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España España · MADRID
Críticas de Laura
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Críticas 62
Críticas ordenadas por utilidad
7
20 de junio de 2018
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera película de Marine Francen, ayudante de dirección de realizadores como Oliver Assayas o Michael Haneke, nos sitúa en 1852 para contarnos las consecuencias de la represión de las tropas de Napoleón contra un pequeño pueblo de los Alpes, al que han privado de todos sus hombres, por el apoyo de éstos a la República. Las mujeres se quedan así solas sin saber si sus hombres regresarán, en un estado aletargado, pero que no está exento de una profunda sororidad. Hay una secuencia muy significativa en la que el grupo de mujeres se unen, entre el diluvio, para sujetar una larga escalera que permite a una de ellas arreglar el tejado del cobertizo. Por muchos recelos que tengan en una situación extrema las mujeres se unen para subsistir.
No obstante la película está basada en el relato L`homme semence, cuyo título es más acertado que la traducción española, y por lo tanto el catalizador de la historia va a ser la presencia masculina. En los periodos de descanso, tras la siega del trigo, las mujeres han especulado sobre la aparición de un hombre, pero la llegada repentina de Jean, un tipo que dice ser herrero, va a sacar a flote los instintos más primarios de todas esas mujeres. Por cosas del azar Violette, la protagonista de la cinta a la que da vida con una gran entereza la actriz Pauline Burlet, es la que se topa primero con Jean, lo que le da prioridad para intimar con él. Sin embargo, las mujeres habían acordado repartirse al hombre que llegase y poco tardan en reclamar su parte del pastel. No puede decirse que sea una actitud moralmente aceptable, pero las mujeres temen por la extinción del pueblo y en Jean ven la posibilidad de continuar el ciclo de la vida.
El ciclo de la vida será durante todo el metraje un motivo recurrente, a través del agua cristalina que recorre los campos con un claro simbolismo purificador, aunque en algún momento de tensión dramática llega a ensuciarse, y mediante el trigo, símbolo de ese ciclo vital (crecimiento, maduración y vuelta a la tierra) que las mujeres sienten muy profundamente. Es precisamente en las secuencias de la cosecha donde la película va a destacar, gracias a su esteticista puesta en escena que en muchos momentos recuerda una pintura naturalista.
Al mismo tiempo es muy llamativo el formato (1:33) que escoge la directora y que aunque al principio nos descoloque, finalmente consigue hacer hincapié en la tensión, la angustia y la desconexión total en la que vive este grupo de mujeres. Aunque quizás esa economía escénica contribuye a la frialdad general de la cinta que no logra traspasar la frontera de las emociones.
Laura Acosta
planoamericano.wordpress.com
Laura
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10
1 de febrero de 2018
16 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras las nominaciones a los Oscar, de hace unos días, son muchas las quinielas y las opiniones de quienes ven a una u otra cinta con opciones de triunfo. Sin embargo después de ver Call me by your name da la sensación que ninguna podrá igualar los niveles de preciosismo, sensibilidad, profundidad y valentía de la cinta de Guadagnino.
Entrando en la trama, Call me by your name se sitúa en el verano de 1983 para contarnos la historia de amor entre Elio, un joven de diecisiete años, y Oliver, el ayudante de su padre (arqueólogo). Desde un principio vamos a asistir a la fuerza del deseo y la atracción, que poco a poco se va a ir produciendo en los dos personajes. Si bien al inicio Elio se va a mostrar más indiferente y poco receptivo, ante las formas de Olivier que tilda de poco educadas y arrogantes, con el paso de los días y las excursiones que ambos emprenden, todo va a ir aclarándose. Elio va a descifrar sus emociones y Oliver va a conseguir mostrarse tal y como es, un hombre bueno y de gran corazón, muy alejado de su imagen de seductor insaciable. Para ello la pareja de enamorados pasará por varias fases, que podemos definir como atracción, frustración, consumación, felicidad al saberse correspondido, melancolía y curación. Pero en este devenir resultan muy importantes los puntos de giro del guión, siendo especialmente significativa la secuencia en la que ambos hablan sobre una imponente escultura, de una de las múltiples matanzas de La Primera Guerra Mundial.
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Laura
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8
23 de febrero de 2018
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con trece nominaciones a los Oscar, La forma del agua (Guillermo del Toro, 2017) parece posicionarse como favorita para el triunfo la noche del cuatro de marzo. Son muchos los aspectos que la convierten en la cinta perfecta para gustar al académico americano. En primer lugar, son obvias las referencias a los cuentos e historias de Disney que del Toro ha armado aquí desde una perspectiva mucho más realista y oscura. Por muy casposo que fuera el señor Disney, sus historias fueron alabadas en EE.UU y la reescritura, del director mexicano, convierten a la mezcla resultante en una apuesta casi segura. Son varias las referencias que se pueden extraer con La bella y la bestia, teniendo aquí una bella que no lo es (o no por lo menos según los cánones tradicionales) y que además sufre el mal de la mudez y la falta de oportunidades que le provocan trabajar de limpiadora en el turno de noche, de unos sofisticados laboratorios. No obstante Eliza (Sally Hawkins), al contrario que Bella, se mostrará como un ser activo que lucha en favor de los que como ella sufren la insensibilidad de los más sádicos e insatisfechos. Es lo que va a ocurrir con la criatura marina que aparece repentinamente en el laboratorio, para originar el amor de Eliza y las iras de norteamericanos que solamente quieren a la criatura para “vencer” a los soviéticos y experimentar con ella, sin importar los daños que le puedan causar. Además hay otras referencias que pueden asociarse al cuento de La Cenicienta.Por ejemplo, la puesta en escena subraya el horario de entrada a trabajar de Eliza, que según los relojes es a las doce en punto de la noche. Claro que mientras La Cenicienta debía volver a casa a esa hora, porque si no el conjuro se acababa, para Eliza la magia empieza justo en ese instante, ya que es en su lugar de trabajo donde va a tener las misiones más arriesgadas y novelescas.
