yoshino representa el flanco material, frívolo, de la mujer, Chika, la desestructurización y Suku, la melancolía, enumeradas de mayor a menor.

Pero también hay otras mujeres que permiten acercamientos diferentes al mundo de la mujer, cuyos nombres no se explicitan en el filme, como son la propietaria de un restaurante, que personifica el sentido del sacrificio, la madre de las jóvenes, que representa la fragilidad emotiva, o la tía abuela, que da vida a los valores tradicionales de la sociedad.

Con todos, una cosa que llama poderosamente la atención es que el filme de Koreeda no se despeña por la sima de las emociones simplonas. No hay melodrama en esta película, y muy bien podría haberlo, porque las situaciones, como la de inicio (un padre que abandona a su familia por otra mujer y se establece en otra ciudad), muy bien podría haberse prestado a ello, pero las imágenes se desarrollan con madurez y sin moralina, una textura técnica que debe mucho en su grabación a Yasujiro Ozu, otro gran narrador fílmico de la familia japonesa, que eligió para sus escenas de interior una lente de 50 milímetros, que es la que más se aproxima a la visión directa del ojo humano. Nuestra hermana pequeña, por lo tanto, profundiza en las inseguridades, frustraciones y contradicciones de los personajes, que no son ni buenos ni malos: son sencillamente humanos.

Podríamos hablar también de la mística del número cuatro, tan arraigado en todas las culturas de todos los tiempos: cuatro (aire, tierra, agua y fuego) eran los elementos en la antigüedad griega; cuatro (infancia, juventud, madurez y vejez), las edades del hombre; cuatro, las estaciones; cuatro, los puntos cardinales, etc. En la cultura preincaica del altiplano americano y de los Andes, el icono, por excelencia es una conjunción de las cuatro estaciones y los cuatro puntos cardinales, con el sol en el glorioso centro. Y una narración muy estacional, si bien, no se explicita, es lo que presenciamos en Nuestra hermana pequeña, donde no es muy difícil descubrir escenas en cada uno de los grandes períodos del año, con la floración de los cerezos como gran protagonista, un acontecimiento que pertenece a la cultura milenaria en el país del sol naciente, como es de sobra conocido, y que en este filme se evoca desde un punto de vista nostálgico: convivencia de los kimonos con la indumentaria occidental, como toda la carga de simbolismo que ello implica, y que es lo que todavía sucede al día de hoy en Japón, donde comparten su espacio las manifestaciones rabiosamente tecnológicas con la presencia de las costumbres tradicionales de la sociedad.
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Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
8 de junio de 2016
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que sí, que ya lo sé, que la historia de Dante y Beatrice es sublime, pero, ¿qué quieren que les diga? Este menda lerenda prefiere la de Paolo y Francesca. No sé, me parece más creíble. Se narra en el Canto V de la Divina Comedia, así como en el segundo verso del Canto VI, y recordamos todos de qué va, ¿verdad? Bueno, en esencia, Francesca de Rímini se casó con Gianciotto Malatesta, un personaje contrahecho físicamente, pero se enamoró del bello Paolo, hermano de Gianciotto, con quien mantuvo un apasionado romance hasta que Gianciotto los asesinó. Eros y Tánatos, una vez más, que han sido plasmado en infinitud de ocasiones tras la colosal creación del poeta florentino y muy significativamente en La barca de Dante, de Delacroix, y El beso, de Rodin.

La poesía española también se hizo eco de ese episodio en Rubén Darío y Gustavo Adolfo Bécquer, por citar sólo dos ejemplos. Y si procedemos en orden cronológico inverso, es decir, empezando por Darío, ya en Azul se menciona a Paolo y Francesca:

El Invierno es galeoto,
porque en las noches frías
Páolo besa a Francesca
en la boca encendida,
mientras su sangre como fuego corre
y el corazón ardiente palpita.

En cuanto a las Rimas, de Bécquer, comienza así la XXIX:

Sobre la falda tenía
el libro abierto;
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros;
no veíamos las letras
ninguno, creo;
mas guardábamos entrambos
hondo silencio.

