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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
8
23 de febrero de 2012
40 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Allan Dwan nació una década antes de que los hermanos Lumière inventaran el cine y murió unos pocos meses después de que Martin Scorsese estrenara “Toro salvaje”. Entre 1911 y 1961, Dwan dirigió más de 400 títulos de todos los géneros imaginables, del western al musical, del bélico a la comedia, del cine negro al de espadachines. Fue un pionero del cine y el auténtico rey de la serie B, un estupendo y humilde artesano que sabía suplir lo limitado e impersonal de los proyectos que dirigía con un oficio y una solvencia que ya querrían tener otros. A veces, incluso, sabía ofrecer más que eso.

No hay que ser Scorsese, uno de los mayores admiradores de “Filón de plata”, para ver que eso es lo que ocurre en este modesto western, ambientado en un pequeño pueblo americano, que ve su paz turbada por la brusca irrupción de unos supuestos agentes federales, liderados por un tal McCarty, que en pleno 4 de julio y en el día de su boda, pretenden llevarse preso a Dan Ballard, hombre querido por sus vecinos pero de oscuro pasado, acusado de robo y asesinato. Después de la indignación inicial con que el pueblo recibe la noticia, McCarty logra, mediante mentiras y tergiversaciones, culpabilizar a Ballard ante sus convecinos y convertirlo en la presa de una cacería que pone de manifiesto la hipocresía de quienes hasta entonces se habían llamado sus amigos.

La casi coincidencia de nombres entre el senador McCarthy y el supuesto agente no es sino la más obvia de las alusiones al peligro que corría la libertad en plena caza de brujas que Dwan desliza en una película que aprovecha la orgullosa exhibición de imaginería patriótica del Día de la Independencia para escenificar el atropello que los valores americanos estaban sufriendo. No son gratuitos los tiroteos entre mesas festoneadas con barras y estrellas o ese final de evidentes ecos metafóricos en el que influye decisivamente el símbolo norteamericano por excelencia de la libertad. Como “Furia” o “Solo ante el peligro”, “Filón de plata” explora la cobardía, la doblez y la ceguera animal que, disfrazadas de rectitud y respetabilidad, se ocultan agazapadas en todo grupo humano. Que la única ayuda que recibe Ballard de ese grupo sea la de una puta resulta más que elocuente al respecto.

Por si no fuera bastante, la película es excelente como entretenimiento. Dwan propone, en 77 minutos, un trepidante espectáculo, más que notable en el plano técnico, que sigue a rajatabla la regla de las tres unidades sin dar tregua al espectador en ningún momento: en el minuto 2 aparece un conflicto que antes del cuarto de hora está ya en pleno apogeo y que no hará sino crecer en tensión hasta los instantes finales de la peli. La elección de los tres protagonistas y el fondo irónico de cierto giro final de los hechos, además, contribuyen a acercar esta peli al género negro y a su despiadada percepción de que si algo distingue a los seres humanos es su capacidad innata de crear y creer mentiras, y de sacar provecho de ellas.
Normelvis Bates
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8
28 de octubre de 2011
38 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
La gente normal come palomitas, y si puede lo hace en el cine. No sólo se ahorra uno tres minutos de microondas, sino que, como todo el mundo sabe, allí saben mucho mejor. La gente normal sabe que el cine es entretenimiento y que cualquier otra cosa es un muermo y una perversión. La gente normal conoce sus derechos y exige ser retribuida cuando son pisoteados. Que les devuelvan el dinero de la entrada, menudo timo, qué estafa. La gente normal quiere explicaciones claras e incontrovertibles: las medias tintas son para gafapastas mal follados y amargados por sus dioptrías. La gente normal abre siempre el periódico por el juego de las siete diferencias, y cuando alguna se le resiste, mira de reojo las soluciones y se acabó. El tiempo de la gente normal no puede derrocharse así como así.

Los anormales son otra cosa. De entrada, son incapaces de apreciar las inmensas cualidades humanas y físicas de Cristiano Ronaldo. Por eso le silban, pobrecito. Son los que se sienten cómodos en el desorden y la indefinición, los que se apartan del camino cuando sospechan que les lleva de vuelta a casa. Los que no se quejan ni patalean –nenazas- si no quedan bien claritos el nombre del asesino, sus motivos y el arma que usó, el número exacto de pasos que dio desde su casa hasta el escenario del crimen, qué juez ordenó el levantamiento del cadáver, quién firmó el atestado, qué pistas (y en qué orden concreto) llevaron a la detención del criminal. Los que pierden el tiempo formulando y tratando de contestar preguntas, aun sabiendo que la respuesta, si la hubiera, carecería por completo de importancia.

