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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
10
2 de diciembre de 2015
33 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un tema central en la cinematografía de Dreyer, y muy específicamente en “Dies Irae”, es, en mi opinión, el tema de la libertad; pero no en el sentido sociopolítico al que habitualmente ese concepto se reduce en nuestros días, sino en sentido metafísico: la posibilidad o no —primero— de una libertad radical de la conciencia, es decir, lo que tradicionalmente se ha llamado libre albedrío o libre arbitrio, y —segundo— la posibilidad o no de su construcción y desarrollo en el marco de las estructuras sociales.

Si en cuanto a lo primero el cineasta danés siempre se mostró indeciso (lo vemos también en “Gertrud”, su última película, que me parece formar un díptico con “Dies Irae”), es mucho más categórico en cuanto a lo segundo: en la medida en que las energías creativas de la imaginación y la intuición puedan existir, serán necesariamente reprimidas por las estructuras sociales. Por eso, ver en esta película una mera crítica de la institución eclesiástica, la religión, el fanatismo, etc., me parece reduccionismo ideológico. No estamos ante una historia de buenos y malos. Los personajes de Dreyer se mueven casi siempre en la vaguedad, la ambivalencia, en una cierta indefinición ontológica. ¿Es Anne realmente una bruja?, se preguntan algunos (y si no lo hacen puede ser simplemente porque la estrechez racionalista pone su veto a la pregunta)... Después de todo, las invocaciones de Anne cuando piensa en Martin y en Absalón son de una eficacia fulminante, y están, además, sus últimas palabras al final del film. ¿Entonces?...

Evidentemente, al ser Anne un personaje de ficción, esa pregunta solo podría tener sentido si se reformulara de este modo: ¿considera Dreyer que Anne es una bruja? (Y lo mismo podría plantearse con respecto a Marte). Pero Dreyer no quiere responderla. Ahora bien, tampoco se desentiende de ella, y juega manifiestamente al equívoco con objeto de suscitar la duda. Parece que, en un primer nivel, Dreyer quiere mostrar que las cosas nunca están tan claras como parecen, que toda situación engendra una posibilidad de lecturas diferentes o incluso opuestas. La pretensión de desvelar todos los enigmas para llegar a planteamientos claros y distintos de lo real (que lleva a gran parte de los espectadores de cine a cifrar el interés de una historia en saber “cómo acaba”) es pura ingenuidad. Probablemente el conocimiento no pueda aspirar a conseguir respuestas, sino tan solo a abrirse a nuevos y más profundos interrogantes.

Pero en un segundo nivel, si Dreyer no quiere responder a esa pregunta es porque no es eso lo que fundamentalmente le interesa. La cuestión esencial aquí es que el despliegue de las energías vitales, imaginativas, creadoras, mercuriales, eróticas en el sentido más amplio, de Anne (y de Marte), ya vengan del cielo o del infierno, atentan contra el orden social —no solo eclesiástico—, y eso la sociedad no puede tolerarlo; y no es que no quiera, sino que, sencillamente, no puede. Lo mismo se plantea en “Gertrud” y allí no estamos en el siglo XVII, ni hay Inquisición ni Iglesia de por medio. En realidad, Freud ya lo había propuesto de forma primaria al afirmar que las estructuras sociales sólo pueden construirse sobre la represión de los instintos individuales; pero, con una cierta miopía positivista, Freud había expropiado al problema su dimensión metafísica, que es la que Dreyer recupera en su obra. No es un problema sociopolítico: cuál sea la ideología particular que determine ese sistema social es más o menos irrelevante. Sin excepción, toda estructura colectiva acaba mostrando, antes o después, su totalitarismo intrínseco.

Las simpatías del espectador irán mayoritariamente hacia Marte y Anne —que, por cierto, preocupada solo por su propia felicidad, no se muestra precisamente comprensiva con la situación de Martin—, y, en consecuencia, a Martin, Absalon y Merete les toca ser los receptores de las antipatías de la mayoría. Reacción emotiva tan primaria como injustificada: Merete es sencillamente una madre que ama a su hijo y ve en peligro su felicidad; Absalon, a su manera bienintencionado, sin duda ama a Anne y es más inconsciente que perverso; y Martin está en un callejón sin salida, apresado en el cruel dilema de elegir entre el amor a Anne y el amor a su padre. Dreyer, como siempre en sus últimos films, se muestra comprensivo con todos sus personajes. Aquí no hay nadie a quien echar la culpa de nada. Los problemas humanos no radican en las actitudes individuales, y menos aún en las ideologías. Los problemas surgen de lo más hondo de la naturaleza humana.

