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Críticas de Luis Ángel Lobato
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Críticas 376
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
12 de septiembre de 2014
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película, Born to Be Bad (Nacida para el mal), de Nicholas Ray, rodada un año antes de su obra maestra que es --en mi opinión-- On Dangerous Ground (La casa de las sombras), pertenece a la primera --y mejor-- etapa del director, donde el género negro está casi omnipresente, y ofrece una serie de obras grandes como la ya aludida On Dangeorus Ground, o They Live By Night (Los amantes de la noche) y Knock on Any Door (Llamad a cualquier puerta) entre otras.

Pero lo que en estas era violencia, lirismo o denuncia social, en Nacida para el mal es blandura y una inexistente presencia del equilibrio necesario entre la aparente inocencia, el cinismo y la maldad del personaje central.
Lo que debería haber sido un thriller o un drama psicológico se queda en la ambigüedad de un melodrama con no demasiada fuerza, con una inadecuada -comprobable- protagonista -en principio podría haber resultado inquietante por la dulzura física de la gran Joan Fontaine y su pretendida turbiedad moral- que ni había nacido para el mal ni para el bien, y solo salvado por la maestría de los actores secundarios -el gran Robert Ryan a la cabeza- y por alguna secuencia plena de la pasión sentimental que tanto -y con tanta maestría- distinguió al aclamado director.

Con todo, interesante.
Luis Ángel Lobato
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9
19 de agosto de 2014
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una mezcla alucinante de cine negro y western crepuscular.
Recuerda a algunos relatos de ambiente rural de uno de los gigantes de la narrativa estadounidense del siglo XX: Dashiell Hammett.
Racismo, xenofobia, odio, paranoia inundan a unos personajes que no pueden expulsar de sus entrañas el sentido de la culpa, de la cobardía, de la indecisión.
Magistralmente caracterizados por el director, el gran John Sturges, todos los actores resultan memorables en sus interpretaciones, singularmente Spencer Tracy -el elemento extraño que perturba la aparente calma del taciturno pueblo- y Robert Ryan, el líder racista de un grupo de descerebrados "patriotas".
Y a tener en cuenta el paisaje, desértico, montañoso, abrasador, que oprime a esos personajes y no les deja otra opción que un asumido aislamiento y un rechazo brutal a cualquier intento de cambio.
Sin lugar a dudas, una de las grandes películas de Sturges, plena de denuncia social y de progresismo en una época tan reaccionaria -"Caza de brujas"- en la política norteamericana.
Inolvidable y esencial.
Luis Ángel Lobato
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9
18 de agosto de 2014
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Dorado es un western de tonos clásicos, rodado en una época, segunda mitad de los años 60 del siglo XX, donde se estilaban sus formas violentas, desmitificadoras y crepusculares. Es, por lo tanto, un western de resistencia ante el avance de estos nuevos estilos que, en pocos años, casi terminarán por enterrar tan popular género.
Es El Dorado una película más de personajes que de argumento, donde Hawks muestra un interés creciente por el estudio de los caracteres en detrimento del resalte de una intriga.
En El Dorado, estos personajes están marcados por el esplendor de un pasado ya irrecuperable. Son unos inadaptados a los nuevos tiempos, donde las praderas son sustituidas por las ciudades y por la civilización, y las aventuras, por la ley que se va apoderando de esos núcleos urbanos.
Ante este choque emocional, sólo les queda la huida hacia el recuerdo para poder recuperar ese paraíso perdido: la juventud. Al no lograr recobrar aquellos tiempos, llega el desencanto y se convierten en inadaptados, en perdedores.
Pero, por supuesto, les queda una ley sagrada, que es a su vez el tema de esta película: la amistad.
Por amistad se mueven y luchan nuestros personajes para llegar a reencontrar la profesionalidad que, a pesar de todo, nunca han perdido: un pistolero reconvertido en ayudante del sheriff, un sheriff curado de su alcoholismo, un joven que va aprendiendo las lecciones en el manejo de las armas y un viejo achacoso que maneja el arco y las flechas mejor que un apeche, se enfrentan y vencen a una partida de asesinos y caciques que raptan y tirotean a una familia de honrados ganaderos.
Al final, magullados pero victoriosos, los personajes interpretados por J. Wayne y R. Mitchum, insinúan que ya es tiempo de establecerse en la tranquilidad de la emergente situación urbana, porque los viejos tiempos han desaparecido para siempre. Estos dos hombres han siendo absorbidos a la fuerza por una ciudadanía que ha olvidado lo que significa la palabra frontera y que ha sustituido los ríos y los bosques por los bancos y los salones sociales.
Es El Dorado, pues, un western casi urbano, bastante claustrofóbico, pero con una memorable y elegiaca secuencia de espacios abiertos. En ella, el personaje de joven inexperto que interpreta James Can, recita un maravilloso poema del extraordinario poeta y narrador estadounidense Edgar Allan Poe cargado de nostalgia, donde se nos habla de un lugar mítico, llamado El Dorado, que es el sitio donde se realizan los sueños de los hombres. De esta manera, ese lugar mítico, se asimila con el pueblo de El Dorado que da título a la película, el territorio donde nuestros protagonistas quieren recuperar también un sueño: la juventud perdida.


