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España España · Barcelona
Críticas de polvidal
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Críticas 348
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
27 de abril de 2023
109 de 164 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Lucía Etxebarria no le gustará 20.000 especies de abejas. Y no le gustará porque choca frontalmente con su cruzada personal contra la transexualidad, ese recurso fácil para degenerados que solo buscan colarse en los vestuarios femeninos y seguir perpetuando el machismo imperante. Por eso no querrá ni oír hablar de la película, porque explica de manera sublime el sufrimiento y la angustia que experimentan las personas que no se identifican con su sexo biológico y que además deben lidiar con su entorno para asimilar un cambio que es de todo menos sencillo. Lo hace además con sumo tacto, poniendo el foco en una niña de ocho años, en un ámbito familiar y dentro de una comunidad rural en el País Vasco. No era tarea fácil y, sin embargo, el filme desarma todos los miedos, prejuicios y ataques frontales con humanidad y honradez.

Puede que a la escritora y polemista Etxebarria no le interese 20.000 especies de abejas pero sí debería picar la curiosidad de todas aquellas personas con ganas de comprender un proceso tan complejo y desconocido, sobre todo para las generaciones más mayores. El mérito de la cinta es que aborda la asunción de identidad desde la edad más temprana y desde un punto de vista multigeneracional, en el núcleo de una familia tradicional vasca. Y en la respuesta de cada uno de los familiares, en su comportamiento ante el cambio, es donde residen los matices de una película que huye por completo de los maniqueísmos y de los recursos más facilones.

Estibaliz Urresola Solaguren, que para colmo debuta en el largometraje con esta maravilla, podría haber echado mano del bullying para narrarnos una dolorosa transición hacia el género femenino. Y seguramente le habría resultado otra cinta gloriosa, aunque muy diferente. Sin embargo, la directora, valiente, ha decidido centrarse en la agresión inconsciente, la que van ejerciendo día a día los seres más queridos. Y ahí es donde las interpretaciones juegan un papel determinante. El Oso de Plata para Sofía Otero es solo la cúspide de un reparto mayúsculo, en el que también sobresalen Patricia López Arnaiz y Ane Gabarain, madre y tía que asimilan de muy distinta forma la transexualidad de la niña protagonista.

Sin apenas banda sonora, vamos asistiendo a distintas situaciones de incomodidad que va sufriendo Cocó durante su crisis de identidad, con los vestuarios (siempre son los vestuarios) como principal foco de tensión. A su vez, también somos testigos de conflictos cotidianos como los que surgen de la maternidad, la pareja, las relaciones familiares o la crisis de la mediana edad. En ese sentido, el personaje de López Arnaiz aglutina todas esas lides. Mientras moldea cuerpos esculturales con la cera de las abejas, debe asimilar cómo su hija va moldeando también su propia identidad mientras combate las resistencias dentro del seno familiar.

Es en la parte final cuando 20.000 especies de abejas nos regala secuencias de una gran emotividad, rodadas con absoluta delicadeza. Todos los acontecimientos que suceden en torno a una comunión ponen a prueba nuestro pulso y nuestras glándulas lagrimales, de la escena desde el interior de un coche hasta la carrera desesperada en el bosque. Y todo para ponerle nombre y cara, sin doctrinas pero con sentimientos, a otra de esas realidades prácticamente ocultas en el cine. Porque como advierte un personaje clave del filme, “lo que no tiene nombre, no existe”.
polvidal
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8
17 de marzo de 2023
10 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Podrían haber seguido el camino más fácil, haber echado mano del piloto automático y les habría funcionado igual. Los creadores de The last of us, la serie, tan solo debían seguir a rajatabla las directrices del videojuego para contentar a su legión de seguidores. Y así parece que lo han hecho. Pero con un importantísimo matiz. Han colado tramas normalmente destinadas a ficciones menos populares dentro de la que ya se preveía como "la serie del año". Y, de repente, el público objetivo de una superproducción de zombis se ha tenido que tragar con patatas un capítulo centrado en la historia de amor entre dos hombres o que la protagonista, encarnada por una Bella Ramsey que se define como género fluido, se enamore de una chica en otro episodio. Los machirulos de medio mundo entrando en el siglo XXI de la forma más inesperada. He aquí la jugada maestra que solo una producción de HBO se podría permitir.

