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España España · O Carballiño
Críticas de odaesu
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Críticas 66
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
24 de abril de 2020
73 de 101 usuarios han encontrado esta crítica útil
Durante las últimas seis semanas, HBO ha emitido o, más bien, teniendo en cuenta que vivimos en la era del streaming, "ha puesto a disposición de sus clientes" (esa frase tan prefabricada y tan preñada de neoliberalismo) la última ficción de uno de los mayores enemigos de este último, David Simon, que junto a Ed Burns, su socio en The Wire y Generation Kill, ha adaptado en formato audiovisual la soberbia novela de Philip Roth, The Plot Against America. Tanto la novela como la serie, una adaptación absolutamente fiel de la primera, están ambientadas en unos Estados Unidos que aún seguían abogando por el aislacionismo y que se resistían a entrar en la II Guerra Mundial y... que no entraron en la misma. En este contexto ucrónico, una familia judía de New Jersey irá experimentando en sus propias carnes cómo el nacionalismo y el odio al diferente pueden corromper a todo un país.

La miniserie, compuesta por seis episodios de una hora de duración, va analizando cómo el fascismo se infiltra en la sociedad y lo emponzoña todo. Las relaciones familiares, laborales, comunitarias y, por supuesto, políticas. Absolutamente todo nuestro mundo de la vida pasa a estar condicionado por la amenaza fascista, por sus modos de proceder, al principio sibilinos, luego directamente violentos. Así, cada episodio se vuelve más opresivo y aterrador que el anterior. Analizar la gangrena poniendo el foco de atención en una familia de clase media-baja, en su día a día, en la cotidianidad en tiempos en absolutos cotidianos es, precisamente, lo que permite que la obra se sienta tan cercana, tan plausible. Podría ser nuestra familia. Podríamos ser nosotros.

Roth publicó la novela en el 2004, tres años después del 11-S, en unos Estados Unidos embarcados en una war on terror global, que devastó países, estigmatizó a los musulmanes y sirvió de coartada para la deriva autoritaria del neoliberalismo durante la Administración Bush, con la Patriot Act recortando derechos y libertades en nombre de la seguridad nacional. Su adaptación audiovisual llega, también, en el último año del primer mandato de un presidente republicano, Donald Trump, cuyas políticas, apoyadas desde el nacionalismo de derechas, han puesto en el punto de mira a los inmigrantes y a las potencias exteriores, como culpables de que Estados Unidos dejara de ser grande. No pocas personas han criticado a David Simon y Ed Burns por construir, en The Plot Against America, una metáfora demasiado obvia y demasiado partidista sobre el trumpismo. Sin embargo, no hay nada en la miniserie que no estuviera en la novela de Philip Roth. El discurso contra la alt-right nacionalista no está en la serie, sino en la propia opinión pública de las democracias occidentales. La serie no nos habla del presente, sino que nos invita a reflexionar sobre el mismo, sobre la deriva de nuestras sociedades. Precisamente la idea de deriva moral, ética, social, política, es uno de los motores discursivos de la obra y lo que hace que se vaya volviendo cada vez más oscura, sin embargo, The Plot Against America es, sorprendentemente, la obra más optimista de Simon.
En su díptico sobre Baltimore (The Corner, The Wire) nos mostraba cómo era imperativo combatir algunos de los postulados hegemónicos de nuestro sistema social, político y económico, pero que lo único a lo que podíamos aspirar era a lograr pequeñas victorias, que funcionaban como cuidados paliativos para un sistema de muerte. En Treme, más luminosa pero también más trágica, sucedía otro tanto de lo mismo. Las comunidades, golpeadas una y otra vez por los efectos del neoliberalismo combatían diariamente por sobrevivir. En Show me a hero, un modesto plan de des-ghettificación urbana se llevaba por delante a la clase política local y evidenciaba algunas de las heridas más sangrantes del país: el racismo, el clasismo... No había en ninguna de ellas demasiada esperanza en la capacidad de transformar el sistema de forma significativa. El juego siempre estaba amañado. Sin embargo, The Plot Against America muestra más confianza en el sistema y en su capacidad de proteger a la ciudadanía frente a la barbarie. Quizás porque en las anteriores ficciones de Simon el enemigo era el neoliberalismo depredador, mientras que en esta serie el enemigo es el fascismo. En las primeras había que combatir contra el sistema, en la última hay que protegerlo. La democracia liberal, cada vez más porosa al poder y con menos capacidad de redistribuir la riqueza está podrida pero siempre será mejor que un estado fascista. En The Wire o Treme nos encontrábamos en un estadio socioeconómico malo pero The Plot Against America nos recuerda que podemos estar en uno aún peor. Casi como si Simon y Burns hicieran suyo el chiste del pesimista y el optimista. El pesimista dice "no podemos estar peor" y el optimista le replica "sí, claro que podemos". Por eso, en su última ficción parece que los autores, Roth mediante, nos vienen a decir que sí, el neoliberalismo sigue siendo tan nocivo como lo era hace 20 años pero no debemos olvidarnos de que el fascismo es aún peor. El primero deteriora nuestro mundo de la vida pero el segundo es, en sí mismo, una negación de la vida, un elogio de la muerte.
odaesu
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8
1 de marzo de 2018
98 de 112 usuarios han encontrado esta crítica útil
El audiovisual italiano ha situado a la mafia y a la corrupción sistémica en el foco de su análisis sobre la deriva del país. Romanzo Criminale, 1992, La mafia uccide solo d'estate o Gomorra han sido un enorme éxito a niveles artísticos y económicos, traspasando fronteras y teniendo impacto en medio mundo. El poder de fascinación de la mafia reside en el hecho de que es algo netamente italiano, pero a la vez se sustenta y explica mediante conceptos universales (el poder, la dominación, la familia, el dinero…).