Siempre se habló de que El Dorado era una nueva versión de Río Bravo. Pero creo que esto no es así. Más que una nueva versión, aunque es verdad que se repiten situaciones y personajes, al igual que, más tarde, en Río Lobo, El Dorado es como una conclusión de las andanzas de los personajes de Río Bravo. Una conclusión opaca y desoladora. Si en Río Bravo los personajes eran todavía jóvenes y se intuía el sentido de la frontera, aquí, como ya he señalado, han envejecido y son cautivos de las nuevas normas de una sociedad burguesa que los va engullendo, para siempre.
Luis Ángel Lobato
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8
17 de agosto de 2014
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las más imperecederas películas de ciencia ficción de los años cincuenta –década prodigiosa de la serie “B” fantástica– fue, sin duda, Ultimátum a la Tierra, 1951, del estimable realizador Robert Wise, adaptación del estupendo relato, El amo ha muerto, del escritor Harry Bates. La película de Wise muestra bastantes diferencias con el relato en el que se basa. Pero desgranar eso sería otra historia.
En Ultimátum a la Tierra –lo argumento desde mi punto de vista de agnóstico religioso, y creo que algún crítico ya lo ha señalado– las referencias religiosas al Cristianismo y al propio Jesucristo son muy evidentes: el protagonista extraterrestre reclama la paz entre los hombres para que continúe la armonía en el universo. El cosmonauta, que ha llegado del cielo, toma un traje, al escaparse del hospital en el que se recupera de sus heridas, cuyo dueño se apellida Carpenter –carpintero– y adopta para sí este nombre. Y, lo más explícito: nuestro visitante resucita y proclama la paz universal levantando de nuevo el vuelo hacia las alturas.
Por otra parte, tras su inquietante inicio con la visita del alienígena y de su indestructible robot con propiedades aparentemente divinas, se advierte, utilizando un argumento y una estética expresionista propios del cine negro, una denuncia al temor irracional de la sociedad americana de mediados del siglo XX por las invasiones comunistas.
Las propuestas ideológicas de la película no coincidían con la de las de las películas de ciencia ficción al uso en su tiempo, donde los extraterrestres eran malvados y siempre estaban dispuestos a invadir el planeta Tierra y a esclavizar a sus habitantes: destruir el modo de vida americano del momento, en claras referencias a invasiones comunistas –guerra fría– tanto desde el exterior del país, con desembarcos masivos y bombas nucleares, como desde su interior, a través de activistas izquierdistas. Sin duda –y no es poco para la época–, la película se acoge al fundamento político más democrático: la libertad e igualdad de todos los hombres.
En este film tan especial, el verdadero destructor de la sociedad establecida, del mundo civilizado, no es el ser extraño –el extranjero–, sino nosotros mismos –la paranoica sociedad estadounidense de los años cincuenta– con nuestra peligrosa tecnología y con los obsesivos temores a todo lo distinto.
La crítica a la xenofobia está servida en esta muestra de buen cine de ciencia ficción enfundado en una precisa estética del género negro.