El mérito de los creadores de The last of us ha sido precisamente esa valentía a la hora de subvertir las normas que vetaban implícitamente tramas femeninas o LGTBIQ+ en las ficciones destinadas a las grandes masas. Aunque determinadas reacciones siguen dando la razón a ese conservadurismo (no en vano, los capítulos mencionados siguen siendo, a día de hoy, los peor valorados de la serie en IMDB), ese enorme paso adelante no ha impedido que la serie rompa todos los récords de la plataforma HBO Max y que, para algunos, el episodio de Bill y Frank se haya convertido en uno de los más bellos de la historia de la televisión.

No terminan ahí las virtudes de la serie. Los prólogos de sus dos primeros capítulos, con una gran carga científica, son probablemente de los más interesantes y aterradores de los últimos años, mucho más que las escenas explícitas protagonizadas por hongos vivientes que inevitablemente debían formar parte de esta adaptación del videojuego. El flashback que nos narra el nacimiento de Ellie es otro instante memorable de una ficción que, además de ser fiel al producto original, no ha dudado en romper la cronología para descolocar al espectador.

Pero si a algo debía permanecer fiel esta serie es a la trama principal, la historia de amor entre Joel y Ellie, dos personajes antagónicos condenados a entenderse. No por previsible, este viaje ha dejado de ser emocionante, sobre todo tras un inicio complicado, en el que cuesta encariñarse con la adolescente, pero que desemboca en un clímax de lo más gratificante. La química entre el contrabandista y su hija adoptiva por fin se hace palpable y es gracias al enorme trabajo de Pedro Pascal y Bella Ramsey, llamados a convertirse en protagonistas de la próxima temporada de premios.

¿Por qué entonces The last of us no puede catalogarse como la mejor serie del año? A pesar de que el viaje merece mucho la pena, a pesar de su mimo por los personajes, incluidos los de reparto, a los que también pinta con una paleta de grises, no ha sido redonda en su desarrollo. Gran parte de sus capítulos se ciñen a una misma estructura. Cada parada en este road trip hacia la cura de la epidemia se ha visto marcada por la introducción casi procedimental de secundarios que han terminado desapareciendo, complementada con la escena de acción de turno y las disertaciones, a menudo tediosas, entre sus dos protagonistas. El viaje ha resultado grato, con instantes memorables, pero no ha sido del todo fácil.

Si medimos el éxito en cifras y tendencias, The last of us tiene todos los números para convertirse en la serie del año. Pascal y Ramsey acaparan portadas, photocalls y sesiones fotográficas. Son las celebrities del momento. Pero no nos confundamos. Todo ello no la convierte en la mejor ficción televisiva de este 2023. Quedan muchos meses por delante y, además de los estrenos que están por llegar, este año finalizan dos grandes series internacionales: Succession y The Crown. Ambas cuentan con una trayectoria impoluta, que deberán medir con este rival en forma de fenómeno global. Todavía es pronto. En diciembre comprobaremos los criterios para encumbrar a la mejor serie del año.
polvidal
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8
3 de marzo de 2023
24 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay planos detalle en ‘The quiet girl’ que definen a la perfección sus intenciones. Los cigarrillos que se van acumulando en el cenicero del coche durante un trayecto trascendental y que denotan la falta de comunicación entre un padre y su hija. Una galleta encima de la mesa, primer acercamiento, gesto indirecto de cariño, entre otro hombre y esa niña tímida y callada que da título a la película. Una pastilla de jabón acariciando su delicada piel, los cien cepillados de pelo. Mil y un detalles que permiten identificarnos con el sufrimiento interior pero también con la felicidad contenida de una protagonista encerrada en una casa que jamás será un hogar.

Madres, padres, progenitores, que criarán a sus hijos como al ganado mientras en el otro extremo coexisten personas dispuestas a donar todo el cariño posible. Realidades opuestas que identifica este filme intimista a través de los ojos de una niña que silenciosamente asume su dolorosa existencia. Y todo narrado desde la más absoluta ternura, como la que desprende el personaje de Carrie Crowley nada más abrir la puerta del coche para dar la bienvenida a Cáit.

