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Críticas de Toribio Tarifa
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Críticas 95
Críticas ordenadas por utilidad
6
17 de noviembre de 2011
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curiosa película ésta. Dentro de la historia del oeste norteamericano opino que debería ser un hito. Hemos visto centenares de películas sobre la colonización, centenares de carromatos en ruta hacia la tierra prometida, por no hablar de la lucha con los indios, de los conflictos por el agua entre ganaderos, de la lucha entre ganaderos y ovejeros, o entre partidarios y detractores del alambre de espino, etc.. Pero ésta retrata una sociedad de escasos vuelos económicos y la lucha se centra entre un ovejero en expansión y necesitado de pastos y una agricultora que se resiste a vender su predio. Sucede a los pocos años de acabar la Guerra de Secesión, o sea que se podría datar en la década de los 70.
Su realización es de 1958. Sus protagonistas, actores tan emblemáticos como Alan Ladd y  Olivia de Havilland, el primero a escasos seis años de su muerte, la segunda dando vida a una mujer madura, que es lo que era entonces la actriz. Alan Ladd, extraordinariamente delgado, muy desmejorado, muestra sus mejillas más de Mariquita Pérez que nunca. Parece mentira que todavía le quedaran seis años de vida. En esta película hace su primera aparición, con ocho o nueve años, su hijo David que luego seguiría una carrera, si no exitosa, sí larga.
Las armas tienen escasa importancia en esta película. En cambio, la tiene y mucha, la circunstancia de que el hijo del protagonista sufra de una mudez traumática que arrastra desde que en la guerra civil asistió al asesinato de su madre. Es pues casi un western de trama psicológica. No hay historia pasional, pero sí amorosa, como corresponde a dos protagonistas con larga vida a sus espaldas. La medicina y sus progresos desempeñan un importante papel, y su concepción se aleja muy mucho de la que presenta la tradición cinematográfica del médico borrachín o del sacamuelas metido a médico.
Hay muy poca épica en esta película y mucho realismo costumbrista. No despierta entusiasmo en el espectador, pero sí curiosidad histórica. Su director es nada menos que Michael Curtiz.
Toribio Tarifa
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9
19 de mayo de 2016
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para mí estamos ante una obra maestra absoluta. Becker, como tantos otros grandes directores, no nos oculta nada, no juega con nosotros a la hora de desarrollar una historia y de hallar un final para ella. Desde el primer momento vemos que Philippe Clarence, su protagonista, yace en el suelo del jardín tras haberse precipitado al vacío desde un cuarto o quinto piso. Junto a él yace también un maniquí femenino, casi humano, vestido de novia. A su entorno se arraciman algunas de las modistillas de la firma Clarence que el protagonista dirige y para la que crea sus modelos. Cada una de ellas emite su piadoso comentario.
Recuerdo que cuando la vi por primera vez, hará ya muchos años, en una emisión veraniega de la segunda cadena de TVE (cuando era UHF) no sabía prácticamente ni quién era Jacques Becker, pero la película me deslumbró, me dejó en estado de shock. Y recuerdo que la primera impresión que tuve hacía referencia a que jamás había visto una película en que algo filmado, algo falso, en la medida en que se ha preparado y confeccionado con una finalidad artística, me diera tal sensación de verdad, de que la realidad parecía brotar de la pantalla. Para mí la justificación de esta circunstancia proviene del hecho de que Jacques Becker – al contrario de tantos y tantos otros artistas de todos los medios – sabe de qué habla y lo sabe porque su madre tenía y dirigía una casa de alta costura, es decir, había mamado lo que explica en su película. Y esto es imprescindible si se aspira a que lo que uno crea tenga consistencia y tenga verdad.
La película está rodada en pleno proceso de liberación, tras el desembarco de Normandía, y tuvo que superar enormes dificultades en su rodaje. Impresiona el vacío de las calles parisinas, el escaso número de vehículos que circula por ellas, sobre todo si se compara con cualquier película rodada tan solo unos meses después. Llama también la atención que el desarrollo de una escena, una larga escena, casi fundamental en el desarrollo de la historia, tenga lugar durante una prolongada partida de ping-pong y, al contrario, por ejemplo de lo que sucede en “Match Point”, primera aparición, fulgurante aparición, de la Johansson, donde los jugadores parecen no haber empuñado una pala en su vida, aquí, en “Falbalas” el niño es un experto jugador, pero su hermana tampoco queda oscurecida por él. Una vez más, la importancia de la verdad: los jugadores saben jugar, no aparentan saber hacerlo. Y esto para Jacques Becker es importantísimo.
Y dejamos fuera de campo la historia de la relación entre el trío de protagonistas, Philippe Clarence, Micheline Lafaurie y Daniel Rousseau y la cohorte de novias, ex –novias y demás que rodean a Philippe. Que otro la trate.