Una semana y dos visionados después he sabido (aunque sólo algo mejor) cómo puntuar una película insensata y desmedida que desafía las normas elementales tanto del sentido común como del negocio cinematográfico actual. Una película que, sin duda, aprieta menos de lo que pretende abarcar, que contiene personajes y situaciones superfluas, que peca de grandilocuencia y de solemnidad. Una película desbordante y telúrica, que fluye como un torrente que lo arrastra todo a su paso y en que la propia magnitud del conjunto impide a menudo la contemplación tranquila de los detalles. Una película que conmueve y sugiere hasta el agotamiento, en la que Malick ofrece al espectador un abrumador despliegue de recursos puramente cinematográficos para traducir lo más misterioso e inaprensible de la existencia humana en inauditas y poderosas metáforas visuales, de una belleza y profundidad difíciles de explicar con palabras. Una película hermosa y fallida y destinada (creo) a perdurar, aunque sea sólo como ejemplo de feliz e infrecuente anormalidad: la de un maestro en su oficio asomándose al umbral del más allá e interrogándose, sin esperar respuesta alguna, acerca de la posteridad de su obra y de la dificultad de encajar los límites del arte y la insignificante inmensidad de las inquietudes humanas. Como si eso, dicho sea de paso, fuera a importarle a nadie más o menos normal.
Normelvis Bates
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7
6 de junio de 2012
35 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pobre John Payne. Una simple y miserable letra, esa insidiosa P mayúscula que coronaba su apellido, le condenó a ser tenido, durante toda la vida, por un insignificante y parasitario farandulero crecido a la sombra de La Mayor Leyenda Del Cine Americano. De nada podía servirle esgrimir su intachable trayectoria como cantante en musicales, actor de reparto en alguna que otra superproducción y, sobre todo, como protagonista de múltiples productos de serie B, cuya modestia corría con frecuencia paralela a su calidad como entretenimiento y que ponían de manifiesto que, con todas sus limitaciones y a pesar de su aparente frialdad, Payne era un actor más que correcto, un curioso cruce entre Ray Milland y Dana Andrews, capaz de dotar a los personajes que encarnaba de un interesante plus de fragilidad y desamparo. En fin, para qué decir nada cuando esa maldita P mayúscula le mandó para siempre a la Segunda División de Hollywood Boulevard (donde, a pesar de todo, no una sino dos estrellas lucen discretamente su nombre).

Para colmo de males, en “El cuarto hombre”, al bueno de John, metido en la piel del repartidor de flores Joe Rolfe, le acusan de un robo que no ha cometido. Ya se sabe cómo son los maderos yankis: ven a un exconvicto conduciendo una furgona de reparto y se dicen “¡Eureka!”. Ni hábeas corpus, ni abogado de oficio, ni hostias. Bueno, en honor a la verdad, hostias sí que hay. Y de la gordas. Porque los polis, no contentos con meterlo en la trena, tratan de hacer que Joe confiese. Y lo hacen por las bravas, claro. Pensad que estamos en Kansas City, amigos; mariconadas las justas. ¿Y qué es lo que hace un hombre con la cara hecha cisco y en el paro cuando logra salir del trullo? ¿Contar su historia a la prensa?¿Demandar a los maderos?¿Pedir daños y perjuicios? No, no y no: marcharse a Tijuana con dinero prestado por un camarero tullido e ir de timba en timba de dados a la espera de dar con los auténticos culpables del robo. Ahí, con dos gardenias.

Que el guión de “El cuarto hombre” sea un auténtico desbarajuste, con sus jueguecitos con máscaras de goma, sus citas rocambolescas al sur de Río Grande y sus inexplicables derivas, no significa, ni mucho menos, que sea una mala película; es más: durante muchos minutos, es un modélico ejemplo de economía narrativa, de dominio del ritmo, de escamoteo interesado de detalles en pro de la intriga. La cosa promete de veras. Todo se tuerce, sin embargo, cuando la acción deja de tener por protagonistas a tíos feos, malcarados y sudorosos como Lee Van Cleef o el entrañable Jack Elam y el amor, en forma de adorable hija de expolicía aspirante a abogada redentora, salta grácilmente de un coche, se apodera de una tumbona junto a la piscina y convierte lo que iba camino de ser un buen vaso de recio whisky de centeno en un inofensivo daikiri con sombrillita de papel. Una auténtica pena, con P de Payne, que no llega sin embargo a amargar la función ni a dejarle a uno sin ganas de más.
Normelvis Bates
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7
16 de diciembre de 2009
35 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por si alguien pudiera poner todavía en duda que “Posesión infernal” estaba, en el fondo, más cerca de “El jovencito Frankenstein” que de “La matanza de Texas”, Sam Raimi decidió rodar, cinco años después, una cinta que era, a la vez, secuela y remake de su más que prometedor debut y en el cual, con algo más de presupuesto (que se invirtió, entre otras cosas, en ampliar la gama cromática de la sangre, antes blanca y aquí verde y de otros colores), chapoteó de nuevo a gusto en los tópicos del cine de terror con la única intención de divertir a un público cómplice al que sabía entregado de antemano a sus gamberradas.

