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Críticas de Andrés Vélez Cuervo
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Críticas 40
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
28 de febrero de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anna (Juana Acosta) es una madre soltera que ama apasionadamente a su hijo de diez años, Nathan (Kolia Abiteboul). Phillippe (Agustin Legrand), el padre de Nathan, pretende quitarle a Anna la custodia de su hijo, quizá con toda razón, porque ella sufre una patología mental que se niega a aceptar y medicar. Irracionalmente desesperada, Anna decide raptar a su hijo y viajar junto con su actual pareja, Bruno (Bruno Clairefond), de vuelta a su país de origen, Colombia. Allí inician un Road Trip con el objetivo de llegar a la costa y vivir un sueño de escape imposible, irracional y autodestructivo, de aquellos a los que nos aferramos a pesar de reconocer absurdos. En ese viaje, Anna será progresivamente dominada por su inestabilidad mental y emocional.
Esta ópera prima, con diez años de proceso de desarrollo a sus espaldas –tiempo que se le ve a una película que se siente reposada, reflexiva y pensada– es, entre otras cosas, la demostración de la valía como creador de Jacques Tulemonde Vidal, un realizador al que se le nota el saber hacer de la labor del cine y a quien hay que seguirle la pista. Su dirección es verdaderamente inteligente, en especial porque demuestra tener la rara capacidad de renunciar a la grandilocuencia estética en pos de la exploración emocional de sus personajes como elemento central, en una historia que lo necesita. Tulemonde se pone al servicio de sus personajes y pliega los deseos de la composición visual y quizá incluso narrativa a sus pulsiones y mutaciones, muy en la línea del documental; cosa rara en el cine de ficción y que aquí, por ser tan justificado, funciona a la perfección. El relato en Anna nace del interior de los personajes, imprimiendo así una carga de realismo emocional pocas veces vista con esa calidad en el cine colombiano.
En una narración sencilla que podría no parecer gran cosa, el ritmo en el guion, la dirección y el montaje, atendiendo al detalle con el ojo de un sastre curtido, consigue atrapar al espectador de forma poderosa y hacerlo sufrir en un proceso empático de impacto con los sentimientos de los todos los personajes. Constantemente estamos viviendo el ejercicio de ponernos en sus zapatos, y no solo en los de la protagonista, sino también en los de los secundarios, quienes son dibujados con una complejidad pasmosa, incluso si tienen una presencia mínima en pantalla. Se padece, pues, emocionalmente, porque es el recorrido de unos sentimientos muy cercanos de desarraigo, de desesperación, de separación, de miedo, de posesión, y se sufre dramáticamente porque la narración es tensa en esa contemplación impotente de la patología de la protagonista, siempre a punto de explotar.
Esto es posible no solo por el talento del director en su evidente profundización en la labor con los actores, sino también por el hecho de que el trabajo de los mismos es impecable, especialmente el de Juana Acosta, sin duda en su mejor papel a hasta la fecha. Ese papel de una madre insegura, llena de miedos, con un amor imperfecto y colosal, se torna jugosamente complejo en un juego naturalista entre la ocultación protocolaria y la explosión antisocial de sus miedos e inseguridades. Difícilmente la podrían alcanzar los demás intérpretes, aunque todos son francamente notables, en especial Bruno Clairefond, quien en esa relación de noviazgo con Anna sufre en carne propia el desarraigo, la impotencia y el miedo mientras a su vez se va convirtiendo en un segundo padre en actitud de íntima renuncia a sus propias necesidades y deseos. También de aplauso es la interpretación de Kolia Abiteboul, aquel niño que con los pocos recursos racionales a su disposición, que su corta edad le permiten, soporta, dúctil, una ola de emociones que amenaza con aplastarlo.
En definitiva, Anna es una película potente en esa aparente sencillez que en realidad oculta una profundidad emocional portentosa.
