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Críticas de el pastor de la polvorosa
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Críticas 141
Críticas ordenadas por utilidad
9
24 de julio de 2013
20 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
El nacimiento de una nación marca el inicio del cine-novela en Hollywood; aunque la novela, en especial la folletinesca, tendrá su equivalente visual más logrado en los seriales televisivos, Griffith logra, en mucho menos tiempo, evocar su ambición y complejidad.

Los hallazgos técnicos en que se fundamenta la narrativa clásica del cine no fueron descubiertos aquí, y el propio Griffith rodó antes muchos cortometrajes en los que experimentó con el montaje paralelo, el uso dramático del primer plano, los travellings que siguen a los personajes, etc.: pero en El nacimiento de una nación todos esos recursos se juntan para dar vida a una gran obra épica, lírica y política, que demuestra por sí misma todas las posibilidades del joven arte.

El nacimiento de una nación se estructura en dos partes: la primera narra la guerra civil americana a través de la relación entre dos familias, una del Norte y otra del Sur, y concluye con el asesinato de Lincoln: resulta magistral su evocación del viejo Sur (un tiempo remoto que se refleja en una obra que ahora nos resulta igualmente remota), su potente discurso antibelicista, la precisión de los detalles con que se nos muestran tanto los acontecimientos de la gran Historia como las historias mínimas de los anónimos protagonistas. Griffith parece tener el don de la imaginación concreta: es como si hubiera sido testigo de todos los hechos que muestra y luego fuera capaz de recrearlos con la intensidad de lo verdadero. Como ejemplo, valga la escena de la vuelta a casa del coronel superviviente de la guerra, que se cierra con una mano que sale de la puerta y se apoya en su hombro.

La película conserva su perfume tenue de otra época: muchas imágenes guardan un aire de familia con la fotografía victoriana de Julia Margaret Cameron (que comparte apellido, curiosamente, con la familia sureña protagonista). En otros momentos, ya en la segunda parte, encontramos ecos (quizá no deliberados) de otras artes: evocaciones perversas de Botticelli (Mae Marsh corriendo por el bosque perseguida por el negro Gus recuerda el primer cuadro de la historia de Nastagio degli Onesti), o de Miguel Ángel (el herrero blanco que va en busca de Gus a la cantina tiene un gesto como el de David antes de atacar a Goliat).

La segunda parte describe la aniquilación del Sur en la postguerra, con una visión maniquea y abiertamente racista, que concluye con la glorificación del Klu Klux Klan. Las imágenes no son menos bellas o intensas, pero esta parte de la película nos plantea un dilema moral como espectadores (especialmente agudo en Estados Unidos); y también un dilema estético.

La novela moderna, como género, va más allá del ejercicio narrativo para convertirse en una exploración moral de la realidad; por tanto, en esta película (al ser la novela su modelo inspirador) la ética forma parte de la estética. Su debilidad no consiste en que el autor fuera un canalla, o en que se equivocara de bando, sino en el hecho de que se conforme con una explicación tan simplista de la realidad, que nos trate de colocar una solución mágica imposible.

La película plantea, en esta segunda parte, un problema político sin solución: el de los oprimidos que, tras su liberación, se convierten en opresores; y confronta a los políticos con las consecuencias de sus decisiones. Es instructivo comparar la visión de Griffith con la de otro artista contemporáneo, J.M. Coetzee, que en su novela Desgracia pinta un panorama análogo en la Sudáfrica posterior al apartheid. Coetzee escribe desde la ética y no cae en prejuicios y simplificaciones; tampoco en el sensacionalismo, a pesar de que saca a la luz todo aquello que Griffith evita mostrar, o no se atreve a imaginar.

