Lo mejor, y que me recuerda a "Spider-man: Homecoming", es que las motivaciones del villano son empatizables 100 %, aunque aquí, a diferencia de en la peli del Trepamuros, trascienden el ámbito personal, contribuyendo a transmitir el mensaje globalizador y antinacionalista que es la espina dorsal del guion, y que tan relevante es para la actualidad que nos ha tocado vivir.

El dilema político que aborda también demuestra ser un paso necesario dentro del UCM, así que, como ya es habitual, es una historia con entidad propia que sabe, al mismo tiempo, ser relevante dentro del engranaje al que pertenece. En ese sentido, ni tan mal.

La única razón por la que creo que no me entusiasma es porque el ritmo narrativo no es su mayor virtud, y su humor, con alguna excepción, tiende a romper el tono más que contribuir a distendirlo.

Me quedo con la reflexión que plantea sobre la necesidad de ver más allá de la tribu y de perseguir el bien común, a pesar de que, como aventura, sospecho que me dejará poco poso.

Que me aspen si David Brent no ha logrado aquí consagrarse como epítome de la decadencia entrañable.

Un personaje patético, que en su búsqueda de aceptación solo consigue acabar aún más alienado; un perdedor con quien nadie en su sano juicio querría compartir un minuto de su vida, pero que, al mismo tiempo, acaba inspirando ternura; un cantautor destinado al fracaso, incapaz de no minar su dignidad con sus pésimas, pero hilarantes letras; un hombre al que querrías abrazar por compasión, pero al que tampoco te acercarías sin una orden de alejamiento preparada bajo el brazo.

Esa es la dualidad emocional que inspira el oficinista de Gervais, cuya motivación es el anhelo (tan humano) de sentirse querido. En última instancia, es fácil empatizar con ese sentimiento, por mucho que la persona que lo posee no merezca cariño alguno.

La única pega que le pondría a «¿Qué invadimos ahora?» es la misma de que adolece casi cualquier trabajo de Michael Moore, y es que, parafraseando sus propias palabras, opta por mostrar los mejores frutos de cada sistema político al que se aproxima e ignora voluntariamente sus malas hierbas.

Ignorando este aspecto, Moore ha logrado la que podría ser su obra más ambiciosa, persiguiendo no limitar su crítica a un solo ámbito, como pueda ser la sanidad o la política militar, sino realizar un comentario social de amplio espectro, en el que se abordan temas como la educación, el respeto por los derechos humanos, la reflexión sobre nuestra historia e incluso la importancia del feminismo.

Es una obra que, además, defiende una tesis que toda persona en formación debería asimilar: que no por alcanzar una posición exitosa podemos dormirnos en los laureles o caer en la arrogancia, porque si nos limitamos a mirarnos el ombligo, olvidamos algo tan fundamental como que cualquier persona en cualquier parte del mundo, independientemente de su cultura o condición, puede tener algo que aportar para enriquecernos como personas.

Es, en definitiva, un documental que incide en cualidades y valores como la felicidad, el bienestar, el respeto, el perdón o la igualdad como pilares sobre los que construir una sociedad en la que valga la pena vivir.

No lo vamos a negar. Durante el visionado, la sensación de dèjá vu es constante. Tiene una trama que, no en pocas ocasiones, huele a refrito, aunque esto no es necesariamente algo negativo, dada la eficacia de los recursos narrativos a los que evoca y a que sus novedades, que también las hay, confieren personalidad a un conjunto bastante sólido y fiel al espíritu de la saga. La experiencia para un seguidor de la franquicia será comparable a la de reinventar una vieja receta que recordamos como un manjar; mientras no se estropee el equilibrio entre sus ingredientes básicos, el resultado será igualmente estimulante.

«El despertar de la Fuerza» consigue precisamente eso: reutilizar los ingredientes que el chef sabe de antemano que gustarán al comensal, retocar el plato con un par de condimentos y conseguir que este vuelva a resultar un auténtico gustazo para sus papilas gustativas, dejándole con ganas de más.

A pesar de que en el clímax se toma alguna decisión creativa que se antoja un celemín forzada por los planes de traernos dos entregas más, es algo que se perdona, ya que el arranque de esta nueva trilogía expande su universo con personajes y situaciones muy interesantes y promete grandes cosas para los episodios 8 y 9.

BIEN.

Argumentalmente hablando, «El viaje de Arlo» no inventa el círculo. Como el título (español) sugiere, su estructura narrativa se cimienta en el muy manido recurso del viaje de autodescubrimiento; un viaje, tanto físico como psicológico, en el que el protagonista aprenderá una valiosa lección.

Pero el guion no se ve lastrado solo por la falta de originalidad conceptual; el periplo de Arlo consta de una serie de incidentes que no fluyen con la naturalidad deseable y en los que los personajes secundarios y villanos tampoco andan sobrados de carisma.

En el lado positivo, Arlo es un personaje adorable; un protagonista que, por su diseño y circunstancias, inspira mucha ternura. Además, a nivel visual, es indiscutible que la película sí está a la altura. No sería exagerado afirmar que es lo más extraordinario visto hasta ahora en animación, con planos increíblemente bellos que difuminan la barrera con la realidad. Las físicas del agua, en especial, son sensacionales.

También es de recibo destacar sus dos o tres Momentos Pixar™; esas escenas que, con la guardia baja, tienen la capacidad de pegarte un patadón en los sentimientos; de recordarte que, incluso en sus películas menores, las cebollas siempre están al acecho.

PD: Por suerte, el corto que acompaña al estreno, «Sanjay’s Super Team», esta vez sí está bastante chulo.