Andrés Vélez Cuervo
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6
19 de enero de 2016
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si usted es, como yo, uno de esos que gusta de ver bichos raros, degradantes y grotescos, seguramente encontrará en Island of Lost Souls una película, por lo menos, entretenida. Este largometraje de Erle C. Kenton, director conocido especialmente por las películas de terror de los años cuarenta que realizó para la Universal, es la primera adaptación cinematográfica de la novela de H. G. Wells The Island of Dr. Mureau (1896). Se cuenta que a Wells la adaptación no le gustó ni poquito porque, según él, y con toda razón, en ella se cede demasiado al efectismo del terror, dejando olvidada la profundidad psicológica que, a fin de cuentas, se supone era lo que interesaba al escritor británico. A mí tampoco me gustó mucho esta película, pero no por su calidad como adaptación, a fin de cuentas jamás he leído la novela de Wells, sino porque, en general, su calidad cinematográfica no es precisamente memorable. Hay, no obstante, que conceder que en ella hay una que otra cosa de interés. Interesa, por ejemplo la atractiva interpretación de tintes amanerados que Charles Laughton hace del Dr. Mureau (contaba el actor que se inspiró en su dentista; cosa que supongo le dará bastante miedo si se imagina usted, como yo lo hice, indefenso, con la boca abierta en una silla de odontología).
Laughton hace en esta película un trabajo verdaderamente bello (cosa que no logra ningún otro miembro del reparto, incluyendo incluso a Bela Lugosi). Interpreta a un científico loco y genial que se ha exiliado en una pequeña isla perdida de la mano de Dios, en la que investiga con experimentos genéticos con el objetivo de acelerar el proceso de evolución de las especies, pasándose por el forro, por supuesto, toda ética y conducta regular, para dar vida a feísimas criaturas humanoides a partir de animales. No juzgue usted muy severamente al Dr. Mureau por ser un total cabrón con sus criaturas, que si uno mismo creara tan repugnantes bichos, seguro les daría la espalda y saldría corriendo como lo hizo el papá de los científicos de dudosa bio-ética, el querido Dr. Frankenstein (y no, esto no aplica a dar a luz a un ser humano feo; la procreación no es un acto creativo, así que no es lo mismo. Si su hijo sale horrible, de ser posible, no lo abandone).
También se pueden apreciar, aquí y allá, algunos momentos de belleza audiovisual, como aquel en que Leta (Katheleen Burke, una actriz espantosa), la Mujer Pantera, habla junto a una charca con Edward Parker (Richard Arlen, otro actor espantoso), el pobre diablo que llega por accidente a la isla y decide arruinarlo todo creyéndose un jodido héroe de cuento de hadas, cuando en realidad es más bien un patán con la libido subida por estar tanto tiempo en altamar, y los vemos en el reflejo distorsionado del agua que ha revuelto ella al lanzar un libro de ciencia por considerarlo peligrosa herramienta que lo ayudará a escapar de la isla y abandonarla sin su merecido revolcón.
Sí, efectivamente Mureau crea en su isla a una mujer enrazada con una pantera, y lo hace como un paso en el camino hacia la consecución de una criatura que pueda sentir deseo sexual, despertarlo y llegar a aparearse y engendrar descendencia. Leta consigue sentir el deseo y despertarlo en Edward (no llega más lejos: aunque esta sea una película previa al Código Hays, tampoco espere usted que sea tan atrevida como para mostrar algo más que un besito entre un hombre y un engendro de mujer y felino), pero no sé si en el espectador, como debería haber sido; a mí, desde luego, su pinta de furcia de pueblito de tierra caliente me da más repelús que otra cosa.
Por otro lado, aunque en Island of Lost Souls se presenta el asunto del hombre jugando a ser dios a través de la ciencia, tema siempre divertido que en la caracterización de Laughton resulta para un espectador como quien escribe algo natural y muy comprensible (no pasó así cuando en 1996 Marlon Brando, en uno de esos papeles tardíos que hacía sin ninguna gana, interpretó al Dr. Mureau en la pésima The Island of Dr. Moreau de John Frankenheimer), este se aborda de manera marginal y sin mayor profundidad, simplemente presentando a Mureau como un déspota mesiánico que dicta mandamientos de control, por otro lado muy sensatos, a sus pequeños monstruos (no comer carne, no andar en cuatro patas y no derramar sangre), así que la pregunta que el Dr. hace en algún momento a Parker, “Do you know what it means to feel like God?”, aunque muy interesante, se pierde en una jungla de efectismo y una montaña de maquillaje con mucho pelo que quizá impresionó y asustó en su momento, pero que hoy no deja de parecer ridículo.