Toda obra de arte va más allá de las intenciones de su autor y El nacimiento de una nación apunta cosas que seguramente Griffith no planeó: por ejemplo, que las mujeres no eran víctimas de los negros depravados sino de una moral que las empujaba a morir antes que ser tocadas fuera del matrimonio, y que las encerraba en una endogamia casi incestuosa (cfr. la relación del personaje de Mae Marsh con su hermano cuando se entera de que ha roto con su novia). El máximo horror que puede concebirse en el mundo que refleja la película es que un negro viole a una virgen blanca (la sutil Lillian Gish; la alocada Mae Marsh, que se hermana con la ardilla en la escena en que, como en las coplas populares, va por agua a la fuente; la oscura y digna Miriam Cooper, que parece una vestal antigua encerrada entre las columnas jónicas de su mansión sureña, una triste Penélope que da largas a su pretendiente del Norte mientras teje los mantos del Klan).

También nos muestra que el nacimiento de los Estados Unidos va unido al enfrentamiento étnico; y que el cine, pese a las apariencias, no es un espectáculo inocente, sino que sostiene, desde su nacimiento, los valores y privilegios de la clase social a la que se dirige.
el pastor de la polvorosa
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10
9 de enero de 2015
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dave: - ¿Te ha gustado? (...)
Ginnie: - Sí, me ha gustado muchísimo (...)
Dave: - Pero, ¿qué es lo que te ha gustado?
Ginnie: - Todo.
Dave: - ¿Por ejemplo?
Ginnie: - Los personajes.
Dave: - Bien, pero ¿qué personaje?
Ginnie: - Todos.

Si uno fuera capaz de un amor tan puro como el de Ginnie, el personaje interpretado en la película por Shirley MacLaine, aquí terminaría esta reseña. Espero no invocar la confusión mental de su contrafigura, la intelectual Gwen French (Martha Hyer), si añado algún comentario más.

Como un torrente es, en primer lugar, un retrato detallista y cruel de una sociedad hipócrita, en la que las pequeñas virtudes, y la ocultación de los vicios, han reemplazado a la verdadera moral. También es testimonio de una época en la que el cine americano tenía aún capacidad de autocrítica: temas como la posición de la mujer, la represión sexual y el cultivo de las apariencias se abordan aquí con tremenda claridad.

El protagonista Dave Hirsh, interpretado por Frank Sinatra, vuelve después de la Segunda Guerra Mundial a su ciudad de provincias en el medio Oeste, Parkman: desengañado, alcohólico y sincero, su irrupción pone en cuestión la vida de escaparate, envuelta en las columnas jónicas de su mansión y en el ambiente autosatisfecho del club de la alta sociedad que frecuentan, de su hermano rico Frank (Arthur Kennedy), su mujer Agnes (Leora Dana) y su hija Dawn (Betty Lou Keim), así como el amigo de la familia, el profesor French (Larry Gates) y su hija Gwen; y también la vida cómoda y agridulce, tan autocomplaciente como autodestructiva, envuelta en humo, naipes y alcohol, del tahúr Bama (Dean Martin). Para todos ellos, su llegada recuerda a la del misterioso “ángel” interpretado por Terence Stamp en Teorema de Pasolini (1968).

En medio de este mundo cerrado, banal y masculino, el verdadero ángel no es Dave, sino Ginnie: el único personaje que ve claro desde el principio porque es capaz de amar sin comprender, sin tenerlo todo controlado.

Como un torrente no se reduce a la crítica social: es también un torrente de emociones, y resulta imposible no emocionarse en escenas como la de la seducción de Gwen en el cenador (cuando ella se suelta literalmente el pelo, que lleva siempre recogido en un peinado muy similar al de Dawn, la sobrina idealizada de Dave); la de la conversación de Ginnie y Gwen en el instituto, que contrapone dos formas de amor y, por extensión, dos modos de vida; y toda la escena posterior que transcurre en la casa de Bama, en la que Dave cambia repentinamente su forma de mirar a Ginnie.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
el pastor de la polvorosa
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Gente del Pó (C)
CortometrajeDocumental
Italia1947
6,4
464
Documental
8
2 de septiembre de 2013
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas veces la obra de un cineasta es tan coherente: aquí, en este documental de juventud que dura diez minutos, está ya toda la obra de Antonioni. Ninguna imagen es casual o meramente informativa; la película revela, ante todo, una mirada única (que nada tiene que ver con la de un periodista o la de un curioso).