La delicadeza con la que el director novel Colm Bairéad transmite esta pequeña historia se refleja ya con la decisión de mantener el gaélico como único idioma de una cinta que podría haber sucumbido a la ambición internacional y rendirse al todopoderoso inglés. No le ha hecho falta. Y es que hay un idioma más universal que el anglosajón o la música. Lo dice el personaje del padre de acogida en un momento determinado. “Muchas personas pierden la oportunidad de quedarse calladas”. El silencio, y todo el lenguaje corporal que lo suplanta, es el motor de una película que consigue la difícil tarea de reconvertirlo en belleza cinematográfica.
polvidal
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8
24 de febrero de 2023
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es curioso que la película no se haya promocionado con una frase del tipo “Si te gustó The White Lotus, te encantará El triángulo de la tristeza”. Y es que parece que mofarse de los ricos se ha convertido en el lúdico consuelo de los pobres. No hay nada como poner en duda su inteligencia, cuestionar sus valores y ponerlos en ridículo para sentirnos mejor a la salida del cine y acabar pensando que tampoco se está tan mal despertándose a las 6.30 de la mañana para levantar el país de una forma más íntegra y digna. Pero ojo, porque Ruben Östlund no se conforma y tiene dardos para todos. Como insiste en transmitir a lo largo de la cinta, todos somos iguales y, por tanto, susceptibles de caer en todo aquello que nos resulta tan ajeno desde la butaca del cine.

Una de las primeras escenas de la película es buen ejemplo de ello. Un joven modelo comienza a cuestionar sin pelos en la lengua la actitud tan poco feminista de su novia influencer, siempre dispuesta a que sea él quien pague la cuenta del restaurante. Ya solo la escena de una pareja sin intercambiar diálogo en la mesa de al lado podría resultarnos familiar. Pero la cuestión monetaria, que se va volviendo cada vez más violenta, también podría ser motivo de disputa en toda relación. Cada cual a su escala, todos somos esclavos de esa parcela de poder que nos confiere el dinero.

En todo caso, dado que la frivolidad parece acrecentarse con el tamaño de los bolsillos, es lógico que la diana de El triángulo de la tristeza se centre en los más pudientes. Es en el segundo acto de la película, ambientada en un yate de lujo, donde se suceden las situaciones más dantescas y despiadadas, como esa ricachona rusa que encuentra la diversión en forma de altruismo desalmado. Tampoco la tripulación se queda corta, nuevamente cegada por el “¡dinero, dinero, dinero!”. Pero son las imágenes de vómitos y diarreas ya previamente explotadas por la promoción del filme las que nos conducen al delirio, desternillándonos sin complejos de algo tan parecido al “caca, culo, pedo, pis”.

Lo más interesante de El triángulo de la tristeza probablemente recaiga en su capacidad para crear imaginario colectivo. Contiene gags y bromas recurrentes que lograrán superar el paso del tiempo, como ese In den wolken que despierta enormes carcajadas o mi escena de humor favorita de la película, que llega en forma de granada de mano.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
polvidal
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6
1 de septiembre de 2022
59 de 160 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es indudable que las plataformas andan como locas buscando su propia Game of Thrones, ese fenómeno a escala planetaria que acapare todas las conversaciones y engrose sus beneficios. Incluso la propia HBO ha buscado alternativas, obviamente echando mano de la propia saga y convirtiendo la marca en su propia Star wars. El éxito de La casa del dragón no ha hecho más que confirmarlo, a la espera ya de la secuela sobre Jon Snow. El estreno prácticamente simultáneo de Los anillos de poder en Amazon, desde luego, no ha sido una coincidencia. Con la multimillonaria compra de los derechos a los descendientes de Tolkien, la compañía de Jeff Bezos se ha querido asegurar una apuesta prácticamente infalible, un golpe sobre la mesa que aúna legión de seguidores con presupuestos desorbitados. Lo que haga falta para destronar a la adaptación televisiva de las obras de George R.R. Martin y convertirse en el nuevo hit global. ¿Lo conseguirá finalmente? Estamos a muy poco de comprobarlo.