Los censores británicos la consideraron incorrecta, ya que en el primer corte se dice había una escena de una vivisección que atentaba contra la prohibición de mostrar maltrato animal en películas; más adelante le volvieron a dar palo porque la consideraron contranatural. La mujer de Laughton, Elsa Lanchester, diría al respecto que también lo era Mickey Mouse, pero aun así solo pudo ser presentada allí en el 58, veintiséis años después de su estreno en Estados Unidos. Como sea, creo que no se perdieron de mucho los británicos durante esos años, pero, como ya lo decía, quizá sea usted un rarito como yo y le saque gusto.
Andrés Vélez Cuervo
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7
15 de enero de 2016
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Inicialmente Die Büchse der Pandora no fue especialmente bien recibida. Solo hasta los años cincuenta esta película tuvo reconocimiento crítico y fue encumbrada a la posición que hoy día goza en el canon de la historia cinematográfica, como uno de los clásicos del cine de la República de Weimar, compartiendo notable posición con monstruos mayúsculos como Das Kabinett des Dr. Caligari (1920) de Robert Wiene, Der Letzte Mann (1924) de F.W. Murnau, Metropolis (1927) de Fritz Lang, y Der blaue Engel (1939) de Josef von Sternberg. ¿Es esto mucho decir? Dejo que sea usted quien lo juzgue, no obstante es innegable que esta película es atrevida, desafiante y bella hasta de narices.
Este melodrama basado en las obras teatrales Erdgeist (1895) y Büchse der Pandora (1904) de Frank Wedekind cuenta la historia de Lulu (Louise Brooks), una bellísima mujer con una moral más que cuestionable, que vive su vida en la vorágine de los bajos fondos. De esta belleza liberal, ahíta de potencia sexual, con carita de picarona tierna se enamoran todos los hombres, y a todos ellos se los lleva al fondo del desastre, entre ellos un millonario, el Dr. Ludwing Shön (Fritz Kortner), quien llevado hasta el cogote por un amor patológico intenta matarla. Lulu es quien termina quitándole la vida a su amante y es así como se hunde aún más en la marginalidad destructiva y degradante en la que se convierte en poco más que una mercancía.
Una de las razones que han hecho a esta película tan relevante es el hecho de su avanzado tratamiento sobre la sexualidad femenina. Si bien la sexualidad de Lulu es destructiva y, cómo no, autodestructiva, también se presenta como llena de una voluntad y autonomía que dan cuenta de un personaje que rompe abiertamente con la convencionalidad e invita a la liberación. No es gratuito que Lulu se convirtiera en todo un punto de referencia para el modelo de la mujer moderna. Y el de Lulu no es el único personaje atrevidamente heterodoxo para su época, se considera que el personaje de la Condesa Anna, Gräfin Geschwitz (Alice Roberts) sea la primera lesbiana del cine; una mujer tan vulnerada por su atracción amorosa hacia Lulu como cualquiera de los hombres a los que la protagonista arrastra, pero al mismo tiempo recia, leal y auténtica.
A mí este asunto de la sexualidad no es lo que más me llama la atención en Die Büchse der Pandora. Me apela de forma más directa la degradación de los personajes. Abrir la caja de pandora ante esa belleza espectacular de Lulu implica aquí el deterioro progresivo de unos seres humanos que se van dejando ver cada vez más oscuros y miserables; todo jalonado por la fuerza centrípeta del maelstrom de belleza objetualizada de Lulu, que viene a ser, incluso a pesar de su poder, de su identidad y de su autenticidad liberal, nada más que una cosa alrededor de la cual se mueven intereses monetarios y carnales que empujan a la violencia y la maldad.