La coherencia alcanza incluso a su prehistoria como crítico: años antes de realizar la película, Antonioni publicó un artículo titulado “Para una película sobre el río Po” (que puede leerse en un librito de Carlo di Carlo “Michelangelo Antonioni, documentalista”, editado por Zinebi), en el que escribió: “nos gustaría una película que tuviera como protagonista al Po, y en la que no fuese el folclore, es decir, un amasijo de elementos exteriores y decorativos, lo que provocase el interés, sino el espíritu (…)”.

Como ocurre siempre con Antonioni (aunque en obras posteriores las ramas narrativas puedan a veces ocultar lo esencial), la única descripción que puede dar cuenta de la película es la de sus imágenes: planos que muestran figuras reencuadradas por una puerta o una ventana, o por unos juncos a la orilla del río; otros que siguen el movimiento de una primera figura y que enlazan con el movimiento, en otra dirección, de una segunda (ya sea un cargador y una gabarra, o una mujer que entra en una farmacia y otra mujer que sale, como en una sutil coreografía); insertos abstractos o grandes vacíos en los primeros planos; marcadas geometrías de líneas y superficies planas.

Las sutiles repeticiones expresan el aburrimiento de unas vidas siempre iguales, en el que insiste el texto. El viaje es ilusorio, puesto que sólo conduce al vacío del Adriático, con sus cielos lavados y sus mareas meteorológicas que inundan la tierra de aguas grises. Antonioni encuentra en el delta del Po la misma desolación que hallará más tarde en los paisajes suburbanos de la Italia renacida de las cenizas de la guerra y el subdesarrollo; descubre en los marinos del río un aburrimiento paralelo al que retratará en los burgueses alienados de los años 60.

Antonioni es como un pintor cuyo tema único es el paisaje poblado por algunas figuras humanas; un paisaje recreado como una especie de arquitectura (desde Sicilia y las islas Eolias al swinging London, del Valle de la Muerte a la China de Mao); en este caso, las riberas del Po, y la gente que está unida al río, a pesar del peligro y el sufrimiento asociados a sus ciclos naturales, con una especie de amor. La película también es un acto de amor, pero ejecutado sin ningún rastro de sentimentalismo, con una mirada hacia las personas que es la de un sociólogo antes que de un psicólogo, con la severidad de un pintor de abstracciones.
el pastor de la polvorosa
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7
31 de enero de 2013
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su tercera película Leos Carax jugó a la ruleta rusa de la gran superproducción y consiguió un sonado fracaso que arruinó su prometedora carrera. El fracaso es explicable: Los amantes del Pont-Neuf es una película romántica excéntrica e incómoda, ya que no permite la identificación de los espectadores con sus protagonistas. Estos mantienen una relación con el público parecida a la de artistas de circo o de teatro de calle, pero no aspiran a resultar simpáticos ni cercanos.

Por otra parte, la película presenta una visión hiriente y destructiva del amor: Alex, el personaje al que interpreta Denis Levant, es un ser desesperado, que trata a toda costa de apropiarse del ser amado (la escena en la que, aprovechando un desmayo de ella, le levanta el parche para ver su ojo oculto es casi una violación), y de conservar su amor por todos los medios, aun a costa de que ella quede disminuida y atrapada en una miseria que podría no estarle destinada, rotos sus restantes vínculos con el mundo; Juliette Binoche interpreta a Michèle, un ser tan frágil y desvalido que parece capaz de amar a todo aquel que se cruza en su camino para protegerla; y de ahí sus decepciones y crisis.