En Galicia, a partir de los 80, se produjo un fenómeno de corte similar, aunque obviamente a menor escala, al de la mafia italiana: el narcotráfico, con características parecidas a las de su hermana mayor del país transalpino: corrupción masiva de las fuerzas de seguridad, financiación ilegal de partidos políticos, blanqueo de dinero a gran escala, control efectivo del territorio, intensas conexiones con otros actores del crimen organizado nacional y extranjero y cierto (retorcido) prestigio social… El impacto del narcotráfico en Galicia es innegable, mucho menos violento que el de la mafia, pero con unas repercusiones socio-sanitarias durísimas: toda una generación de jóvenes gallegos convivió con el tráfico y consumo de drogas, que causó durante los años 80 y 90 fallecimientos que se cuentan por millares.

Teniendo en cuenta esta realidad, resulta sorprendente que la cultura gallega en general y el audiovisual en particular, hayan ahondado tan poco en la industria ilegal del tráfico de drogas y en sus corruptas relaciones con los actores que ejercen el poder público. Sin embargo, dentro de un panorama en el que están aflorando los dramas que navegan por las corruptelas que acucian al país, tanto en el cine (Grupo 7, La isla mínima…), como en la televisión (La zona, La peste…), el narcotráfico gallego puede ser el centro de obras estimulantes y ambiciosas, que nos expliquen cómo hemos llegado hasta este punto de nuestra historia y qué tipo de sociedad somos.

Ese proceso de degeneración social, económica y política es explorado en Fariña, la novela de no ficción del periodista Nacho Carretero y en su adaptación televisiva, a cargo de la productora Bambú. Durante los años 80, en una Galicia eternamente emigrante y en crisis socioeconómica perpetua, el inicio del declive de las industrias pesquera y conservera, dejó las rías abiertas de par en par para el contrabando. Así, el tráfico de drogas se convirtió en las Rías Baixas ya no sólo en la alternativa fácil a la emigración, si no en la única viable para aquellos chavales sin formación u oficio no relacionado con el mar. Es decir, para los jóvenes don nadie como Sito Miñanco (un solvente Javier Rey), procesado de nuevo, en nuestro 2018, por narcotráfico, o para los hijos de los contrabandistas de tabaco, como los vástagos de Manuel Charlín (Morris en uno de sus mejores trabajos).

