Mientras veía las escenas bélicas pensé que me iba a costar dormir aquella noche. La primera hora había sido casi una historia amable, con la narrativa típicamente americana, de un muchacho agradable, de apariencia inofensiva, que encuentra su vocación accidentalmente. A raíz de las vivencias que se suceden en su familia, y más en concreto en lo referente a su padre, se va forjando en él una determinación férrea, que junto a sus creencias, va a desplegarse en toda su magnitud durante la Segunda Guerra Mundial, y más en concreto en la batalla de Okinawa.

Es en esos largos minutos donde asistí a algo tan sobrecogedor como memorable. La guerra en toda su crudeza, con imágenes nunca vistas antes en otra película. El director no se amedrenta en hacer partícipe al espectador del horror en su estado más puro, pero quizá de otra manera no sería posible entender en su plenitud la hazaña del protagonista.

¿Puede un drama bélico elevarte el espíritu? Lo cierto es que esta película me dejó sin aliento, pero perdonen la cursilería, con el corazón rebosante. Pensé que quizá puede haber más Desmond por el mundo, gracias a los cuales muchos como yo podremos conciliar el sueño convencidos de que, a pesar de todo, hay que seguir teniendo fe en el Hombre.

A veces va uno en pos de algo que no sabe muy bien qué es. A veces está uno incómodo en su vida y en su rutina, pero no se para a pensar en ello hasta que el día menos pensado se topa de repente con todo eso que lleva ignorando. Y así le sucede a Adela, una joven que viaja con la que va a ser su suegra a ver a su prometido, un magistrado en una colonia inglesa en la India. Resulta que las dos mujeres, ansiosas por conocer la cultura del lugar y codearse con los nativos, se encuentran con una microsociedad inglesa perfectamente cerrada a los indios, y estructurada como si estuvieran al lado del mismísimo Támesis. El propio novio es el mayor ejemplo del encosertamiento y el clasismo, cuestión que no escapa a Adela, que rápidamente comprende lo que va a ser su vida.

El meollo de la cuestión sucede en la visita turística que suegra y nuera hacen a unas cuevas, y más en concreto Adela y un médico indio, Aziz. Este suceso es el punto de inflexión de una trama en la que se desarrolla el shock que se produce en la protagonista, que asume en un instante su yo más íntimo, ese que desconocía o tenía relegado, y el proceso al que se enfrentará Aziz, punto definitivo en el que se enfrentan la sociedad inglesa y la india.

El director abre la India ante el espectador con su belleza, y le imbuye de las sensaciones que sienten las dos damas, en contraposición a la gris y lluviosa Inglaterra.. Y es esa lluvia la que precisamente se utiliza para subrayar las escenas en las que lo racional se abre paso, dejando atrás la ensoñación de ese sol abrasador que es el descubrimiento de la propia pasión.

"Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas." Ya lo decía Neruda.

A los que nos gustan los cuentos tal como nos los contaron no nos vengan con estas revisiones absurdas y, cómo no decirlo, insoportables.

Ahora se llevan estas imbecilidades, "dar una vuelta" a lo que había funcionado fantásticamente hasta la fecha, sin que hubiera venido ningún cantamañanas a tocarlo. Aquí el susodicho ha creado un engendro siniestro, donde la dulce Blancanieves pretende tener ínfulas de ese new feminismo que ahora debe acatarse sin rechistar si no quieres convertirte en un proscrito de la sociedad. La princesa es una chica ojerosa y lánguida, los enanitos dan verdadera repugnancia y la historia es prácticamente un cuento de terror. Hasta se quiere buscar explicación psicológica en la maldad de la bruja, por más que Charlize Theron sera lo único que se deja ver en este despropósito, razón por la que le doy un 2 y no un 1.

Hay que tener el mapamundi cerebral muy averiado para perpetrar esta basura.

Película divertida y ligera, con los toques inconfundibles del universo Allen que tanto nos gusta a sus admiradores. Mezcla divinamente la comedia, el romance, el misterio y hasta el esoterismo.De lo más sobresaliente es la frescura y ternura que imprimen, respectivamente, Scarlett y Woody a sus personajes y la química que hay entre ambos. Las metáforas visuales, los diálogos chispeantes y el ambiente distinguido que tanto gusta al neoyorquino se despliegan en no más de 90 minutos. Terminar de ver una película con una sonrisa relajada no es poca cosa, así que sólo por eso es más que recomendable.

A Mercero (qepd) no sólo hay que agradecerle haber dirigido una magnífica serie, sino que sin saberlo, hizo un retrato no sólo de una generación, sino de la existencia que pudimos disfrutar los afortunados niños y adolescentes en los años 80. A la lógica mirada nostálgica por los años pasados se une una visión casi antropológica, al habernos situado la vida en las circunstancias conocidas de la pandemia. Y así, ya no sólo me veo con los rockys que lleva Tito, o las diademas de Bea, o colgando con chinchetas los pósters en la pared de mi cuarto; sino que me maravillo de que los veranos se sucedían sin sobresaltos, del mismo modo en que llegaba septiembre y la cartera nueva para ir al colegio; se pasaba el curso entre evaluaciones, deberes, villancicos, algún sarampión o varicela, e indefectiblemente ahí estaban los tres meses estivales. ¿Cuándo terminó aquella rueda...? Y, sobre todo, ¿por qué?

Este verano repusieron Verano Azul por decimotercera vez en televisión y cuando la vi de nuevo comprendí una vez más que eso sí era vida. Quien la probó lo sabe.