Algunas imágenes de la segunda escena en el albergue de indomiciliados recuerdan a Géricault, y luego, efectivamente, se nos ofrece la cita de La balsa de la medusa, en una visita clandestina al Louvre que tiene lugar más adelante. En esa visita, los personajes van en busca, en realidad, de un autorretrato de Rembrandt, en el que este fue capaz de verse, y representarse, como alguien ajeno, desde fuera, sin ninguna piedad ni subterfugio. Esta referencia puede hacer pensar que también es este el objetivo al que apunta Carax en su película: retratarse a sí mismo (o a una parte de sí mismo) sin piedad ni subterfugios; y ello no sólo a través del personaje de Alex, sino también del de Michèle.

Estas referencias nos recuerdan también el sentido pictórico en la puesta en escena: cineasta del movimiento, Leos Carax crea imágenes llenas de dramatismo, de diagonales, de contrastes extremos y contraluces, o recurre a objetivos largos que permiten aislar los rostros de los protagonistas ante luces o manchas desenfocadas. Podría decirse que el autor no se permite ninguna imagen que sea simplemente funcional para el desarrollo de la narración; es esta, si acaso, la que tiene un carácter funcional, como en un espectáculo de circo o de teatro de calle.

El uso de la música revela una pasión casi tan grande como la de las imágenes: la antigua relación del personaje de Binoche con un violonchelista es evocada a través de dos fragmentos de la sonata para violonchelo solo de Kodaly que se repiten obsesivamente, y que marcan desde el inicio el tono de la película con su lirismo encrespado y su estilización de lo popular; más adelante el personaje paterno al que interpreta Klaus- Michael Grüber (destacado director de escena de teatro y ópera) canta “Me he apartado del mundo” de Mahler mientras los protagonistas se declaran su amor en clave.

Desbordante y convulsa, espectacular y lunática, Los amantes del Pont Neuf añade un cierto manierismo, propio de quien domina el oficio, a la poética (ya de por sí manierista) de su autor. Esto, en mi opinión, le hace perder parte de la fuerza de sus dos primeras películas: la repetición, más mecánica y mucho menos inspirada, de la escena del baile-carrera al son de la música de David Bowie de Mala sangre, es una muestra de ello.

Decía que Leos Carax se autorretrata como Alex pero también como Michèle. Perder la visión para un pintor, como perder la mano para un artista de circo, es enmudecer: Los amantes del Pont-Neuf supuso, en cierto modo, el suicidio (en un sentido industrial) de su autor (algo que aparece evocado en un episodio de su última película, Holy motors): como si pretendiera ser un moderno Rimbaud que, después de haber hecho a los veintitantos años las películas más brillantes de su generación, desafiara a los burócratas del dinero para llegar a ser más rico y poderoso que ellos, o si no callar.
el pastor de la polvorosa
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9
2 de noviembre de 2012
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Persona es una obra abierta (Umberto Eco) característica del arte de los años 60. Debemos ser conscientes de esto para no enfrentarnos a ella como un enigma que debamos descifrar, ya que es, por planteamiento, indescifrable. Bergman nos oculta sus claves como una forma de apertura, para que cada espectador pueda completar la película a su manera, sabiendo que toda interpretación es incierta.

Roland Barthes afirmó que la obra debe ser abierta para no morir. Creo que viene aquí a propósito una cita de Enrique Vila-Matas que desarrolla y amplía esta idea: “La verdad es que no entender nada me ha resultado siempre, como lector, extraordinariamente creativo, estimulante, alegre, y más bien alejado de todo drama. Esto no debe parecernos extraño. Después de todo, un clásico, por ejemplo, es simplemente un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Entenderlo todo puede ser el fin de la aventura, mientras que no entender nada es la puerta que se abre. Entre nosotros se halla muy arraigado, en cambio, el drama de no entender. De todos los países de la tierra somos el más obsesionado por esta cuestión. (...) Tenemos una cierta fijación en la idea carpetovetónica de que, aunque nos cueste mucho, debemos entenderlo todo.”