Fariña bebe, tanto formal como narrativamente, de la nueva ficción mafiosa italiana, que marca, como hemos sostenido con anterioridad, el camino a seguir a la hora de poner en marcha un conjunto de relatos sobre la podredumbre económica, política e incluso moral que atenaza a nuestro país. Una de sus grandes virtudes es proponer un estimulante retrato del poder, o más bien de la necesidad de ejercer el poder. Miñanco no desea tanto ser rico, como ser poderoso. Ser respetado, ser uno de los actores que ejercen el poder y controlar el espacio en el que habita. No deja de ser la versión impulsiva e inestable del líder del contrabando de tabaco, Terito (enorme Manuel Lourenzo), puesto que éste no quiere ser multimillonario, si no que quiere tenerlo todo bajo control, de ahí que se niegue a arriesgar su posición de poder pasando del tráfico de tabaco (un crimen, sí, pero menor bajo su punto de vista moral) al de cocaína (una sustancia ilegal y fuertemente perseguida por los estados).

En el retrato de los jóvenes traficantes, Fariña puede moverse al ritmo del cine de mafias de Martin Scorsese. Mientras que en el dibujo de los traficantes de la vieja escuela, parece retrotraerse al de Francis Ford Coppola, con esos hombres sentados a la misma mesa hablando de sus negocios y del negocio de todos, la política. En un momento dado, uno de los capos anuncia que habrá elecciones autonómicas y municipales pronto, “ya sabemos quién queremos que gane ¿no?”. “Los de siempre” responde Laureano Oubiña, uno de los jefes de la droga más conocidos popularmente. En esta secuencia, donde cada frase da para un análisis del discurso, Fariña muestra todo lo que puede llegar a ser.

Hablando de fenómenos sociales, la cadena de supermercados más importante de Galicia, Gadis, con presencia en toda su geografía, lleva años poniendo en marcha una fuerte campaña de marketing audiovisual, a través de anuncios de gran producción, que ya forman parte del imaginario colectivo gallego. Uno de sus primeros eslóganes (han ido degenerando hasta el que manejan actualmente: por se morremos) rezaba se chove, que chova, haciendo hincapié en un elemento fundamental de la personalidad de los gallegos: la capacidad de continuar adelante a pesar de las adversidades (ya sean de índole natural o humana). Sin embargo, también podríamos conectar esta frase, a priori optimista e inofensiva, con un dicho popular muy famoso en Galicia: mexan por nós e temos que dicir que chove. Las relaciones clientelares y criminales que se establecieron entre los capos del narcotráfico y los líderes políticos sembraron Galicia de drogas y corrupción, llenando el vacío dejado por la falta de una política económica pública. Y los gallegos hicimos como si aquí no estuviera pasando nada. Cuando al presidente de la Xunta de Galicia le preguntaron sobre un viaje que hizo con el narcotraficante Marcial Dorado, Alberto Núñez Feijóo fue incapaz de recordar quién había pagado el viaje, ni si quiera a dónde habían viajado, sólo pudo asegurar que “había nieve”. Pues eso, se neva, que neve.
odaesu
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8
15 de diciembre de 2017
57 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
El arquitecto Mathias Goeritz formuló en 1953, el Manifiesto de la Arquitectura Emocional, comprimiendo brevemente el discurso sobre el que se sostenía el Museo ECO de la Ciudad de México. En dicho manifiesto, Goeritz defendía que "el arte en general, y naturalmente también la arquitectura, es un reflejo del estado espiritual del hombre en su tiempo". Casi 65 años después, el artista Kogonada, respetado por sus montajes audiovisuales, que reflexionan sobre algunas de las claves del arte cinematográfico, debuta en el largometraje y en la ficción con un manifiesto audiovisual que viene a secundar los postulados de Goeritz. Para Kogonada la arquitectura debe ser capaz ya no sólo de reflejar el espíritu de una época, si no también debe contribuir a generar, por sí misma, sentimientos, liberándose del tiempo en el que fue pensada o construida, para pegarse al tiempo en el que es usada y, sí, sentida.