Andrés Vélez Cuervo
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7
8 de enero de 2016
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
A riesgo de sonar reaccionario, diré que la comedia sofisticada en el cine, desde hace ya mucho, si no está completamente muerta, está en estado de hibernación (aunque por decirlo me miren mal los amantes de Woody Allen). De la tradición de esas elegantes bellezas que hicieran directores como Capra, Cukor, Hawks, Tati, Edwards, Sturges, Wilder y Lubitsch no queda hoy mucho rastro. Este triste estado de las cosas hace que sea un especial placer volver a una película como Design for Living, en la que el siempre rítmico, pulcro, preciso y estilizado Ernst Lubitsch nos engolosina con una adaptación, realizada por Ben Hecht y Samuel Hoffenstein, de la obra de teatro de Noël Coward, de la que se cuenta no dejaron sino el pelado costillar, pero de la que sin duda conservaron el dinamismo de la estructura del relato teatral. La película cuenta la historia de dos pobres, nacientes y ambiciosos artistas estadounidenses, George Curtis (Gary Cooper) un pintor; y Thomas B. Chambers (Fredric March), un dramaturgo, que conocen camino a París, ciudad en la que buscarán fortuna como creadores, a Gilda Farrell (Miriam Hopkins), una bella y eléctrica compatriota dedicada al dibujo publicitario. Instantáneamente prendados de ella, inician una heterodoxa relación triangular en la que, para preservar la amistad, pactan que ninguno pasará al plano romántico. Por supuesto, el pacto no dura mucho en ser roto, surge una cordialísima enemistad y los caminos de los tres amantes se separan… por un tiempo.
Llena de una potente sexualidad insinuada con fina malicia, típica de las producciones pre-código (aunque el Código Hays nació en 1930, solo hasta 1934, un año después del estreno de esta película, con la implantación de la Production Code Administration -PCA-, la censura mojigata gringa cobrará el peso necesario para evitar esta clase de producciones), Design for Living es un largometraje plagado de lenguaje insinuante, situaciones cargadamente eróticas y conflictos plenamente ajenos al “buen gusto” de la normativa moral que Estados Unidos ha procurado implementar durante tantos años en el mundo entero a través de su producción audiovisual, lo que supuso no pocas dificultades iniciales y posteriormente la condena de la Legion of Decency y la negación de certificado de la PCA para su relanzamiento en 1934.
La sutileza es, por supuesto, una de las características emblemáticas del cine de Lubitsch, y esta es una característica que atraviesa prácticamente todos los elementos de su cine. Sin duda los elementos narrativos son muy sutiles, pero también la planimetría, la fotografía, el arte y hasta el montaje. Todo parece estar marcado por la intención de pasar desapercibido. En esta película, un ejemplo de esa sutileza que es de mi especial agrado se encuentra en la forma en que los personajes se dibujan llenos de matices, así el de Max Plunkett (Edward Everett Horton), aquel siempre recto y flemático hombre de negocios, eterno benefactor de Gilda, quien ante su irrespetuosa majadería solo se permite salirse de sus casillas un instante rompiendo una maceta, para en seguida retomar su rigurosa compostura de caballero. Claro está, este nivel de sutil matización en los caracteres solo se consigue con el trabajo conjunto de unos actores tan geniales como los que aquí escoge Lubitsch.
Sin ser, ni de lejos, la mejor película de este estupendo director alemán, Design for Living es una entretenidísima y selecta comedia que vale la pena revisitar.
Andrés Vélez Cuervo
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9
5 de enero de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
City Lights es considerada, por la mayoría, una obra maestra de la historia del cine, y por muchos, la mejor película de Charles Chaplin. Ambas cosas son difíciles de contradecir y no es ese mi propósito aquí, así que, en cambio, voy a añadirle otro título, tan arbitrario como esos, y decir que seguramente sea la más hilarante y más dramáticamente inteligente de sus obras.
Recuerdo que la primera vez que vi esta película experimenté la curiosa sensación de ir viéndola y sentir que no encontraba de manera clara la gigantesca maestría que se le atribuye, para luego descubrir de golpe mi soberana majadería, al corroborar rotundamente esa genialidad.