En “Gertrud”, Dreyer planteará, veinte años más tarde, la salida para vivir sin someterse a las exigencias de lo colectivo —es decir para vivir y no solo sobrevivir— y no acabar en la hoguera: aceptar estoicamente la «irremisible soledad del alma» y situarse, tanto como sea posible, al margen de lo social, algo que Gertrud comprenderá pero que Anne no quiere, no sabe o no puede asumir; lo mismo, por lo demás, que nos ocurre a la mayor parte de los humanos. En general, es complicado encontrarse una cueva en la que subsistir de forma razonable.
(Acabo en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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4
9 de mayo de 2010
50 de 70 usuarios han encontrado esta crítica útil
He aquí una película con una clara vocación de convertirse en mito o, como se dice ahora, en “film de culto”. Pero con un problema fundamental: el guión. Una trama carente de sentido y coherencia que quiere expresar ideas trascendentales, pero que sólo consigue articular un discurso verborreico, insoportable y pretencioso, sin pies ni cabeza, de resonancias místicas más o menos explícitas. En suma, un gigantesco caos mental, sin duda compartido por el autor de la novela y el director de la película, que, pretendiendo alcanzar lo sublime, caen con frecuencia, si no en lo ridículo (le salva de ello el que la película tiene sus valores desde un punto de vista visual), sí, al menos, en lo absurdo.

Cuando se quiere proponer un discurso metafísico hay que haber comprendido mínimamente, al menos, algunas ideas básicas, pero la “filosofía” de los Zulawski está al nivel mental de un adolescente inquieto con pretensiones de asombrar con su originalidad a los adultos. Da la impresión que los autores hayan leído algún compendio de metafísica y, no habiendo entendido nada, hayan sacado la conclusión de que todo aquello que no se entienda y sea raro debe necesariamente ser, a la inversa, metafísico y genial.

Evocar a Shakespeare o a Tarkovsky —como se lee en una crítica— porque toda la película tenga un marcado —y atractivo, todo hay que decirlo— aire teatral o unas aspiraciones transcendentalistas, me parece que sólo puede interpretarse como una broma. Es cierto que puesta en escena, ambientación, decorados, fotografía, son bastante aceptables, incluso en ocasiones, notables; casi diría que un buen ejemplo de que no hace falta gastarse millones de dólares para recrear con fuerza y convicción un universo fantástico. Lástima que esta salvable dimensión visual de la película ceda al final a unos excesos más o menos “gore”, totalmente innecesarios, que sólo ponen de manifiesto una infantil voluntad de impresionar y que resultan simplemente grotescos.

En la misma línea de “autoestima” está ese final en el que el director, sin duda convencido de su genialidad, no puede evitar la tentación de mostrarse a sí mismo en unas imágenes “místico-evanescentes” más bien penosas. Está claro que el subrayado de la pérdida de una quinta parte de la película (sea real o ficticio, dato que ignoro) es utilizado, en cualquier caso, como mezquina argucia comercial para contribuir a una deseada —pero imposible— mitificación de un film que, si bien tiene ciertos valores estéticos no desdeñables, queda como globalmente irrelevante por la vaciedad pretenciosa de su contenido intelectual.
Ludovico
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10
13 de noviembre de 2009
36 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Imposible encerrar en unas pocas líneas la complejidad de “Gertrud”, tal vez el ejercicio de abstracción más radical realizado en toda la historia del cine. Obra maestra del arte sagrado, su espiritualidad no nace tanto de su discurso cuanto de la transmutación de la materia cinematográfica en luminosidad teofánica. Y eso —a riesgo de parecer pedante o dogmático— se ve o no se ve, pero difícilmente se explica.