Como buen gamberro, Raimi sabe muy bien que no hay nada que canse más a un público que ya conoce tus gansadas que perder el tiempo en detalles innecesarios, de modo que, tras unos cinco minutillos de rutinaria introducción, que resiguen a toda velocidad el argumento de “Posesión infernal” con el único cambio de que son dos tortolitos y no un grupo de amigos quienes son atacados por los espíritus malignos del bosque, la peli conecta con el final de la primera parte y nos arroja sin miramientos a una montaña rusa de posesiones, amputaciones, hachazos, disparos, descuartizamientos, danzas macabras, conjuros y quién sabe qué más cosas, servidas a un ritmo demencial, en el cual se acentúa el tono paródico (aquí ya autoparódico) de la primera peli de la saga, extremando el mismo procedimiento usado entonces: tensar al máximo algunas de las constantes del cine de terror hasta distorsionarlas y llevarlas al terreno de lo absurdo y lo cómico, con la inestimable colaboración de un Bruce Campbell definitivamente convertido en el Jim Carrey del gore.

Los medios económicos de que dispuso Raimi para hacer la continuación le permitieron afinar y perfeccionar los hallazgos visuales de su debut, como los enloquecidos travellings marca de la casa, logrando así un producto mucho mejor acabado formalmente, aun a costa, eso sí, de perder parte de la frescura primigenia y la desacomplejada espontaneidad de la cinta original. La peli contiene, en todo caso, momentos tan divertidos, imaginativos y sanamente desagradables como la delirante batalla de Ash contra su propia y traviesa mano, el vuelo del ojo juguetón hacia no diremos dónde o la desquiciantes burlas de que toda una habitación en pleno hace objeto al pobre Ash, y hace gala del mismo negrísimo y retorcido humor de su antecesora, de modo que su visión se convierte en una experiencia catárquica que tiene la virtud de liberar toda la energía negativa acumulada a lo largo del día... con la única condición de que no se la tome uno en serio, porque si lo que se busca son argumentos bien trabados, personajes profundos o diálogos chispeantes, lo más seguro es que esta peli ponga de los nervios al incauto de turno, que muy probablemente acabe redactando una crítica cagándose en los muertos de Raimi y la madre que lo parió. Lo cual hace a esta peli, a mi modo de ver, doblemente divertida.
Normelvis Bates
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9
24 de febrero de 2010
34 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como más disfrutaba Preston Sturges era andando sobre la cuerda floja. O esa es la impresión que se tiene al ver sus mejores películas, las que rodó durante la primera mitad de los años 40, auténticas obras maestras casi todas ellas y piezas de referencia ineludibles a la hora de hablar de la comedia clásica hollywoodiense. A diferencia de otros directores más previsibles y fáciles de encasillar, lo que más parecía gustarle a Sturges eran el peligro y las emociones fuertes. Su concepto de diversión consistía en tender un cable entre dos rascacielos y echar a andar por él con aire despreocupado, enfundado en un smoking, con un dry martini en una mano y lanzando de vez en cuando miradas, entre ingenuas y descreídas, al espectáculo de los hombres que como atareadas hormiguitas deambulaban a sus pies. De vez en cuando, sin avisar, el muy bestia echaba a correr como un loco, hacía un par de volatines con tirabuzón y aterrizaba otra vez de pie sobre el cable, sin haber derramado ni una gota de su copa y con una sonrisa traviesa pintada en la cara.

No sé si “Las tres noches de Eva” es la mejor película de Surges (la competencia es muy dura), de lo que estoy casi seguro es de que es su obra más completa, donde su arte como equilibrista está más y mejor desarrollado que nunca. Los diálogos son memorables y tocan el tema del sexo de un modo atrevidísimo para la época, con alusiones y sobreentendidos que se mantienen a duras penas en los límites de lo permitido. El tono sedoso de comedia romántica del primer tramo de película lo contrapuntea Sturges con calculadas dosis de situaciones cómicas a mayor gloria de Stanwyck, Fonda y su extraordinario elenco habitual de figurantes. Cuando la película aterriza en la mansión de los Pike, Sturges hace chasquear su látigo y va dando sutiles y mordaces azotitos a una ridícula y pretenciosa alta sociedad tan preocupada por la apariencia externa de las personas que es fácilmente engañada gracias a sus propios prejuicios. Sturges entra aquí de lleno en su terreno favorito, el de la “screwball”, y juega a pisar y soltar el acelerador, distribuyendo sabiamente en la trama gruesos salpicones de “slapstick” de los que, a diferencia de otras pelis suyas, no llega a abusar en ningún momento.

Pero ahora que lo pienso, me temo que estoy hablando solo. Y aunque no fuera así, dudo que muchos espectadores de comedias actuales tengan ni la más repajolera idea de lo que hablo. Dudo, de hecho, que haya mucha gente que sepa quién fue Preston Sturges. He leído por ahí alguna crítica en la que se le trata incluso con piedad: pobrecito, entendedle, era 1941, hay que ser comprensivo, no pidáis peras al olmo. No les culpo. A veces olvidamos que no siempre supimos leer y escribir y que alguien se dedicó a enseñarnos. Preston Sturges fue uno de esos maestros que inventó para nosotros un lenguaje sin el que nada de lo que vino después tendría sentido. Aunque a nadie parezca importarle y haga mucho tiempo que haya dejado de hablarse.
Normelvis Bates
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