En todo caso, los enfoques tanto de Rubén Darío como de Bécquer se mueven el plano de un amor vaporoso, evanescente, que es lo que nos muestra La venganza de una mujer (2012), de Rita Azevedo Gomes, que ha tardado cuatro años en llegar a las pantallas españolas, puesto que en esta película se plantea el amor absolutamente contemplativo de la duquesa de Arcos de Sierra Leona con Esteban, primo de su esposo, que es uno de los primeros en el escalafón de grandes de España.

“Todo podíamos y nada queríamos”, cuenta la duquesa a Roberto, un hombre de mundo al que lleva a sus aposentos, y en la película vemos cómo el simple hecho de hilar es uno de los momentos de mayor intensidad emotiva, lo que a mí, insisto, me recuerda el momento de la lectura conjunta entre Francesca y Paolo que poetiza Dante.

También como en la obra del genial florentino, el marido mata al amante, pero permite que viva la mujer, lo que es novedoso con respecto a la Divina Comedia. La acción se sitúa en Lisboa en el último cuarto del siglo XIX y es indudable que Barbey d’Aureville (1808-1889), autor del cuento en que se basa libremente el largometraje de Azevedo, quiso darle otro enfoque y apelar a la idea de la libertad de elección de la mujer.
En cuanto a escenografía, hemos de recurrir a este término de las tablas, por la enorme textura teatral de La venganza de una mujer, algo a lo que más o menos estamos acostumbrados por todas las adaptaciones cinematográficas que se han realizado de los grandes clásicos de la dramaturgia, así como de autores más contemporáneos, entre los que quizá destaque Arthur Miller. Es imposible realizar una enumeración exhaustiva de todas las veces que el cine ha buscado inspiración en el teatro, pero es que en la película que ahora nos ocupa Rita Azevedo ha montado todo un escenario teatral para narrar su historia. Es decir, no es que el cine se inspire en el teatro, es que el teatro se apoya en el cine, puesto que lo que vemos en la pantalla es una auténtica representación escénica: el theater, término de la variante americana del inglés que significa ‘sala de cine’ se hace live theater, término de la variante americana del inglés que significa ‘teatro’, donde en un momento dado se ve a la protagonista, Rita Durão, repasando el libreto, o aparece un señor vestido a la actual leyendo fragmentos a modo de acotaciones para mayor verosimilitud teatral.

Y todo ello dentro de una puesta en escena preciosista, con gran cuidado del vestuario de época, y el apoyo musical de grandes piezas de lo mejorcito de la música clásica. Todo un goce, pues, para la sensibilidad estética y los sentidos.
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Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
2 de mayo de 2023
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ashkal (2022), de Youssef Chebbi, comienza con una sucesión de textos en pantalla donde se informa que la urbanización Jardines de Cartago era un ambicioso proyecto de construcción de viviendas para dignatarios en Túnez, que se vio interrumpida con el comienzo de la así denominada Primavera Árabe, cuando, en diciembre de 2010, el vendedor ambulante Mohamed Bouazizi se inmoló por fuego tras un abuso policial en la ciudad de Sidi Bouzid, lo cual, a la postre desembocaría en la dimisión de Ben Ali.
Pues bien, tras esa información inicial, la película en sentido estricto, arranca con lo que tiene todo el aspecto de un caso policial, pues en los despojos de esa urbanización inconclusa se halla el cadáver calcinado de uno de sus vigilantes. Pero ya está, porque no tardamos en comprender que ese entramado criminológico trasciende a cuestiones que alcanzan a la sociedad tunecina, en general.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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10
28 de febrero de 2017
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de ochenta y ocho ediciones de entrega de los Oscars, llegó la ochenta y nueve y a la 89ª fue la vencida. Ya habían ocurrido cosas, sobre todo a partir del último tercio del siglo XX: en la 45 edición, Sacheen Littlefeather, nacida Marie Louise Cruz, subió al escenario para rechazar el galardón recién concedido a Marlon Brando por su papel protagonista en El padrino (1973), de Francis Ford Coppola, en protesta por el tratamiento que los nativos norteamericanos recibían en la industria del cine y de la televisión; en 1977, Woody Allen ir a la ceremonia donde le fueron concedidos los premios a Mejor película, Mejor director y Mejor guion por Annie Hall por tener que tocar el clarinete en un club de jazz de Nueva York; y, en fin, en 1993, el ateísmo de Fernando Trueba le impidió agradecer a dios la concesión del Oscar a la Mejor película en habla no inglesa: en su lugar lo hizo a Billy Wilder, en quien sí creía y sigue creyendo, a pesar de que el cineasta norteamericano haya fallecido. Pero, desde luego que lo del esperpento en la entrega del premio a la Mejor película en la 89ª edición supera con creces lo imaginable. Por buscarle el lado bueno, diría que puso una chispa de humanidad en un contexto de abulia y tecnología como el preside las sociedades actuales. Sin embargo, quizá hoy más que nunca necesitemos la protesta pacífica de Sacheen Littlefeather.