Toribio Tarifa
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8
30 de enero de 2015
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El vestido puede cubrir, guarnecer, abrigar, disfrazar, proteger o adecuar a alguien y conviene elegirlo con tiento de acuerdo con el propósito, el destino o la actividad que pretendamos llevar a cabo. No es aconsejable ir a la montaña con un vestido de fiesta, como el soldado debe acudir al campo de batalla vestido para la ocasión. Hasta a los niños se les viste de manera especial cuando deben participar en algún acontecimiento social o religioso, como puedan ser el bautismo o la primera comunión. Pero, ¿cómo debería vestirse uno cuando solo se trata de escribir una aproximación a una película tan especial como “Condenados”, dirigida en 1953 por Manuel Mur Oti y que cuenta en sus principales papeles con Aurora Bautista, el pasmarote-mueble de José Suárez y Carlos Lemos? Tras larga reflexión, se me ocurre que lo más apropiado sería recurrir a la coraza y el yelmo, si no al turbante y el alfanje, para adecuarse a algo tan severo, tan riguroso, tan implacable, tan estricto, tan rígido, tan intolerante, tan calderoniano, en suma…
Estamos en La Mancha, una Mancha que se nos muestra como un tremendo secarral, un auténtico paisaje lunar, con una tierra gris y polvorienta que da la impresión, a los legos, de una esterilidad absoluta. Aurora Bautista, una antecedente, quizá menos ampulosa, de Nuria Espert, interpreta a Aurelia, una campesina que vive sola en su casa de labranza. A su entorno las tierras se agostan irremediablemente por más esfuerzos que ella hace, pues no dejamos de verla agarrada al azadón y tratando de remover esa tierra seca.
A esta situación de soledad se ha llegado porque el amo, su marido, está en la cárcel con una larga condena por haber matado a un hombre que la había mirado, a su juicio, con ojos de deseo. El pueblo, curiosamente, se ha puesto de parte del muerto y, sin distinción alguna, vuelve la espalda al asesino y a su mujer. Uno se pregunta por qué a ella también, y no halla otra respuesta que la necesidad dramática: si el pueblo no le hubiera hecho el vacío, no habría sido necesaria la ayuda y el trabajo de Juan.
La llegada de éste, un forastero que busca trabajo, ignora la actitud del pueblo respecto a la propietaria de la alquería y que, además, es inteligente, vigoroso y muy trabajador cambia radicalmente el escenario y el destino del cortijo: las cosechas se multiplican, los animales se reproducen en abundancia no vista hasta entonces y el molino vuelve a recibir grano para devolver harina. En fin, como en la Biblia sucede con la llegada de Jacob a casa de Labán, puro milagro.
Es evidente desde el primer momento que Juan no va a ser inmune al atractivo de su patrona, pese a que ella por su parte no da ningún paso por el camino de la seducción y se muestra tan solo amable y agradecida.
Resulta extraordinariamente interesante, sobre todo si lo comparamos con los procedimientos narrativos que el cine impondrá años después y hasta el presente, la secuencia que Mur Oti construye para transmitir al espectador el deseo de Juan por Aurelia. Y lo consigue con una imagen sencilla, sencillísima y que a buen seguro los censores (estamos, no lo olvidemos, en 1953, con un franquismo todavía joven, poderoso e implacable) dejaron pasar, sin caer posiblemente en la cuenta del tremendo poder de esa imagen.
En esa escena Aurelia, plantada en un rellano de la escalera de su casa, habla con Juan, quien se encuentra unos cuantos peldaños más abajo. Juan la ve en un contrapicado. Ella viste una amplia falda que la cubre hasta los tobillos y deja ver las enaguas debajo y los pies. La cámara, convertida en la mirada de Juan, se alza hasta los zapatos de Aurelia y de paso pone en evidencia que sus pies están separados, no exageradamente separados, pero sí separados. Lo suficiente. La imaginación se desata ardorosa, y los tobillos de Aurelia sugieren de forma clara las piernas y los muslos de la mujer. Es el latigazo del deseo en la cara de Juan. No hace falta más. Con una economía de medios, en todos los sentidos, sobresaliente, el director tumba la tijera de la censura, pero también pone en evidencia la reiteración grosera y facilona a que se llega en gran parte del cine que se rueda desde hace bastantes años. Esos gemidos, suspiros, gruñidos, chillidos y gritos a que se nos somete quieras que no cuando una pareja recibe el soplo del aliento de Eros son absolutamente ridículos, molestos, irreales y aburridos.
La situación se enriquece con la llegada de José, el marido, interpretado por Carlos Lemos, a quien, sin saber muy bien la razón, la justicia le ha aplicado una importante reducción de pena y lo ha puesto en libertad. Como es muy natural en un personaje tan suspicaz y sensible, le basta una mirada en amplitud para darse cuenta de la situación: la visión del mundo sustentada por el islam más fundamentalista se queda corta si la comparamos con la representada por este marido salido de la cárcel cuya experiencia en ella, como suele ser habitual, de poco ha servido para enmendarle. La tragedia está, pues, servida.