Columbus, Indiana, es una ciudad pequeña (no llega a los 50.000 habitantes) que sin embargo alberga una amplia colección de edificaciones que suponen un riquísimo muestrario de la arquitectura americana del último siglo. Ello hace que Columbus sea un caso de estudio particularmente estimulante para urbanistas, arquitectos y artistas. Kogonada, construye su análisis arquitectónico-emocional, a través de la historia de dos personajes que se encuentran y reconocen el uno en el otro, una chica brillante que se niega a ir a la universidad porque no quiere abandonar a su inestable madre, y un hombre que se aproxima a la cuarentena que acude a la ciudad porque su padre, un reputado arquitecto, se encuentra ingresado en un hospital de la misma. Estas dos historias se cruzan y fusionan, con los diversos edificios y espacios públicos de Columbus como escenario y, en última instancia, como tercer personaje protagonista. Así, la arquitectura funciona en Columbus como catalizador de emociones, pero también como productor de sentimientos y facilitador de catarsis emocionales. Para Kogonada la arquitectura no sólo es emocional si no también curativa. A través de su contemplación y ocupación, los personajes son capaces de gestionar su dolor y seguir adelante. Columbus es una hermosa carta de amor a la arquitectura como arte. Una defensa radical de su poder y de la necesidad de pensar en los sentimientos que produce en las personas que le van a dar uso y no sólo en su funcionalidad. Precisamente Goeritz aseveraba en su manifiesto que "el hombre del siglo XX se siente aplastado por tanto “funcionalismo”, por tanta lógica y utilidad dentro de la arquitectura moderna". Ponía así el acento en denunciar el movimiento funcionalista que había pasado a dominar la arquitectura a comienzos del S.XX. En Columbus, Kogonada no es tan explícito, pero su defensa de la arquitectura como catarsis emocional deja poco lugar a dudas a la hora de afirmar que se adscribe a las tesis de Goeritz.

La ópera prima de Kogonada reivindica, a través de su análisis de las posibilidades que ofrece la arquitectura para entender la psicología humana, la importancia de comunicarse, la relevancia del espacio público a la hora de entablar relaciones personales entre nosotros. Gracias a los maravillosos espacios de Columbus, esta mujer y este hombre, ambos dolidos por las complicadas relaciones que mantienen con sus padres, son capaces de verse reflejados en el otro, conversar y vomitar sus frustraciones al cielo libre de una ciudad extraordinaria. Kogonada filma una película que transpira humanismo y un fascinante amor por el arte arquitectónico. Plagada de diálogos inteligentes, personajes construidos con sumo cuidado y cariño y una puesta en escena delicada y hermosa, que muestra en toda su grandeza los espacios que retrata, Columbus es una pequeña obra de culto en potencia.
odaesu
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8
10 de diciembre de 2015
28 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
En medio de un convulso panorama internacional, BBC nos ha traído London Spy, un drama de espías protagonizado por Ben Whishaw, y con actores de la talla de Jim Broadbent o Charlotte Rampling en el reparto. La serie está formada por cinco capítulos escritos por Tom Rob Smith y dirigidos por Jakob Verbruggen (The Fall). La mera descripción de su género como "drama de espías" es ya de por si una novedad, puesto que las historias sobre el mundo del espionaje son en su aplastante mayoría thrillers (o comedias y películas de acción). Sin embargo, London Spy es, sobre todo, un drama íntimo, un relato triste y delicado sobre un hombre que se enamora de otro hombre y cómo de repente éste desaparece. Mientras que las grandes obras sobre espías han estado protagonizadas siempre por ellos (de The Spy Who Came In From the Cold a Tinker, Tailor, Soldier, Spy), London Spy hace que el relato gire en torno a un pobre hombre, Ben Whishaw, que se enamora de un espía y termina siendo arrastrado a una conspiración que se escapa completamente de su conocimiento y control. El hombre normal nadando por las corrientes del poder. Intentando mantenerse a flote mientras busca, desesperadamente, la verdad. London Spy es a la vez un thriller de espías conspiranoico y un drama romántico. Una dolorosa, críptica y trágica historia de amor kafkiana.

