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España España · Miranda de Ebro
Críticas de Cocalisa
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Críticas 32
Críticas ordenadas por utilidad
8
7 de febrero de 2009
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Michel Gondry ofrece con Rebobine por favor (2008) un precioso regalo a, creo, todo tipo de cinéfilos. O, al menos, a quienes no deja de emocionar la capacidad que el cine tiene para alimentar nuestros sueños, para construir historias, para instruirnos. Y, al tiempo, a quienes buscan lenguajes nuevos, libres, originales; aunque éstos últimos adopten, como aquí, una apariencia extremadamente desaliñada.
No es casual que reiteradamente se haya calificado al realizador francés como el “Méliès del siglo XX”: como en el caso de su compatriota, el cine de Gondry está caracterizado por la imaginación, la creatividad, la utilización de recursos de apariencia, y muy probablemente sustancia, artesanal. Alimenta también sus trabajos, como el ya lejano precursor del cine de fantasía, de lirismo y nostalgia. Recursos todos ellos generosamente derrochados en su faceta de autor de videoclips (para intérpretes tan diversos como Björk, Radiohead, The Chemical Brothers, Kylie Minogue o Rolling Stones), anuncios comerciales (como el realizado para Levi´s, ganador del León de Oro publicitario en Cannes, en 1994), o largometrajes -Human Nature (2002), ¡Olvídate de mí! (2004), La ciencia del sueño (2006)...-.
Rebobine por favor presenta, sin embargo, un matiz diferenciador: no se limita a proyectar luz sobre el placer de crear, ¡invita expresamente a hacerlo!. Y con un resultado envidiable, por otra parte : basta consultar en YouTube el término “sweded” (esto es, “suecada”, como las versiones gloriosamente cutres que Jerry y Mike, los protagonistas de Rebobine..., se ven forzados a perpetrar de títulos clásicos del cine comercial) para comprobar hasta qué punto se han multiplicado los aficionados a hacer remakes, a menudo divertidísimos, de películas tan taquilleras como Jurassic Park, Back to the Future, Titanic, Kill Bill o Forest Gump.
No les desvelaré otras pistas. Me limito a apuntarles que Jack Black y Mos Def -acertados en sus respectivas interpretaciones, que comparten con Danny Glover y con los autoparódicos cameos de Mia Farrow y Sigourney Weaver- se atreven a “reinventar” todos los géneros en su agitada cruzada para salvar el decrépito videoclub de su patrón y amigo.
¿Coincidirán conmigo en que el espíritu de Frank Capra -y, más en concreto, de Qué bello es vivir- sobrevuela esta memorable película de Gondry, especialmente en su final maravilloso que justifica el juicio del crítico Alberto Bermejo, quien califica a Rebobine... como “una de las más bellas declaraciones de amor al cine de todos los tiempos”?.
Cocalisa
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Grizzly Man
Documental
Estados Unidos2005
7,2
9.461
Documental, Intervenciones de: Timothy Treadwell
7
20 de julio de 2007
8 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Grizzly Man, la alucinante aproximación a una existencia -la del aventurero autodidacta Timothy Treadwell- paralelamente alucinada, obtuvo a lo largo de 2005, entre otros muchos reconocimientos, el Premio Alfred Sloan en el Festival de Sundance y el Premio al Mejor Documental de la Asociación Nacional de Críticos de USA. Su narrador y director, el alemán Werner Herzog, encontró en el experto en osos grizzly Treadwell un ejemplo perfecto del ser poseido, devorado por una pasión desorbitada, profundamente conmovedor y terrible a un tiempo en su desequilibrio. Como otros grandes protagonistas de su filmografía -Lope, en Aguirre, la cólera de Dios (1972), Fitzcarraldo (1982) o Francisco Manoel da Silva en Cobra Verde (1987)- Treadwell sostiene un pulso cósmico con la naturaleza, establece su propia medida oponiéndola a dificultades que al resto de mortales se antojan insalvables. Su temeridad parece responder a ratos a una suerte de heroísmo inmune al temor y a ratos a algún tipo de alteración mental de primer orden. ¿No es esa, después de todo, la esencia de algunas de las grandes aventuras equinocciales, como las retratadas por Sender o Chatwin en los relatos que alimentaron dos de las ficciones del animador del Joven Cine Alemán y responsable a su vez de algunos de los rodajes más intensos de la filmografía de las últimas tres décadas?.
Tal vez aquello que viene a diferenciar a las criaturas de Herzog de algunas de las figuras aupadas por la historia es su incapacidad final para vencer esa atracción que sobre sus días y obras ejerce el abismo. Unas y otras -y la de Timothy Treadwell no es una excepción- parecen huir de sus fantasmas personales galopando sin freno hacia una meta tan grandiosa como inalcanzable : levantarse contra el rey construyendo un Imperio particular, edificar un inmenso teatro de la ópera en plena selva para que el mítico Caruso acerque a Verdi a los nativos, establecer un pacto de igual a igual con el instinto bruto de los enormes plantígrados de Alaska... Poco importa, en fin, la variante del fracaso; lo esencial es que éste venga a aliviar el dolor anidado en almas bipolares, aunque la avalancha final arrastre a los seres más próximos a nuestros extenuados y extenuantes héroes.