Ejercicio supremo de despojamiento, nada aquí es anecdótico o accesorio: trabajo de esencialización que encierra su dificultad; muchos se sentirán desconcertados o estafados ante unos personajes hieráticos que rara vez se miran al hablarse y cuyo discurso parece dirigirse al infinito. Estamos en el revés del cine “psicológico” o “realista”. Más que la historia de una mujer, Dreyer nos muestra la historia de un alma impresa con la marca del absoluto, vocación irrenunciable que Gertrud asume en la búsqueda de un amor total, andadura no exenta de intransigencia y, tal vez, hasta de una cierta egolatría. Nada diferente a la accidentada vida profesional del propio director danés: en el espejo de Gertrud se refleja Dreyer y su infatigable búsqueda de la realización del arquetipo ideal en el mundo material.

Pero el mundo del alma tiene sus propias leyes y sus formas específicas de expresión, lejos de cualquier convencionalismo expresivo, incluidos los cinematográficos. La esquematización de personajes y escenarios, la austeridad extrema de la puesta en escena, la cualidad ritual, encantatoria casi, de los diálogos (1), la utilización magistral de la luz, es la fuente que nutre la riqueza implícita que se sugiere a la imaginación más que a la razón. “Gertrud” debe verse desde la perspectiva del arte sagrado: su función es inducir la contemplación, romper la férrea corteza de la exterioridad y abrirse a una realidad transfigurada, desvelando un universo que la mirada superficial ignora.

La problemática traslación de lo absoluto al marco de lo social es la materia básica del film, que desemboca (más que resolverse) en un sublime epílogo, impregnado de la ambigüedad característica —enriquecedora en este caso— de Dreyer: es preciso renunciar al mundo pero sin desentenderse de él, orientar la búsqueda hacia el interior pero sin olvidar lo exterior: paradójico compromiso que Dreyer nunca acabó de resolver; solo muriendo al mundo —¡pero no del todo! (2)— resultaría posible el renacimiento espiritual. Más que vivir en el mundo y sentir nostalgia de lo Absoluto, Dreyer parecía vivir en lo Absoluto y sentir nostalgia del mundo (3). Ambigüedad que enraíza en un dilema no resuelto: ¿es Gertrud una víctima contingente del azar que simplemente no encontró al hombre justo en el momento oportuno o una personificación de la conciencia estoica ante un destino de soledad radical, inherente a la misma condición humana? Preguntas que probablemente el propio Dreyer no sabría responder y que constituyen la riqueza de este incomparable testamento espiritual.
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Ludovico
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Elegía oriental
MediometrajeDocumental
Japón1996
7,2
181
Documental
10
7 de septiembre de 2011
31 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una parte importante de la producción artística de Sokurov son sus llamados “documentales”, denominación cómoda pero inexpresiva para designar un grupo de films que parecen escapar a toda posible definición y de los que “Elegía oriental” es una muestra perfectamente representativa y tal vez —en mi opinión— su ejemplo más logrado.

Estamos ante una forma de cine de la que casi me atrevería a decir que no admite referencias. Que yo sepa, nadie ha hecho nunca nada comparable a los “documentales” de Sokurov. Podremos empezar a entender su particularidad si tenemos en cuenta la afirmación del director siberiano de que «el arte [y, a fortiori, sus propias películas] debe servir para preparar al hombre para la muerte»; afirmación que nada tiene de siniestro ni estrafalario (en última instancia, para eso ha servido siempre el arte en todas las civilizaciones, aunque la historia occidental de tiempos recientes lo haya olvidado), y que nos puede dar una idea de que estamos ante algo muy diferente de aquello en lo que piensan la mayor parte de los aficionados cuando hablan de “cine”. Obviamente, poco tiene que ver todo esto con el cine como “entretenimiento” o “diversión”, que es, supongo, la idea mayoritariamente difundida.

Sokurov ha recurrido con frecuencia al término “elegía” para definir una parte de sus sus películas (creo que son, al menos, diez de ellas las que llevan por título «Elegía...»), lo que sin duda está lleno de sentido, aunque a mí me sugieren igualmente la palabra “meditación”, en la acepción más “oriental” del término, y muy especialmente cuando se trata de las tres películas que componen su “serie japonesa”, una de las cuales es precisamente ésta.