¿Podemos amar a alguien sin realmente conocer cómo es su vida? London Spy nos dice que sí. Que podemos amar incluso aunque todo lo que sepamos de una persona sea mentira. Básicamente porque lo importante es verdad: lo más hondo de su interior, eso que sale a la luz únicamente en la más profunda intimidad. Así Danny (Whishaw, un actor que desborda emoción) no sabe que Alex/Alistor (Edward Holcroft) era un espía del MI5, que sus padres estaban vivos o que estaba metido en un gran problema. Pero sí sabe quién es. Lo conoce sin conocerlo, porque en sus 8 meses de relación fue capaz de leer su interior. Porque cuando hacían el amor era capaz de ver sus inseguridades, sus miedos y sus deseos. Por eso cuando descubre el ático infernal en la casa de su novio sabe que es mentira. Que todo lo que allí hay es mentira. Un fake. Una farsa. A partir de ese momento todo Reino Unido intentará convencerlo de quién era el hombre del que estaba enamorado, sin embargo él se mantendrá fiel a su verdad, construida en base a los momentos que compartieron juntos, a la confianza e intimidad que entre ambos crearon.

Así, lo que permite que el protagonista siga en pie en esta delirante conspiración plagada de mentiras y secretos, son sus emociones. Danny no desentrañará el misterio sobre qué le pasó a su novio tirando de experiencia e inteligencia profesional, básicamente porque él no es un espía. Sino que lo hará a través del amor y de su inteligencia emocional. Danny está en las antípodas de la Carrie Mathison de Homeland. Y London Spy no podría ser más diferente a Zero Dark Thirty. Llevamos vistos sólo dos capítulos, pero London Spy puede ser una obra fabulosa e innovadora, en un género con unas reglas muy marcadas. Más allá de la fascinante conspiración, la serie habla con cariño y sensibilidad de temas tan importantes como la soledad, la incomunicación o la identidad, ya sea a través de la trama central o por medio del personaje de Jim Broadbent, el único amigo que le queda a Danny en el mundo. Pero sobre todo, la serie habla de lo que significa amar a una persona, del compromiso que ello conlleva. En tiempos tan caóticos en los que vivimos, es necesario seguir reflexionando sobre el amor.
odaesu
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4
2 de diciembre de 2015
24 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué pasa cuando una pareja ya no tiene nada qué decirse? O más bien ¿Qué pasa cuando una pareja ya no quiere decirse nada? Según la directora y guionista Angelina Jolie, lo único que les queda es vivir a través de otra pareja, una que aún funciona. Así, los personajes de Jolie y Pitt, una ex-bailarina y un escritor sumidos en una crisis matrimonial en la Costa Azul de los años 70, se dedican a observar a través de un agujero en la pared de la habitación de su hotel a la pareja gala que conforman Mélanie Laurent y Melvil Poupaud. Cuando se acabe la pasión, siempre nos quedará el porno y hoy en día, con internet y apps, más aún. Mientras observan a sus vecinos hacer el amor, se emborrachan. Y cuanto más ven y más beben menos recuerdan sus miserias, su propia nadería existencial.

El audiovisual americano ha reflexionado largo y tendido sobre la destrucción de una pareja. Desde films clásicos como Cat on a Hot Tin Roof (Brooks, 1958) a obras de la última década como Blue Valentine (Cianfrance, 2010). El año pasado, David Fincher estrenó Gone Girl y actualmente está en emisión en la televisión americana The Affair. By the sea no viene a aportar nada nuevo. Ni siquiera nada propio. No hay personalidad alguna en ella. Es un lujoso paquete que no contiene nada en su interior. El guion va tan a la deriva como sus propios personajes. Paolo Sorrentino nos demostró en La grande bellezza que se puede hablar de la banalidad construyendo una obra rotundamente profunda. Pero no hay profundidad en el mar narrativo de Jolie. Su cámara no logra jamás traspasar la piel de sus personajes. No logra que el espectador pueda entender sus sentimientos y emociones. De hecho no logra, ni siquiera, trasmitirlos. El resultado es una película fría, que parece un anuncio de Chanel más que un retrato de las pasiones humanas y de la frustración que se acumula con el paso del tiempo en una pareja. Estamos ante una película fallida, otra más, de una cineasta que no sabe quién es y qué quiere contarnos.
odaesu
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