Con estilizada realización, Almodóvar acomete un proyecto que termina estancándose por su indefinición y un desapasionamiento que sólo algún que otro diálogo intenta reanimar. Cuando la historia se tensa uno se prepara para recibir dosis de drama demoledor, algunos aspectos oscuros dejan entrever la posibilidad del suspense, pero por desgracia nada de ello precipita.

Entre la recurrente imagen de corazones, coloristas decorados y personajes de relleno que alejan el foco de los más interesantes, queda finalmente una sensación de futilidad tal, que lo único plenamente certero es el propio y postrero autohomenaje, con Carmen Machi y Penélope Cruz rememeorando el que aún hoy sigue siendo uno de sus mejores e impagables trabajos.

Aunque nunca está de más recordar hechos abominables el tema parecía ya más que tratado, pero la historia de El lector tiene interés por muchas razones.

No es lo que parece cuando se presenta en esa atracción (o necesidad) de dos personas tan diferentes, tampoco se contradice con lo que después pasa, haciendo vivir con fuerza sentimientos encontrados por alguien cuya vida ha tenido pasajes difícilmente sostenibles.

El enfoque de Daldry es nítido, dando pinceladas finas que logran un conjunto de variados niveles, pero su mejor instrumento es Kate Winslet, que se redibuja y reduce los reparos hacia el personaje conmoviendo de una forma imposible de evitar. En su creación, el rostro casi siempre permanece impasible, pero cuando la cámara enmarca sus ojos éstos parecen gritar todo el tormento que pueda sufrir un ser humano y, con ello, nos recuerdan un pasado aterrador en el cual muchos otros ojos reflejaron dolor hasta cerrarse, mientras otros tantos miraban hacia otro lado.

Sólido y bien contado trabajo con unos sobrados Philip Seymour Hoffman y Meryl Streep, ella haciendo de una rígida monja con aspecto de bruja implacable y dominante que dirige un colegio y él como un sacerdote jovial de ideas avanzadas.

John Patrick Stanley dirige su propia obra con cuidadoso y preciso esmero eliminando cualquier atisbo de teatralidad, utilizando muy bien las sugerencias y mostrándose tan sutil como se hacía cuando el cine no podía exhibir con franqueza temas escabrosos.

Las actuaciones son magníficas y se disfrutan momentos de gran intensidad dramática, con un texto rico en matices en el que posan cuestiones como la intransigencia, la certeza mal concebida y la intolerancia, pero con una sombreada dualidad que hace a veces pensar que las cosas puedan ser de otra manera.

La escenificación es teatral con cantos a manera de narrador, fondos pintados y cambios bruscos de iluminación enfatizando momentos. Diferente en estética a la potente versión de Imamura, la cámara se mueve cuidadosa y bellamente. La localización es una aldea pobre y tradicional donde la lucha por sobrevivir obliga a los que cumplen 70 años a ascender a una montaña para morir, el que no lo hace es despreciado y los que sí lo asumen gustosos siendo respetados.

Kinoshita expone la crudeza y miseria de la vida (ya aparece aquí la famosa automutilación) y si se muestra solemne en la escena con el consejo de ancianos a plano fijo y tenue luz, despliega humanismo en el fervor de la anciana que añora la cercana partida, o el hijo y la nuera emocionados a escondidas.

Fincher se hace su propio contrapunto en un amplio y sereno remanso acunado por músicas acariciadoras, donde un personaje singular intenta salir adelante marcado con incierta fecha de caducidad y el lastre de ser diferente.

La caracterización de Brad Pitt a lo largo del proceso es extraordinaria al igual que su evolución, haciendo éste una interpretación tan sobria como la dirección técnica, apenas nada perturba el exquisito trayecto, pero es un casi continuo anticlimax y tan dilatado, que encuentra en ello su mayor obstáculo.

No parece lógico que partiéndose de un relato corto de Scott Fitzgerald el metraje quede tan estirado, pero los guiones de Eric Roth suelen serlo y a Fincher también le gusta extenderse.

Pese a ambos, todo el recorrido final es conmovedor.