Teniendo esto en cuenta, y tal vez aquejado yo mismo de este mal nacional, me contradigo proponiendo algunas claves interpretativas y otras observaciones:

- El prólogo nos muestra, como mensajes subliminales instantáneos, algunos elementos que, en la película que está dentro de la película, permanecen más o menos implícitos: el sexo, la muerte, la religión como sacrificio, la radical tosquedad del arte como lenguaje.

- Si no tuviéramos en cuenta las piezas que no encajan, la trama principal podría consistir en un drama psicológico burgués sobre dos mujeres unidas por una herida común, la necesidad de amputar su condición de madres para poder llegar a ser las mujeres que desean ser: la experiencia de un aborto, en el caso de Alma, y del desamor por su hijo, en el caso de Elisabet (representados quizá ambos por ese niño de gafas que también puede ser contrafigura del director y/o del espectador, y que, en el prólogo, se levanta de su camilla en el depósito de cadáveres y despierta la película que está dentro de la película, tocando la pantalla del cine en la que surge el rostro desenfocado, extrañamente parecido, de las dos actrices).

- Recordemos también que la crisis que desemboca en la mudez de Elisabet se produce cuando interpreta a Electra, personaje que renuncia a ser madre para conseguir dar muerte a su madre.

- Junto a su drama íntimo, el silencio de Elisabet también se asocia en la película como reacción a un drama más amplio: el que evocan el bonzo que se inmola en Vietnam o los niños judíos de rostro casi desenfocado amenazados por soldados nazis en una vieja foto del ghetto de Varsovia.

- La estructura de la película se inspira, sin confesarlo, en una breve pieza de cámara de Strindberg titulada “La más fuerte”, que leí en una antigua edición de Bruguera hace muchos, muchos años (de hecho, antes de poder ver la película: porque sí, queridos niños, hubo una época en que Persona no estaba disponible en Youtube, y uno podía leer sobre ella, desearla, pero no verla; y esta dificultad de acceso también condicionaba la apreciación de una película, comprobar en qué medida la cosa real soportaba las expectativas que durante tanto tiempo uno había depositado en la cosa imaginada). Volviendo a Strindberg, su obra está protagonizada por dos actrices (X e Y), una que habla y otra que calla.

- En Persona hay dos niveles de silencio: el silencio de Elisabet, de raíz existencial, y el de Bergman, que tiene también quizás un sesgo metafísico (interpretando que las escenas de slapstick y dibujos animados del prólogo y el entreacto aluden a la falta de conexión del lenguaje con la verdad de la existencia): este silencio nos remite a la Carta de Lord Chandos de Hugo von Hofmannsthal (quien, por cierto, es también autor del libreto de Elektra de Richard Strauss, moderna adaptación del mito): a Chandos las palabras abstractas se le “deshacían en la lengua como hongos podridos” mientras que, por el contrario, se le presentaban con mayor fuerza “cualquier criatura, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano atrofiado, unas roderas serpenteando por una colina, una piedra cubierta de musgo”. Quizá Bergman se refugia en esa forma de silencio que es el enigma, consciente de que su capacidad de invención verbal resulta muy inferior a la fuerza ascética de sus imágenes, la dureza con que escruta los rostros hasta mostrar los poros de la piel, utilizando la luz como el buril de un escultor.

- Corrijo lo que escribí sobre el carácter implícito del sexo en la parte principal de la película, que contiene una de las escenas eróticas más potentes que recuerdo en el cine: es el relato que hace Bibi Andersson de una experiencia en una playa con otra mujer y dos chicos muy jóvenes. No hace falta mostrar nada, basta el rostro y la voz de una actriz que cuenta, el rostro de otra que escucha, para expresar el deseo.

- La mención del deseo nos lleva a Liv Ullmann, descubierta por Bergman en esta película: la pasión bien visible del director por su actriz nos recuerda a la de Sternberg por Marlene Dietrich, la de Godard por Anna Karina, y explica en parte la fascinación que desprende Persona, esa sensación de que está rodada como en estado de gracia.
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