Luis Ángel Lobato-Valladolid-España
Luis Ángel Lobato
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9
17 de agosto de 2014
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Blade Runner no es solo una película de culto; es una película de supervivencia. De supervivencia de unos personajes desamparados y –al menos en mi caso– de nosotros, los espectadores, contagiados por ese vacío existencial que muchas veces nos convierte en seres que deambulan sin vida.
Está basada en la novela Do Androinds Dream of Electric Sheep?, del gran escritor estadounidense Philip K. Dick, donde se reflexiona sobre el significado de lo que consideramos realidad y, sobre todo, donde se abre la gran interrogación del sentido de lo humano: ¿qué es lo que verdaderamente distingue al hombre de otros seres o entidades?
Bien; el director, Ridley Scott, al que debemos otra obra maestra, Alien, combinó de forma inteligente y admirable dos de los géneros clásicos del cine clásico norteamericano: el de ciencia ficción y el negro.
El protagonista –estupendo Harrison Ford– un policía típico de la narrativa “hard boile” –solitario, desesperado, sentimentalmente vacío– tiene que eliminar a unos androides (replicantes), idénticos a los seres humanos tanto en presencia física como en sentimientos, que han vivido esclavizados trabajando en los colonias extraterrestres más allá del Sistema Solar, y que ahora se han escapado y han regresado a la Tierra en busca de su creador –Tyrell– para exigirle respuestas sobre su identidad, ya que les queda un breve plazo de vida y desean conocer el porqué de su existencia; son seres con caducidad.
Hay, en el film, dos acciones paralelas que se convierten en tangenciales en diversas secuencias: la investigación y persecución del detective de los replicantes y la búsqueda de estos de respuestas a su condición, sobre todo por parte del replicante Nexus 6 llamado Roy –impresionante Rutger Hauer– que encuentra a su creador –Tyrell-Dios– y le asesina por su indiferencia hacia él y por haberle creado como un ser que va a perder la vida sin ningún sentido y, con ella, todos sus recuerdos (cerca de aquí tenemos la famosa aseveración de Nietzsche sobre la muerte de Dios).
Y está claro; los replicantes son como ángeles caídos que se rebelan contra Dios: abandonados por su creador han descendido de los cielos –las distantes estrellas– al infierno del planeta Tierra en busca de una salvación que les será negada. Pero, al final, el replicante Roy salva de una muerte segura al que va a ser su ejecutor. “Ya conoces lo que es el miedo. Esto es lo que significa ser esclavo” le dice el replicante, redimiendo con su propia muerte a esa Humanidad degradada donde las clases pudientes viven en el campo y la mayoría de los hombres habitan en minúsculos apartamentos en la ciudad de Los Ángeles contaminada y superpoblada. Son moradores de distintas razas, culturas y sectas que sobreviven hacinados en el año de gracia de 2019.
Y dejando un poco de lado frases célebres del film por todos conocidas quiero resaltar el tema del amor.
El perseguidor implacable Deckard, hombre triste, solitario y carente de una vida sentimental, logra llenar esa oquedad enamorándose de una replicante especial: ella no sabe que no es humana, ya que tiene implantados recuerdos artificiales de una vida familiar ilusoria que la han hecho vivir una completa quimera.
Este amor actúa en el espectador como contraste con la misión del protagonista. Ama a un ser diferente, se acuesta con un androide –¿una máquina; o quizás una auténtica mujer?– de la misma clase que los que debe destruir.
Vida y muerte se aúnan.

Pero… ¿Quién vive y a quién se puede amar en un mundo desesperado?
Luis Ángel Lobato
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