Hace más de veinte años que Monsieur Laconte tuvo a bien de obsequiarnos este precioso regalo que es ‘El marido de la peluquera’. No recuerdo como fui a parar frente a una pantalla que me desvelara los secretos de una mirada lúcida y desenfadada a una realidad extraviada y ajena al día a día, pero apenas Antoine pronunció sus últimas palabras, antes incluso de que la sala de peluquería, arropada con las notas dulces y melancólicas de Nyman, desapareciera para siempre en su espera junto a sus ocupantes, mi cuerpo bailaba sin control por los pasillos de la casa con los movimientos desacompasados propios de la danza de Antoine.
Pasó mucho tiempo y muchas tormentas como la de aquella noche, sofocadas, desencadenadas o sobrellevadas con centenares de películas de toda raza, pero el recuerdo de un aroma mezcla de aguas de colonia para hombre y exudados femeninos, brilló desde entonces sobre la mayoría de ellas.
Ahora me asomo de nuevo a aquella pantalla y me entristece analizar la estructura sólida que sostiene su alma: los pormenores técnicos, la puesta en escena de sus excéntricos personajes, su validez y calidad argumental; traicionando de algún modo mis recuerdos y los de Antoine, violentando los sentimientos que levan este pequeño gran poema escrito en fotogramas. La lógica no reina en esta humilde peluquería y por eso Antoine esperará por siempre un regreso imposible. Yo bailaré junto a él en su espera. Como si nadie me observara.

Con el traqueteo por los caminos castellanos sembrados de guijarros, el viaje a ninguna parte va perdiendo pasajeros. El trayecto es largo, demasiado, y los cómicos matan las horas, y el hambre, con un humor tan afilado que hiere. Vagan por las carreteras de la España franquista como vaga el recuerdo de Carlos Galván en su retiro, obstinado en la derrota, terco en su lucha a no ser tragado por el polvo del camino ni por las gentes de los escasos pueblos que lo quiebran. Su resistencia se prolonga hasta el infinito, sus compañeros de farándula dudan, digieren el hambre y reculan, lejos ya de Madrid y de ninguna parte. Carlos Galván continúa. Nos lo cuenta los miércoles, nos lo repite, una y otra vez, y a mi izquierda ella comienza a dar cabezadas en el sofá, y me pregunta que cuánto falta, y yo le contesto que no lo sé, y Carlos Galván insiste en sus mentiras pese a que Sergio Maldonado, ahora ya Don Juan Conejo, le descubra las cartas; y ella vuelve a cabecear, vuelve a despertarse en el penúltimo traqueteo, y vuelve a preguntármelo, y yo le contesto que queda poco, pero lo cierto es que no lo sé, porque ya hace rato que vi pasar el cartel que indicaba ‘ninguna parte’.

Impresiona Kurosawa en cada fotograma; nada queda al azar en un despliegue de imágenes de bella composición. Épicas, dramáticas y con un punto de humor, en sus películas Kurosawa desnuda, con su ritmo pausado e hipnótico, el alma humana.
Cabe destacar también el rigor histórico al que se obliga y que pone en evidencia la mayor parte de las producciones del género. Vestuario, decorados, exteriores, actitudes de los personajes: son una ventana abierta al pasado ‘feudal’ japonés y, en el caso particular de esta película, a su enfrentamiento al modernismo occidental, sus armas de fuego y su cristianismo.

Pésimo, violento, vacío, irrespetuoso, inconsciente, banal, infantil, pueril, irresponsable, calamitoso, bárbaro, incoherente, mentiroso, salvaje, hipócrita, bochornoso, depravado, manipulador, megalómano, caricaturesco, alienante, primitivo, inmoral, morboso, insano, vergonzoso, injusto, retrógrado, cínico, innecesario y dañino.

Un caracter por cada valiente de Tebas.

Salvador Dalí, como todo bicho viviente sabe, fue un famoso pintor surrealista, pero también destacó como escultor, colaboró en múltiples producciones cinematográficas y hasta escribió una novela. Pues bien, aun le quedaba tiempo al tío para ejercer de ‘showman’ en los ratos libres que le permitía su vocación artística, una ‘virtud’ que no podía pasar desapercibida en USA, la nación que le recogió en el exilio con los brazos abiertos. En el país del dinero Dalí era una mina de oro que no pasaban por alto buscadores experimentados como Walt Disney, pero en este caso en particular la colaboración no llegó a buen puerto y el trabajo cayó en el olvido apenas comenzado.

Al menos esa era su historia en común hasta hace pocos años que fue retomado el proyecto (o parte de lo que fue). Seguidas con mayor o menor rigor las instrucciones dejadas por Dalí en su momento, el resultado no podía ser otro que el que se resume en los siete minutos escasos que dura este corto, y que podemos describir en pocas líneas como las andanzas de una princesita disney entre un mosaico de figuras del pintor, sin mayor orden ni concierto que la de obedecer a una coreografía facilona al son de una composición de Armando «Chamaco» Domínguez, tampoco ésta libre del edulcorante añadido que tanto gusta en la firma americana. Siendo aun más escuetos: que todo lo que huele a Disney empobrece el conjunto.

Seamos realistas, si Dalí se embarcaba en experimentos de este tipo era por razones bien distintas a las que le llevaron a ser un reconocido artista. Cuando quiso construir algo con cierto valor cinematográfico eligió a otros arquitectos de mucho mayor peso, como su amigo y compañero de juventud Luís Buñuel.