Uno es consciente de entrada de que se está enfrentando a un film indie americano estándar, con el adocenamiento en la puesta en escena y las guitarras acústicas de fondo que eso supone, pero es difícil perdonarle a este trabajo que desaproveche a un buen plantel de actores y una situación de partida con cierto potencial. Pero todos los personajes han de ser absolutamente adorables y todo tiene que salir redondo. Con esto el chaval de 17 años con ínfulas intelectuales de turno se podrá decir a sí mismo que llegarán momentos excepcionales en su vida, pero para el resto de los mortales la inmensa previsibilidad de lo que se cuenta apenas deja hueco para apreciar los momentos contados en que se le permite a Jennifer Connelly hacer algo con su papel.

Este melodrama con giro fantástico es ante todo marcadamente irregular: se alternan secuencias planificadas de manera exquisita (el encuentro inicial de los protagonistas, sin ir más lejos), con otras que parecen sacadas de una comedia, y no parece que de manera voluntaria (la escena del tranvía). A veces incluso combinando lo sublime y lo ridículo en una sola escena, como ocurre al final. Tampoco aportan nada positivo la música, que recoge lo peor de los 80, y algún que otro zoom, no demasiado evidente si lo comparamos con uno de Bolognini, pero que tampoco parece una solución expresiva muy adecuada.

Salvan el film una buena ambientación, la excelente labor detrás de la cámara de Kwan por momentos; el que, pese a lo rocambolesco de la premisa, sea un melodrama bastante contenido para los estándares asiáticos, sin ningún tipo de cursilería, y que Anita Mui, la única que tiene un personaje debidamente desarrollado y sobre quien cae, pues, el peso del film, hace un trabajo excelente.

Así, pese a algunos elementos poco acertados y otros no lo suficientemente trabajados, hay suficiente talento implicado y suficientes detalles inspirados como para hacer de ésta una propuesta interesante para aficionados al cine asiático, y especialmente para los que hayan disfrutado con Center Stage.

Las adaptaciones teatrales de Lumet suelen alejarse bastante poco del original escénico, centrándose el americano en lo que más le interesa: la dirección de actores, la iluminación, los encuadres... Sin embargo, Equus es una rareza dentro de ese grupo de adaptaciones. Desde luego no parecía una obra fácil de adaptar al cine. ¿Habría asumido algún productor el riesgo de hacerla al estilo Dogville?. Supongo que eso explica que Lumet emplee, en su mayor parte, una escenografía convencional, pero no es menos cierto que eso limita el impacto del film, perdiendo buena parte de la atmósfera surreal de la obra, que la intercalación de flash-backs o el efectista clímax no consiguen compensar, y creo que esa atmósfera era importante, siendo como creo que es una obra no destinada a tomarse literalmente.

Así, con un Lumet un poco fuera de su territorio habitual de sucesión de planos fijos, un Richard Burton esforzado pero que no me parece la mejor elección para el papel (Creo que se habría beneficiado de un actor menos solemne, menos intenso, que diese mejor con el patetismo del personaje, especialmente en los monólogos) y un material que, tomado literalmente, se hace bastante farragoso, queda una película sólida, bien interpretada y repleta de buenas intenciones, pero no demasiado interesante. La presencia de Jenny Agutter siempre es un buen consuelo, no obstante.

Lumet vuelve a una de sus temáticas preferidas (la corrupción policial) con una historia que claramente le interesa, con tres buenos actores en los papeles principales... Y sin embargo la cosa no acaba de funcionar. Juega en su contra que las diferentes subtramas se sucedan de manera bastante deslavazada (lo que parece un trabajo de montaje chapucero) y que las limitaciones presupuestarias se notan en los escenarios y en las (escasas) localizaciones, no dejando margen para mucho más que una puesta en escena académica. También chirría la subtrama romántica, tratada con bastante poca sutilidad por el director (la escena que revela el origen de la relación entre Hutton y la hija de Lumet no aporta nada más a la película que un monólogo pasadísimo de vueltas de esta última, una actriz bastante limitada, al menos por entonces), y desde luego también las horterísimas piezas que aporta Rubén Blades y que chocan la mayor parte del tiempo con el tono del film

Ahora bien, al igual que en los momentos en que la película falla lo hace estrepitosamente, cuando se centra en el tema principal, radiografiando la corrupción enquistada en el ordenamiento y en las fuerzas de seguridad, aparece el mejor Lumet, con un tono más desencantado que el de los 70, cuando ponía a Serpico como poco menos que un héroe. Los personajes de Q&A son mediocres, débiles, bienintencionados en muchos casos, pero resignados al final a cumplir con su rol en el sistema. Ninguno se salva de la quema y a la vez ninguno carece completamente de aspectos redentores, ni siquiera el personaje de Nick Nolte. Lumet habría hecho mejor desarrollando estas ambivalencias en lugar de perderse en subtramas, algo que corregiría unos años después en la estupenda La noche cae sobre Manhattan, que recoge de aquí unos cuantos elementos.

Una temática aventurera con occidentales arreglando el mundo porque ellos lo valen, un armenio interpretando a un chino, trama romántica de por medio, si hacemos caso al cartel... Todo apunta a que se repiten aquí el arsenal de tópicos del cine de aventuras de la época. Sin embargo, hay algo que lo distingue claramente de los demás productos, y es que el guión viene firmado por el entonces afamado Clifford Odets. Lo distingue para bien y para mal, porque siendo un excelente dialoguista -bastante más dotado de lo habitual en los primeros tiempos del cine sonoro, dando a los personajes principales un toque de ingenio poco común fuera de la comedia- Odets solía perderse a menudo en excesos retóricos que restaban naturalidad al conjunto y delataban sus orígenes teatrales.

Si Odets es quien le da el toque de peculiaridad (aunque sus intentos por dotar de trascendencia a la formulaica trama poniendo al bueno de Cooper a recitar soliloquios sobre la necesidad moral de hacer justicia son algo ridículos, y lastran a su personaje), Milestone consigue evitar que el film se convierta en el show de su guionista con una magnífica puesta en escena, siempre buscando imprimir dinamismo al film con un montaje ágil, unas transiciones visuales ingeniosas y un excelente dominio del espacio. Hasta se atreve con la pantalla partida, un recurso no precisamente común en la época. Una labor muy adelantada a su tiempo, no tan alejada de la de gente como Welles o Fuller y que ayuda sobremanera a hacer agradable para el espectador actual una propuesta aventurera tan anticuada como ésta y que debería servir para reclamar una mayor atención hacia su obra.