El caso fue que la ganadora no ha sido La La Land (2016), de Damien Chazelle, sino Moonlight (2016), de Barry Jenkins, una magnífica muestra de cine independiente rodada en tres semanas con un elenco de actores desconocidos, al menos para el espectador europeo, que se erige como un alegato a favor de la poesía incluso en las peores circunstancias y es que, efectivamente, es muy difícil imaginar un contexto social más duro para situar la acción.

Repasemos dicho contexto muy rápidamente: Chiron, el protagonista es hijo de padre desconocido y madre yonqui, de la que se sugiere que se prostituye para poder pagarse sus picos. Además, es negro, vive en un barrio totalmente marginal del estado de Florida, cuya estética a mí recuerda la de África en un ambiente de exilados cubanos, es homosexual y padece por ello el acoso de sus compañeros de clase, negros también. De manera que, prostitución, drogadicción, exilio, exclusión social y bulling son los pilares básicos sobre los que se sustenta Moonlight: verdaderamente es muy difícil imaginar peores tiempos para la lírica.

Sin embargo, eso es exactamente lo que transmite la película de Jenkins: poesía.

Construida sobre tres momentos de la vida del protagonista, infancia, adolescencia y juventud, durante los que es denominado de diferentes maneras (Little, interpretado por Alex Hibbert, Chiron, interpretado por Ashton Sanders, y Black, interpretado por Threvante Rhodes), en Moonlight no hay moralina, Moonlight no se recrea en la violencia ni el espectador asiste a escenas duras; en Moonlight no se demoniza a nadie, ni siquiera se juzgan las acciones, porque Moonlight es la poesía que palpita.

Moonlight, desde luego, no es una película social al uso, lo que no significa que la dureza se presente de manera almibarada. Moonlight no esconde la cabeza ante una situación manifiestamente degradante. Pero Moonlight no se recrea en situaciones escabrosas y teniendo como tiene todos los elementos para que la violencia estalle, apenas vemos sangre. Porque la grandeza y la principal aportación de este filme es que busca la conexión con el ser humano.

No es que los camellos sean gente honrada y, por cierto, que Mahershala Ali recibió el Oscar al Mejor actor de reparto en su papel de Juan. No es que la madre merezca penar en el infierno por toda la eternidad: bastante infierno tiene ya en vida. No es que se predique la paz y la reconciliación universal. Es que a la luz de la luna los negro son azules, que es sin duda el principal mensaje de esta película.

Es que a la luz de la poesía, el ser humano siempre resplandece, incluso en las situaciones más oscuras. Por ello, las situaciones se sugieren con gran dramatismo fotográfico, eso sí, pero sugeridas. Para muestra, dos botones: en una escena se ve a Little llenando la bañera y acto seguido calienta al fuego una cacerola más grande para mezclar que él mismo para mezclar ese agua con la anterior y conseguir una temperatura agradable y todo eso sucede en un momento impreciso, pero obviamente contemporáneo, probablemente la década de los noventa, en la América de las grandes oportunidades. La otra escena que quiero mencionar es una en que se ve a la madre gritando pero sin oír su voz, aunque no es difícil leer en sus labios: Don’t look at me! Acto seguido se mete en su dormitorio, donde se intuye que la espera el cliente de turno. Y es que no necesitamos más: con eso es suficiente ¿Qué sentido tiene detallar minuciosamente escenas sobradamente conocidas de violencia en las calles y violencia en el hogar?

Pienso por ello que, tal como hiciera Sacheen Littlefeather, lo que Barry Jenkins nos ofrece en esta película es un manifiesto pacífico contra la marginación social, pero sobre todo un alegato a favor de la poesía que todo ser humano encierra en sí mismo.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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