City Lights cuenta, principalmente, la historia de un vagabundo (Charles Chaplin) que hace y deshace para ayudar a curar de su ceguera a una pobre joven invidente que vende flores (Virginia Cherrill) y que le hace tilín, y a su abuela (Florence Lee), que no le hace nada pero que igual le da lástima cuando descubre que la van a echar de su casa. A su vez, de manera secundaria, narra la historia de ese mismo vagabundo en una relación, que solo puede describirse como sisífica, con un millonario alcohólico (Harry Myers) que lo reconoce cada noche como su gran amigo y salvador (lo salva de morir cuando ha decidido suicidarse lanzándose al río), pero únicamente cuando está borracho, puesto que en la sobriedad matutina es un patán sin memoria que lo último que quiere es saber de su harapiento compañero nocturno.
Digo de esta película que es a mi gusto la más hilarante de las realizadas por Chaplin de la manera más subjetiva, ya que desconozco forma alguna de ser objetivo con respecto a la capacidad de una película para despertar la carcajada, cosa que depende de una suma enorme de factores que supongo alguien que no soy yo habrá medido alguna vez. De hecho, aunque este largometraje en particular haya sido reconocido en la historia como una gran comedia y posiblemente una de las mejores comedias románticas de todos los tiempos, se cuenta de ella que cuando se realizó un primer pase privado de prueba con público, los asistentes, convencidos de que habían sido convocados para ver un drama, incluso llegaron a abandonar el teatro antes del final por puro aburrimiento y decepción. El caso es que yo con City Lights siempre me troncho de risa. Y qué difícil es mirar una película con ojos críticos cuando los tiene uno encharcados de lágrimas y le falta el aire por tanto reír. Entre numerosas razones, una de las que hace que esta película sea tan condenadamente graciosa, es el hecho de que sus gags son impecables y alcanzan un nivel de iconicidad casi mágico.
Hay que tener en cuenta también que el equilibrio entre el humor que tiene lugar con las trastadas del protagonista y el drama lacrimógeno de esa pobre joven ciega y su abuela a punto de ser desahuciadas tiene una precisión casi quirúrgica que manipula las emociones del espectador de manera virtuosa. Ese dramón obliga a pedir comedia como bálsamo, y la comedia relaja al tiempo las defensas para que el drama golpee como un ariete. Es entonces cuando el personaje del vagabundo se torna poderosamente atractivo y empático, porque lo que lo motiva no tiene fisura. Este buen hombre no es como, por ejemplo, el joven pretendiente que tan comúnmente vemos en las películas de otro de los grandes cómicos de la época, Harold Lloyd; siempre motivado por el deseo de conseguir el amor de una jovencita a cualquier precio. Aquí el motor es la bondad material encarnada en quien nada tiene, y es a partir de esa bondad que germina el amor romántico. Chaplin, maestro titiritero, va hundiendo al espectador paulatinamente en ese drama cruel. Nosotros, mientras tanto, como espectadores aunque sospechemos que seguramente habrá catarsis y un final feliz, aun así experimentamos un horrendo y cruel desasosiego, especialmente cuando sentimos la bofetada de la injusticia que hace de ese pobre y buen vagabundo un pararrayos de infortunio quien, como la Justin de Sade, parece ser castigado por su virtud. Esto deja el pellejo tan delicado y vulnerable, que cuando llega el momento de aquel memorable reencuentro con la joven vendedora de rosas, una de las más innegablemente maravillosas escenas del cine, en la que como un océano sentimos la profundidad poderosa del silencio (Chaplin se rehusó hasta el final, y en contra de todos, a hacer una película hablada y prefirió sabiamente solo hacer uso de algo de sonido y de música integrados, dejando los diálogos en intertítulos) en esa mirada voluptuosa y rica de Chaplin que deja ver un amor sobrenatural, no queda otra respuesta que entender que cada detalle de esta película está hecho al servicio de este único y fundamental momento, desmoronarse ante tamaña inteligencia dramática y aceptar sin rechistar la grandeza de esta obra maestra.
Andrés Vélez Cuervo
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