Mientras que el fenómeno de Juego de tronos se fue abultando temporada a temporada, hasta desbordar todas las previsiones en sus últimos episodios, la precuela de El señor de los anillos llega ya con el hype por las nubes, con unas expectativas tan altas que la serie debe ser capaz de corresponder. Y ahí reside uno de sus dos grandes retos, junto al de contentar a los millones de fieles de la obra literaria y de sus adaptaciones cinematográficas.

Vistos los dos primeros capítulos, parece impensable que los adeptos de la obra de Tolkien y de las películas de Peter Jackson terminen decepcionados con esta ambiciosa aventura televisiva. Sus creadores, Patrick McKay y John D. Payne, han sabido trasladar la puesta en escena y el tono de la trilogía de Peter Jackson a estas nuevas tramas, que se basan ligeramente en los textos del escritor pero que son en gran parte de cosecha propia. El regreso a la Tierra Media resulta fidedigno, continuista y, por supuesto, placentero.

Otra cuestión es si Los anillos de poder contiene los elementos necesarios, la personalidad suficiente, como para conquistar a un público masivo y global. Las películas lo consiguieron precisamente por ser las primeras, veinte años atrás, en lograr una adaptación a la altura de la magna obra. Ahora, en 2022, es probable que la audiencia necesite algo más. Entre las virtudes por las que Juego de tronos logró llamar la atención de millones de espectadores está la reorientación de la fantasía a terrenos más complejos y mundanos. Una ciencia ficción hiperrealista sin miedo a alterar sus cánones ni a escandalizar. En ese sentido, parece que la precuela de El señor de los anillos se queda un poco corta, demasiado plana, como para ir generando más y más curiosidad.

La dirección de Bayona, exquisita en su puesta en escena, devolviéndonos a esos mundos mágicos ideados por Tolkien, cojea un poco en el montaje, intercalando subtramas que no parece que conduzcan a muy buen puerto, abusando de cliffhangers que en muy pocas ocasiones dejan con la boca abierta. Todas y cada una de las secuencias, sin excepción, están reforzadas con la banda sonora, sin dejar respiro ni reflexión al espectador. La música nos remarca cuándo debemos reír o cuándo nos debemos asustar, como si las imágenes o los diálogos no fueran suficientes elementos narrativos. El tono familiar, que ya contenía la trilogía cinematográfica y que busca sumar también a los más pequeños, la aleja por completo de tramas más complejas y oscuras.

El mal no descansa sino que acecha. Y el mal, encarnado en seres monstruosos como Sauron y los orcos, es omnipresente en todo el argumento de estos dos primeros capítulos y parece que de toda la serie. En la lucha de elfos, humanos y demás contra este desafío se resume la sinopsis de una fantasía que renuncia a una mayor complejidad en sus tramas. A pesar del tono épico y grandilocuente, los diálogos son sencillos y directos. Las situaciones se plantean desde la óptica de una película de aventuras y las interpretaciones, marcadamente teatrales, se alejan bastante de la naturalidad y del realismo. La propia protagonista, Galadriel, no hubiera superado el casting de Juego de tronos (salvo denominarse Kit Harington).

Podría considerarse innecesario comparar ambas ficciones. Parten de obras originales publicadas en épocas muy distintas y dirigidas a diferentes públicos. Pero la coincidencia en el tiempo y la indisimulada intención de Amazon por conseguir su propia Juego de tronos, como en su día se luchó por conseguir la nueva ‘Lost’, lo hacen inevitable. A falta de ver los seis episodios restantes, parece difícil prever que Los anillos de poder supere en notoriedad a La casa de dragón. Al igual que Tolkien supo construir todo un universo de fantasía, su discípulo George R.R. Martin entendió que había que subvertir el género y acercarlo a un público diferente. En las adaptaciones de HBO el mal no se reduce a un ente demoníaco sino que germina y se expande en la propia condición humana. Puede que en esa visión más retorcida y verosímil de la ciencia ficción se encuentre la clave del éxito.
polvidal
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