En Babel suceden muchísimas cosas. La mayoría importantes y que nos agrada ver en la pantalla, pero para nada sentir en las carnes propias. Así de extraños somos.

Un hecho aparentemente banal, un simple y amistoso, aunque a la postre envenenado regalo, desencadena la consabida caída de piezas de dómino; situaciones dramáticas relacionadas entre sí en diferentes partes del mundo. Y es que nuestro día a día auténtico está expuesto a esa anarquía perversa. Azares ajenos son el percutor de reacciones que nos afectan y ante las que estamos indefensos aunque nos encerremos en una jaula de oro. Somos como marionetas dirigidas por un titiritero borracho. En sus manos está la dicha y también nuestro infortunio.
El destino fijado parece ser otra mentira más.

Babel trata sobre “nosotros aquí”. Esto es lo que a menudo nos revelan las buenas historias, porque al fin y al cabo estas siempre han sido una imitación del devenir de esas desamparadas y patéticas criaturas que padecen, y en ocasiones incluso disfrutan eso tan misterioso y a la vez tan habitual que llamamos existencia.

Eso es lo que exclama en un momento de la película Aaron Johnson, que interpreta a Lennon. ¿Realmente era un gilipollas?, algunos piensan que sí. Yo lo desconozco. Al parecer fué un adolescente sensible con traumas. Luego un adulto egocéntrico y contradictorio. Genial para la mayoría, y un músico simplemente respetable para otros a los que su carrera no les interesa lo más mínimo, entre los que me encuentro.

Pienso que para que un bio-pic funcione, debe resultar sugerente por sí solo, sin que conozcamos en absoluto la vida del personaje al que se está representando. Esta versión edulcorada sobre la infancia y juventud de Lennon, basado en una biografía escrita por su medio hermana (¿realmente ella le conocía bien?, ¿sabía de los detalles de su historia temprana?), casi lo consigue, sin pasar de ser una especie de telefilm de primera calidad. La directora Sam Taylor-Wood, afortunadamente, olvida raros intentos anteriores e hilvana la historia de una manera sencilla y efectiva, sin arriesgar lo más mínimo. Y ese estillo minimalista e inofensivo le va muy bien a la aburrida (Según Julia Baird), epopeya infantil de Lennon. Si hubiera intentado algo salvaje, probablemente sería insoportable.

Es difícil reconocer al desgarbado Beatle en el guaperas Aaron Johnson, en principio esto puede parecer un problema (yo de hecho creo que lo es) pero hay que reconocer que este hace un trabajo aceptable. Además cuenta con el apoyo de unas magníficas secundarias, Kristin Scott Thomas y Anne-Marie Duff. De todos modos la cosa se queda en una extraña mezcla, entre sosa y morbosamente interesante.

Y yo me pregunto, ¿funcionaría igual de bien esta película si el personaje protagonista no fuera el icónico John Lennon?, ¿si fuera un desconocido o personaje ficticio?. Me temo que no hay chicha suficiente como para que de este modo se salvara.

Joe Wright, otro joven director perteneciente al cada vez más nutrido grupo de cineastas que empiezan con buen pie, para a medida que avanzan, comenzar a cojear hasta padecer de mala pata. En su caso, los dos primeros largos, las británicas Orgullo y Prejuicio y Expiación, no hacían presagiar el inexplicable declive de su por ahora corta carrera, aunque visto lo que ocurre demasiado a menudo con sus compañeros de generación (como Shyamalan), tal vez debamos plantearnos si un buen inicio es en demasiadas ocasiones, presagio de un inevitable decaimiento.

No estoy muy seguro de entender lo que pretende Wright con Hanna, y si realmente ha conseguido el producto que pretendía. En todo momento es un típico drama de acción destinado al público adolescente, pero su violencia es quizá algo más explícita que en este tipo de propuestas, más propia del cine adulto. No es la primera vez que vemos algo parecido, podríamos mencionar el caso de Kick Ass, pero la cinta de Mathew Vaughn posee un aire definitivamente gamberro que justifica la dureza porque simplemente, encaja.
No es el caso de Hanna, por un lado demasiado ingenua y por el otro despiadada, sin que ambas pretensiones se mariden adecuadamente. Interpretada por la siempre efectiva Saoirse Ronan, un desvaído Eric Bana, y en el rol de villana, Cate Blanchett, que construye un personaje artificial, caricaturesco y poco creíble.