¿Cabía esperar, con tales apetencias, que fuera otro que Klaus Kinski el protagonista casi omnipresente de su cine y, como viene a documentarse en Mi enemigo íntimo (1999), de su propia existencia, que inspiró y atormentó a partes iguales desde que se conocieron, apenas adolescente Werner, en los años 50?, ¿cabía esperar que fuera Herzog a desatender una biografía, la del contumaz naturalista, tan desaforada como la del también desaparecido Klaus?.
Cocalisa
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9
26 de mayo de 2011
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una aldeana añosa, robusta, embutida en un vestido negro fruncido por un sencillo broche, posa junto a un lienzo ocupado por un gran ramo de flores. Sujeta una paleta y un pincel. Su gesto destila ausencia, como si ignorase la presencia de quien está captando uno de sus escasísimos retratos. Alza el mentón y entrecierra los ojos, obstinadamente ajena a las indicaciones de la fotógrafa, quien le ha reclamado que se concentrara en el objetivo. “No, no -ha respondido-, tengo que levantar mi mirada. Mi inspiración viene de arriba”.
La anécdota -cuidadosamente reproducida por Martin Provost en Séraphine, su largometraje biográfico sobre Séraphine Louis, o de Senlis- resume magistralmente la existencia de la pintora naïf, descubierta por el coleccionista alemán Wilhelm Unde. Una vida difícil, marcada por la tempranísima muerte de sus padres: la de su madre, cuando apenas había cumplido doce meses; la de su padre, seis años después. Marcada por una extrema pobreza que la forzó a trabajar desde niña como pastora y, más tarde, como limpiadora en distintas casas de Senlis, localidad del Oise, al norte de París, de la que sólo saldría para ser internada en un manicomio, antesala de una fosa común.
Un universo tenebroso en el que aquella mujer, esquiva como un animal herido, acertó a producir cuadros de una belleza inquietante, luminosa, brutal. Plantas, flores, ramajes poblados de hojas a veces adornadas con plumas extremadamente sutiles, a veces concupiscentes, amenazadoramente carnosas como especies carnívoras que vigilaran a quien las observa. Hojas entrelazadas con hojas, creando un movimiento continuo, astral, un torbellino palpitante y refulgente, reflejo del éxtasis espiritual en el que transcurrían las noches insomnes de aquel ser guiado por ángeles exigentes.
Un mundo vegetal construido con pinturas amasadas en un proceso secreto, alquímico, del que nunca reveló las fórmulas. Trazado a menudo con las yemas de los dedos, como si el uso de los pinceles viniera a establecer una distancia excesiva en el proceso liberador de la obra.
Una biografía como la apuntada podría haberse traducido en un filme excesivo, como el que Minnelli dedicó a Van Gogh. Provost, por el contrario, compone en Séraphine una aproximación calma, sensible, al personaje. Secuencias trazadas sin urgencia alguna se recrean, teñidas en tonos pasteles, en la descripción de los objetos, los paisajes, las costumbres de sus pobladores, como en un ejercicio de catalogación etnográfica. La intensidad de las vidas de Wilhelm Unde -uno de los impulsores del fauvismo, el cubismo o el arte primitivista-, de su amante Helmut Kolle, de su hermana Anne Marie, autora de la fotografía a la que me refería al inicio de este apunte, o de la propia pintora, se remansa en los tonos armónicos que habitan buena parte de los planos de la película. Aquí, el director huye de cualquier atisbo de artificio, atento a la interpretación portentosa de una gigantesca Yolande Moreau.
Cocalisa
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9
21 de julio de 2007
9 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
La Historia de la Humanidad -la Historia con mayúscula- la escriben los Faraones. O Julio César, o Napoleón, depende. Lo recordaba, con notable eficacia didáctica, Brecht en su poema a los constructores de civilizaciones. Sólo que -como reivindican los defensores de la microhistoria, las personas “de a pie” que defienden la aportación de sus semejantes al avance de las sociedades- la aventura humana es infinitamente más rica y compleja que la reducción a la que nos tienen acostumbrados sus relatores. Faraones, sí, ordenando levantar pirámides; pero, ¿quien daba el agua a los camellos que arrastraron las moles de piedra?.
