Documental que insiste sobre la ocupación de los Territorios Palestinos por parte de los israelíes. Es un martillo más que golpea el yunque judío y del que cabe esperar que su sonido metálico taladre las conciencias de quienes aún no se han enterado, o no quieren enterarse, de quién es la parte ejecutante y quién la parte doliente, en este conflicto que cada día está más caliente y más lejos de su solución.

Curiosamente los poderosos, los mismos que invierten ingentes cantidades de dinero para evitar que caiga en el olvido el holocausto, no gastan un duro en justificar (en el cine) su criminal actuación en Palestina; deben considerar que el abuso que ejercen es de tal dimensión que la inversión propagandística resultaría un fiasco, nadie la creería, y ante la evidencia monstruosa sus esfuerzos por manipular resultarían aún más obscenos y contraproducentes. Es cierto que de vez en cuando hacen alguna alusión fílmica a los terroristas, pero estos mismos quedan empequeñecidos, por la escasa capacidad de matar, si se comparan con el Mosad y sus secuaces.

Estas crónicas de verdades, como es el caso de Occupation 101, no siguen por supuesto un recorrido aleccionador por salas comerciales; de hecho suelen verlas y escucharlas aquellos que ya no necesitan que nadie les convenza, porque ya lo están. Pero su existencia es más que necesaria, sus reflexiones están recomendadas sobre todo para quienes han hecho de la mentira un templo y de su religión una apisonadora.
También da pánico concluir que una minoría (algo más de cinco millones de hebreos en Israel) son poseedores de una fuerza tan enorme (4ª potencia nuclear) y su posicionamiento económico, mediático y político, ramificado por todo el mundo, les permite pasarse cualquier mandamiento internacional por el arco del triunfo, sin ningún tipo de sanción ni condena efectiva.

En el Japón medieval, allá por el mil quinientos y pico, dos mujeres intentan sobrevivir en una selva de juncos. El hijo y marido de ambas se fue a la guerra y un, poco escrupuloso, compañero de armas les conmina a que no le esperen porque nunca regresará.

La vida, en una frágil cabaña, en medio de la nada más agresiva solo está hecha para las fieras y para los demonios de los infiernos más profundos. Todo es terminal, todo al límite; no hay sentimientos, solo los sentidos y la necesidad de despertar, aunque sea medianoche, para seguir matando, comiendo, defecando, copulando....,respirando.

Escalofriante y terrorífico cuento el que nos traslada Kaneto Shindô con cuatro cañas, un pozo sin fondo y una máscara que se acaba injertando en la miserable existencia de dos hembras cercadas por el miedo y la falta de esperanza.
Notable obra, digna de figurar en los anales del cine.

Vinagre para las heridas; la infalible receta de Bresson para que salgamos endurecidos, o muertos de dolor, por el impacto que nos causan sus películas.
En este caso, adaptando una novela de Bernanos (1936) que habla de los problemas de fe de un joven sacerdote y de las escasas diferencias místico-ideológicas entre los seguidores y los encarnizados detractores de la religión católica, vuelve a retratar los oscuros recovecos del alma y la infructuosa lucha entre la debilidad humana y la tozuda realidad.

El único aliado del obnubilado cura de pueblo es su cuaderno de apuntes, en el que garabatea con lágrimas negras sus tristes experiencias, sus infinitas dudas y el próximo triunfo de la enfermedad.

La capacidad de Bresson para trasladarnos el auténtico infierno de un indefenso sacerdote, desarmado por la misma acción divina, es milimétricamente certera. Consigue herirnos con su penetrante blanco y negro, y hace que nos arrastremos por entre el barro y los biliosos vómitos; muy cerca del que sufre, sin poder ayudar, sólo sintiendo.

En el cine de Robert Bresson, sin necesidad de gafas especiales, se aprecian bastante más de tres dimensiones. Su cine huele al vinacho rancio esparcido sobre la barra de madera enferma y el suelo sediento y poroso; sabe a carne sanguinolenta y sospechosa, casi huérfana de brasa, demandada por el estómago y aborrecida por el paladar; puedes apreciar en las facciones de sus protagonistas los relieves de la suciedad y los surcos que dejan las lágrimas ardientes.... y, en este caso, confundes las palpitaciones de tu viejo corazón con el golpear del joven y atemorizado corcel que pugna por escapar del pecho de la desgraciada Mouchette.

¡Qué poco (apenas inalcanzables y doradas migajas de amor) hace falta para salvar la inocencia del profundo pozo en que habita la desolación!. ¡Qué fácil destruir a un niño!. ¡Qué brutal el inexorable avance de los primitivos instintos del hombre, que sitúan nuestra crueldad más allá de la de cualquier animal de garra o pezuña!. ¡Cómo nos haces sufrir!. ¡Qué grande eres Bresson!

Este biopic de Arthur Penn sobre Billy el Niño es posible sea de los menos fantasiosos, de los muchos que se han filmado, sobre la leyenda de un pistolero analfabeto y de clase humilde que quedó huerfano con catorce años (tal vez 12) y que, se calcula, tendría entre 20 y 21 años el día de su muerte.

El director y Paul Newman consiguen desprender del glamour al personaje, humanizándolo y mostrando las carencias lógicas de un jovencito sin educación, sin principios y con el descaro suficiente como para sobrevivir unos pocos años en un mundo infecto. Su irreflexiva facilidad para disparar fue la que le hizo famoso y la que marcó su breve existencia que se inició en Nueva York en 1859.

Las hipótesis sobre su vida y muerte abundan más que las certezas y en esta ocasión el señor Arthur se abona a la teoría de que su último perseguidor fue un razonable, y hasta amigable, sheriff, también legendario, llamado Pat Garrett.
Como curiosidad, por lo que compete al título de este western, en los últimos tiempos se ha concluido que era diestro, ya que la única foto que de él se guarda, y que hacía pensar lo contrario, fue obtenida mediante un ferrotipo negativo, por lo que se trata de una imagen especular con la derecha y la izquierda invertidas.