Para rematar, Wright, al parecer mal asesorado, cae en algunos de los tópicos más ridículos que hemos podido ver últimamente en una pantalla, como la lamentable juerga flamenca con violín incluído (topico más propio de los gitanos húngaros que de los españoles). El aspecto extremadamente cochambroso y cutre de Marruecos. Y un Berlín de aspecto casi postnuclear.

John Frankenheimer fué otro director del grupo de los olvidados por desmemoriados. O de los que padecieron de Alzheimer creativo, esa enfermedad terrible. En todo caso su recuerdo habita junto al de esos realizadores imprevisibles que tras ser capaces en su día de parir obras tan a tener en cuenta como "El Hombre de Alcatraz" (1962), de sopetón se olvidan de como se hacen las buenas películas (o por lo menos las películas aceptables) para desde ese momento dedicar su carrera a un desconcertante rosario de mediocridades, sin llegar a ser del todo aborrecibles. Como casi es el caso de esta "La Isla del Dr. Moreau", que resulta ridícula cuando debería inquietar y donde lo grotesco se queda en estrafalario. Brando incluído. Luego está lo de Val Kilmer... algo trágico, fúnebre y doloroso.

Es sorprendentemente lamentable como la interesantísima obra de H.G. Wells ha sido desaprovechada por la industria de la imagen, cuando se presenta en principio como un bombón evidente para adecuar a la gran pantalla. Ocasión que ya malgastó el irregular Don Taylor en su intento de 1977, cuyo visionado no da opción a evitar el resoplido, con el irritante Michael York y un Burt Lancaster recitando ese guión absurdo.

El hecho es que al leer la absorbente novela, uno no puede dejar de pensar que se enfrenta ante una narración expresamente creada para ser adaptada al cine. Algo tan común en la actualidad, pero no tanto en 1896 cuando fué escrita, sólo un año después de que el cine, un cine mucho más primitivo del que conocemos, viera la luz por primera vez.
Pendiente queda la ineludible cita con la primera visión de Erle C. Kenton de 1932 que presumo será la más acertada, porque imagino que no puede ser peor que sus predecesoras.

En el deseable supuesto de que la versión definitiva esté por llegar, debería alejarse de los anteriores trabajos y ser lo más fiel posible a la fuente literaria. Sólo cierto personaje femenino, que no aparece en el libro pero que da muchísimo juego, es lo único original y digno de conservarse de lo que el cine ha aportado al clásico de la ciencia ficción de H.G. Wells.

La pulida presentación del drama e interesante desarrollo de personajes, así como el hábilmente manejado escenario que es Galicia, son los deberes bien hechos con los que este novel y aplicado director aprueba (sin una nota espectacular) el melancólico ejercicio que es Retornos.

Pero el caso es que Avilés, una vez que ha amasado y aderezado adecuadamente su propuesta y ve llegar el momento de las conclusiones, no duda en atar los cabos, aunque por desgracia lo hace con demasiada urgencia y los nudos quedan algo flojos. El desenlace flaquea. Y no por falta de credibilidad o incongruencia, ni porque sea demasiado evidente o predecible. Es sólo que las prisas a la hora de rematar la trama, contrastan negativamente con el ritmo sosegado y paciente que la película respiraba hasta el momento.

¿Falla el guión ante el delicado cometido de fusionar sutilmente el drama con el thriller?, ¿le falta metraje en su parte final?, ¿el director es inexperto?. Lo cierto es que aparte del problema mencionado, la película es bastante correcta.

Luís Avilés... otro que empieza a andar con paso firme por el abrupto sendero del cine. Deseémosle que no se aparte demasiado del camino. Que no tropiece, o se pierda.