En St. Robin, un pequeño pueblo francés, unos inquietantes anónimos firmados por “El cuervo” comienzan a llegar a los ciudadanos, destapando los trapos sucios de muchos de ellos, denunciando sus fechorías, poniendo el foco especialmente en el doctor Germain, quien deberá enfrentarse al odio de los vecinos.

Los pueblos son microcosmos donde las habladurías ocupan un espacio central en las conversaciones. Que si tal señor se entiende con su cuñada, si el sobrino del maestro es un vago, si la nieta del general es fácil, si el alcalde hace negocios contrarios a la ley… Los rumores constituyen el pegamento que mantiene unida la sociedad, encargados de dictaminar la respetabilidad de la gente. No obstante, a los rumores hay que dosificarlos, permitir que sobre ellos sobrevuele la duda, no convertirlos en hechos palpables. Cuando una oleada de sucios secretos salga a la luz quedará al descubierto la hipocresía, el egoísmo y la vileza del ambiente.

Clouzot filma una intriga donde todos los personajes, incluido el protagonista, poseen una ética dudosa, un ejercicio de estilo con potentes escenas como la de la misa y la del entierro, que retrata cruelmente una comunidad poblada de miserias. Retuerce la trama quizá en exceso, para confundirnos, pero ahí resiste la descripción de un mundo podrido hasta las entrañas.

Clouzot nunca ha gustado a los franceses. Aún peor: algunos admiradores le definen como el “Hitchcock francés”, haciendo uso de esa manía tan extendida que consiste en que cuando se quiere alabar a alguien se le compare con otro sujeto más famoso. No, Clouzot no es el “Hitchcock francés”. Clouzot es Clouzot. Punto.

En realidad se parecen poco. Esta historia el inglés la habría abordado de manera opuesta, habría empezado por desvelar la identidad de “El cuervo”, siguiendo su filosofía de ofrecer toda la información a los espectadores, y a partir de ahí hubiera sembrado el relato de suspense. En cambio, Clouzot apuesta por un misterio clásico, que no se resuelve hasta el desenlace, casi hasta el último fotograma.

Michael Myers permanece en un psiquiátrico 40 años después de haber protagonizado una masacre. Laurie Strode vive obsesionada con el regreso del monstruo que cambió su existencia. Con estos mimbres ya nos podemos imaginar lo que viene.

La película no me ha gustado. Creo que no ofrece nada especial ni sorprendente, ni tampoco juega lo bastante bien sus cartas como para que dentro de dos semanas vaya a acordarme de ella. Supongo que vencerá en la taquilla pero no convencerá, al menos a un servidor. Secuela con aires de remake, remake con ambición de secuela, como quieran llamarlo, este nuevo intento de resucitar el slasher decepciona en forma y fondo. En forma, por carecer de rasgos de personalidad; en fondo, por contar la misma historia de siempre. Se agradecerían menos guiños a los fans y más terror.

Los de Blumhouse han sido lo suficientemente listos como para recuperar a Jamie Lee Curtis, contratar a un director prometedor, y ligar a Carpenter al proyecto, aunque sólo sea para utilizar su nombre en la campaña promocional. Y recitar la consabida cantinela: que si quieren recuperar las esencias de la primera película, que si el resto de secuelas no valen nada y esta va a ser la definitiva… Ja, ja, ja.

Ni siquiera la idea es original. En 1998 ya mostraron con Halloween H20 una película que desdeñaba parte de las entregas anteriores y presentaba a Lee Curtis como un trasunto de Sarah Connor o de la teniente Ripley. De modo que… ¿cuál es la novedad?

Película hecha desde la nostalgia, con nostalgia y para nostálgicos. No digo que sea mala pero… ¿Ha tenido un filme de terror alguna vez un final más perfecto que el Halloween de 1978? ¿Y ha sufrido nunca un gran filme una lista más larga de secuelas absurdas e innecesarias? Bueno, tengo mis dudas.

Una pintora recibe el encargo de pintar el retrato de una joven sin que ella se entere, por lo que se ve obligada a espiarla.

Película de silencios. A los franceses se les suelen dar bien las de esta clase. Y, lo reconozco, se aprecia sensibilidad, misterio, delicadeza... Ahora bien, si entre miradas profundas y sobrentendidos, gestos y detalles, entre pincelada y pincelada y retrato y retrato, a alguien se le escapa un bostezo, no creo que haya que juzgarle con severidad. Ni aún en el caso de que la romántica relación entre esas dos mujeres no le despierte el más mínimo interés, o si comete el pecado imperdonable de considerar esta historia aburrida.

Nos dicen que hay pasión, sentimientos muy profundos, fuego, belleza. Pues para haber tanto, y tan intenso, uno encuentra la película fría, impersonal, desapasionada y tediosa. Claro que esto es sólo una opinión.

La fotografía y el vestuario, eso sí, me parecen fabulosos.

Entretenida e intrigante producción alemana compuesta por 7 episodios que apenas rebasan la media hora. Un abogado deprimido, aficionado al alcohol y adicto al juego, recibe un encargo de Azra, una misteriosa y peligrosa mujer a la que defendió en una ocasión: se trata de un caso de abuso infantil acontecido en una pequeña ciudad y en el que ya hay veintiséis acusados.

Al parecer los hechos están basados en un juicio real, aunque han cambiado la época en que se desarrolla. El interés lo sostienen los dos personajes principales; él es un tipo huraño, parco en palabras, el mejor en su oficio. Se dedica a la abogacía porque no soportaría tener que juzgar a nadie, lo que le apasiona es observar, entender y hacer entender aquello que no resulta evidente, mostrar el punto de vista de sus defendidos. Ella es un enigma que trabaja a las órdenes de mafiosos, mantiene oculta la razón por la que le atrae el caso.

La serie reflexiona acerca del peligro de los escándalos, de la indignación colectiva, cuando una masa rabiosa pretende imponer su moral, sin atender a consideraciones legales; nos habla de las distintos pliegues de la verdad, a menudo insondable, la importancia de no fiarse de las apariencias, las consecuencias imprevisibles de nuestros actos, la imposibilidad de saber nada con certeza.

Unos vecinos arruinados, que deseaban formar una cooperativa, planean recuperar su dinero robando al hombre que les estafó.

Los giles, los eternos perdedores, los olvidados, todos aquellos maltratados por el mundo, por la sociedad y por la vida, hartos de recibir golpes, deciden contraatacar. Porque los giles podrán pecar de ingenuos... de estúpidos, si se quiere... pero con su dignidad no se juega. Así, Sebastián Borensztein dirige un "Rufufú" a la argentina, aportando las dosis justas de rabia e indignación, en una comedia que no aburre en ningún momento. Con una galería de magníficos actores, entre los que cabe destacar a Luis Brandoni, encarnando a personajes con los que resulta muy fácil empatizar, se desarrolla un filme divertido, dramático, comprometido, que tiene el sabor de lo auténtico, y donde se aprecia mejor que nunca la honradez (cosa curiosa) de todos esos currantes a los que a veces nadie toma en serio.