La realización de Mur Oti es impecable y el guión, que sigue las líneas marcadas por una pieza teatral de José Suárez Carreño, galardonada con el premio Lope de Vega de teatro de 1951, también. Es una película que no debieran perderse los colectivos feministas más furibundos y arrebatados. Tendrán motivos más que sobrados para airarse…
Toribio Tarifa
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7
20 de abril de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Así decía Gracián, un hombre del XVII, tan jesuita como el nuevo Papa. Y la expresión viene que ni pintiparada para calificar esta película de Richard Fleischer. Tan solo sesenta y dos minutos de proyección. Lejos estamos, pues, de los excesos temporales a que nos tienen acostumbrados algunos directores actuales. Pero en estos sesenta y dos minutos Fleischer consigue explicar perfectamente su historia, sin dejarse nada en el tintero y sin que en ningún momento decaiga la tensión ni el interés de la narración, antes al contrario.
La historia es lineal: no hay el más mínimo meandro narrativo ni se siembran dudas en el espectador sobre la catadura de los diversos personajes (no hay tiempo para ello), pero con un director como Fleischer al timón de la película, ni falta que hace.
El asunto es el siguiente: Mike Carter es un conflictivo detective de la brigada de homicidios. Cuenta con un rico historial de desencuentros con el teniente que es su jefe, y, claro, cuando éste aparece asesinado, no debe de sorprender que se convierta en la clásica figura del falso culpable. Ayudado por su novia, secretaria en el mismo departamento de policía, debe deshacer el enredo antes de que lo detengan por asesinato.
Bodyguard cuenta con la deliciosa Priscilla Lane en el papel de protagonista femenina. La hemos visto anteriormente, por ejemplo, dando la réplica a Cary Grant en “Arsénico por compasión”, 1944, de Frank Capra o, un par de años antes, en “Sabotaje”, de Alfred Hitchcock. Aquí cumple con su papel a la perfección, y es una lástima que fuera ésta su última película, ya que se retiró de la escena, supongo que para encargarse de los cuatro hijos que tuvo con su marido. También podrían haber contratado a una niñera...
Lawrence Tierney es Mike Carter. Menos conocido por estos pagos que en el mercado norteamericano, es un legendario “duro” de Hollywood, tanto dentro como fuera de la pantalla. Su historial incluye algunas de esas peleas morrocotudas en los bares del país que tanto parecen gustar al pueblo americano. Lo hemos visto en películas como por ejemplo “Nacido para matar”, de Robert Wise, y a sus 73 años Tarantino lo llamó para el papel de Joe Cabot en su “Reservoir Dogs”.
Toribio Tarifa
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3
9 de marzo de 2013
17 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para empezar, y tómese esto como síntoma de lo que seguirá, una de las cosas que más me ha llamado la atención de esta película ha sido la falta de higiene capilar de su protagonista, el actor Mads Mikkelsen. Creo que la última vez que se lavó la cabeza sería probablemente durante el rodaje de su anterior película Move on o a lo peor la cosa incluso podría remontarse hasta su papel de Rochefort en una versión de “Los tres mosqueteros” que rodó el año 2011. Ya sé que interpreta a un simple médico, es decir, a un plebeyo, y que éstos no solían seguir los dictados de la moda cortesana, pero me resulta chocante que tengamos que pensar en que esta suciedad del pelo se haya buscado intencionadamente como elemento distintivo entre clases sociales.
En segundo lugar, yo castigaría severamente con el desempeño de un duro trabajo social a aquellos directores que sin una justificación muy evidente sobrepasaran los clásicos 90 minutos en el metraje de sus películas. “Un asunto real” alcanza los 137. Y, desde mi punto de vista, nada en la película autoriza semejante desmesura.
“Un asunto real” trata de mostrarnos los avatares del tránsito de la Dinamarca feudal a la Dinamarca Ilustrada. La revolución del 89 está próxima y Europa hierve en ideas prohibidas. El tema no es baladí. La lástima es que todo se queda en pura ilustración, y acéptese buenamente el juego de palabras. Sobre una novela de Bodil Steensen-Leth se ha creado un guión que lamentablemente carece de alma. Lleva a pensar en aquellas ediciones de novelas juveniles que alternaban las páginas de texto con las de viñetas como forma de aliviar el esfuerzo del lector. Además, Dinamarca es un hermoso país, de verdes extensiones y enormes árboles, y verdaderamente las imágenes de la película son espléndidas, pero sobre el interesantísimo asunto de que quiere tratar la película - el tránsito entre dos épocas – nos hemos de quedar simplemente con la estricta enumeración de las novedades legislativas que los seguidores de la Ilustración pretenden imponer. Se aprende mucho más sobre esta cuestión de una película como “Ridicule” (1996, Patrice Leconte), con muchas menos pretensiones, que de este asunto real que acaba aburriendo y haciendo que el espectador ansíe la aparición en pantalla de la palabra “Fin”.
Toribio Tarifa
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