En efecto, ver un documental de Sokurov exige (como toda obra de arte) colocarse ante ella en una actitud contemplativa, de silencio interior, de sosiego mental; no buscar nada ni esperar nada, acallar el pensamiento y dejar a un lado cualquier ansiedad: ver la película con la misma expectación con la que uno puede disponerse a escuchar la propia respiración. Si se está en esta actitud —condición sine que non en este caso— entonces se puede hacer el viaje elegíaco-meditativo que Sokurov nos propone y acceder —me atrevería a decir— a una verdadera experiencia espiritual.

Al margen de toda forma de prosa narrativa, sus documentales son verdaderos poemas cinematográficos —ningún cineasta podría ser calificado, yo creo, con más justicia que Sokurov, de “poeta del cine”—; poemas intimistas, en cierto modo “abstractos”, cuyos temas son siempre el sentido de la existencia, la búsqueda interior, la muerte, el tiempo, la memoria, el silencio, la soledad del alma...: en suma, poesía metafísica por excelencia (las autoridades soviéticas, en una graciosa ocurrencia, lo calificaron despectivamente de ¡“cine formalista”!).
[termino en el spoiler]
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Ludovico
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10 Skies
Documental
Estados Unidos2004
5,8
168
Documental
1
7 de febrero de 2011
38 de 48 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una buena parte del arte contemporáneo es, en mi opinión, un invento de la crítica, lo que es tanto como decir que, paradójicamente, la plástica es un producto del discurso o, en términos más vulgares, que para ser un artista plástico lo esencial es tener facilidad de palabra. Probablemente Benning trataría de convencernos de que él es un “artista” y de que lo que hace es “cine”. Pero yo no me creo ni lo uno ni lo otro, lo cual, apresurémonos a matizar, no significa que las “cosas” que hace carezcan necesariamente de todo interés.

“Diez cielos” consiste en diez planos fijos, de unos diez minutos cada uno, de otros tantos cielos (no particularmente bellos, sino más bien comunes), en los que no ocurre “nada” salvo el paso tenue de unas nubes, unos sutiles cambios de luz, etc. La banda sonora recoge el sonido ambiente. Ni palabras, ni actores; nada que no sean los diez cielos del título.

“Tomadura de pelo”, dirán algunos. Yo no diría tanto. Creo que hemos olvidado que nuestra visión de la realidad es un fruto de la rutina; que son pocos los que hoy piensan el cine como arte y que, entre esos pocos, hay mucho concepto anquilosado de la obra de arte que trata de reducirla a un objeto decorativo más o menos estereotipado. ¿Qué es el cine? ¿Qué es el arte? ¿Cuál es su sentido en la actualidad? ¿Cuál es, o puede ser, la relación del espectador con la obra?... Preguntas a las que no parece posible responder en 3.000 caracteres.

No estoy en contra del ARTE experimental (en el que el arte es lo sustantivo), pero creo que no debe ser confundido con el EXPERIMENTO artístico. Y aquí, en el experimento —que no en el arte— es donde se sitúan las “cosas” de Benning. Y en un experimento, además, tan minimalista que linda prácticamente con la nada. La nada es interesantísima: se han escrito discursos filosóficos de profundidad insondable y hasta muy aceptables novelas en torno al tema. Pero eso no convierte en obra de arte a una hoja en blanco o a su equivalente cinematográfico: por ejemplo, el resultado de colocar una cámara mirando al cielo.

Las “cosas” de Benning podrían dar lugar a prolijos y fecundos debates sobre una serie de preguntas esenciales, de esas que apenas se formulan hoy en día porque todo se da ya por supuesto, porque nunca se cuestiona nada esencial; pero eso no basta para justificarlas como arte, del mismo modo que yo no puedo cargarme a mi vecina alegando que luego puede servir de base a un nuevo “Crimen y castigo”.

Cuando Marcel Duchamp colocó su famoso urinario en aquella exposición de Nueva York a principios del pasado siglo, trataba de escandalizar, de hacer una provocación, no de hacer arte. Fueron los críticos los que luego metieron el chisme en cuestión en los libros de arte, y ahí empezó una confusión que no ha dejado de crecer hasta nuestros días.
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Ludovico
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