Esta es, entre otras, una de las sugerencias de esta magnífica, deliciosa producción australiana, dirigida en 2.000 por Rob Sitch con el título original de “The Dish”. “La Luna en directo” -narración de un aspecto desconocido de la llegada del hombre a la superficie lunar, en julio de 1969, a bordo del Apolo XI- conecta, en este sentido, con la tradición del teatro clásico español, en el que una subtrama de personajes secundarios ofrece el contrapunto a las andanzas de las “primeras figuras”, mostrándolas desde una perspectiva más inmediata al espectador, a menudo más matizada y “radicalmente humana”.
Así, el film nos describe el papel que determinadas circunstancias iban a reservar a una minúscula población australiana, Parks, en la difusión de aquel logro tecnológico y sociopolítico de magnitud global a cientos de millones de boquiabiertos espectadores. De paso, y con la aparente sencillez que caracteriza buena parte del mejor cine de nuestras antípodas, nos habla de las limitaciones, sueños, deseos, voluntad de superación y ambiciones de sus lugareños, a quienes se encargaba una misión que, conforme a todas las apariencias, parecía venirles extremadamente grande.
El enorme acierto de Sitch consiste en haber sabido acercarse con todo el humor, y el amor, del mundo a esos personajes agobiados por una responsabilidad entreverada con un mal disimulado orgullo localista. Como resultado, una de las más divertidas y entrañables comedias de los últimos años, subrayada por la acertadísima actuación de sus intérpretes, impagables en sus matices. Toda una fiesta.
Cocalisa
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8
14 de enero de 2016
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Alzando una bandera sobre el Reichstag”, la histórica fotografía del reportero Yeugeni Khaldei, vino a simbolizar la caída de la Alemania nazi. ¿Recuerdan?: un soldado ruso hace ondear el 2 de mayo de 1945 la enseña roja encaramado en una de las urnas que adornaban el alero del antiguo Parlamento, mientras otro le ayuda a mantener un equilibrio precario aferrándole una pierna. Al fondo, dos columnas de humo sobre un horizonte de edificios destruidos dramatizan ejemplarmente la toma de Berlín.
Poco importaba que se tratase de la recreación de un acto de temeridad ejecutado dos días atrás bajo la amenaza de los francotiradores, que se siga discutiendo sobre la auténtica identidad del virtual suicida que escaló el tejado en la noche del 30 de abril, que se manipulase la toma para borrar uno de los dos relojes, muestra palpable de pillaje, que portaba en sus muñecas el segundo combatiente, o que las espesas humaredas fueran en realidad un fotomontaje ciertamente efectista… Claro que los soviéticos no detentaban la exclusividad en materia de creación de imágenes icónicas: el norteamericano Joe Rosenthal había cedido a similar tentación meses antes en su “Alzando la bandera en Iwo Jima”, culminación estelar de la Batalla del Pacífico que le reportaría un Premio Pulitzer.
No es casual que el director sueco de padre chileno Daniel Espinosa inicie prácticamente El niño 44 (2015) con la reconstrucción de aquella “sesión” en el Reichstag. Autor de thrillers como Dinero fácil (2010) o El invitado (2012), el realizador logra una potente descripción del asfixiante universo implantado por Iósif Stalin, un presunto edén en la tierra regido por la torsión sistemática de la realidad, por la extensión de un clima de sospecha generalizada, por el terror policial, la brutalidad y la coacción más arbitrarias.
Ese es el paisaje en que Espinosa coloca a sus personajes, espléndidamente representados por actores de carácter como Tom Hardy, Noomi Rapace, Gary Oldman o Vincent Cassel. El ecosistema sombrío en que Tom Rob Smith, autor de la novela homónima en que se basa la película, sitúa a Vladimir Malevich, trasunto de Andréi Chikatilo, “El Carnicero de Rostov”, calificado como el más cruento asesino en serie de la Unión Soviética. Autor confeso de 56 crímenes cometidos entre 1978 y 1990, fue detenido en noviembre de este último año.
En su libérrima recreación de aquella carrera sanguinaria, el escritor data la acción en 1953, año precisamente en que murió Stalin; el clima opresivo, el declive moral permanecen sin mostrar fisura alguna. El ideario del dictador –“el crimen es una enfermedad estrictamente capitalista”- dificulta sobremanera la investigación de aquel rastro mortal. La obsesiva caza emprendida por Leo Demidov, antiguo héroe de guerra y concienzudo agente defenestrado de la MGB (Policía Secreta del Estado, más tarde rebautizada como KGB), al que da vida con su talento habitual Hardy, sirve para desenmascarar la vileza de aquella etapa. Y ello, con independencia de que –como en el caso de las fotos de Khaldei y Rosenthal- novelista, guionista y director adapten la realidad a la más eficaz emisión de su mensaje. De hecho, la captura del auténtico Chikatilo, lograda casi cuatro décadas más tarde, fue fruto de un masivo esfuerzo policial y, como en tantas otras ocasiones, de la actuación rutinaria de un agente, el sargento Igor Rybakov.
Cocalisa
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