Por mucho que La forma del agua esté ambientada en La guerra fría, este famoso conflicto queda en un segundo plano, ya que el protagonismo lo adquieren sus personajes y los sentimientos que cada uno experimenta. Personajes todos ellos víctimas de la discriminación e invisibilización que la sociedad les ha regalado durante toda la historia y que lamentablemente sigue produciéndose. Así tenemos como protagonista a una mujer, muda que limpia váteres. Su mejor amiga y compañera es Zelda una negra que debe sufrir la discriminación doble, por su color de piel y por parte de su marido, y el vecino y amigo de Eliza que es un homosexual entrado en años. Frente a todos ellos estaría la figura de Strickland (Michael Shannon), el vigilante de seguridad que representa la fuerza bruta y la ausencia de ternura. Fuerza y ternura van a ser dos elementos vertebradores del relato, pero también podemos encontrar una división entre la teoría, que representa Fleming (David Hewlett), el médico-espía ruso, y la práctica que simbolizan las limpiadoras. Mujeres que se olvidan de batas blancas y de observar para ayudar como pueden al que sufre, sin pensar en su DNI. Para ellas la dicotomía entre norteamericanos y soviéticos es un hecho sin relevancia. En un momento de tensión y de oscuridad, Eliza y Zelda no se dejan llevar por la psicosis colectiva y actúan con el corazón.
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Laura
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6
28 de enero de 2018
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Wonder Wheel (Woody Allen, 2017) es la película número ochenta y uno del director norteamericano y posiblemente una de sus cintas más amargas. Allen retrocede a la década de los cincuenta y nos cuenta la historia de Ginny (Kate Winslet), una mujer próxima a la cuarentena que soñó con ser actriz, pero que ahora trabaja como camarera, está casada con un hombre mayor y alcohólico y tiene un hijo pirómano. Una mujer frustrada que verá como su vida da un vuelco tras la llegada de la hija de su marido y con el inicio de una relación con el joven guardacostas y aspirante a escritor, Mickey (Justin Timberlake).
Ginny es una mujer inestable que ha tenido que renunciar a sus sueños, para centrarse en la monótona cotidianidad. En ese sentido resulta interesante la dicotomía que se crea entre la realidad y los sueños, ya que Ginny está constantemente recordando lo que pudo ser y no fue y lo que ella era y ya no es. Varias veces le relata a su hijo batallitas de cuando era una joven actriz o cuando está con Mickey son muchas las ocasiones en las que la invade la melancolía. Pero rápidamente los sueños son abordados por la realidad que representa a la perfección Humpty (James Belushi), el marido pragmático y tosco de Ginny. De esta dicotomía puede también desprenderse una honda insatisfacción. Ginny convive con la aspiración, posiblemente mentirosa, de poder aspirar a ser algo más. Una aspiración que le hace vivir anclada en el pasado y que le impide disfrutar de su presente o tener la valentía de construirse otro presente nuevo. En cada plano uno puede ver como Ginny está hastiada de su marido y de todo lo que le rodea, pero prefiere tomar una posición pasiva. Hay una secuencia en la que se queja de que siempre tiene que recoger ella la mesa, como si fuera la criada, pero al instante da marcha atrás en sus quejas. Parece que a Ginny le resulta más cómodo quejarse, sin tomar partido, en una forma de actuar que es sin duda resultado de su personalidad inestable y tendente a la bipolaridad. Pudiendo así un día verla ilusionada ante su relación con Mickey y otro acabar enfurecida por el supuesto acercamiento de éste a Carolina (Juno Temple). Ginny no es capaz de racionalizar las situaciones y se deja llevar por el torrente de emociones que le llevan incluso a gastarse quinientos dólares en un reloj para Jackie.
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Laura
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6
20 de junio de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una de sus acepciones la RAE define el dolor como “un sentimiento de pena y congoja”, pero seguramente si se preguntase a Marguerite Duras ésta podría aportar más riqueza a la definición. Sin duda, después de visionar Marguerite Duras. París 1944 (Emmanuel Finkiel, 2017) uno sale con la sensación de haber experimentado el dolor más agudo, profundo y gris del mundo. Respecto a su trama, la película está basada en la obra de la propia Marguerite Duras, El dolor, y nos cuenta la angustiosa espera que tuvo que sufrir la escritora tras la deportación de su marido, Robert Antelme, que como ella luchaba en la resistencia frente a la ocupación nazi. Es interesante como la cinta hace hincapié en el sufrimiento de aquellos que están a la espera. Personas que no sufren en primera persona la ira de los nazis, en este caso, pero que no por ello lo tienen más fácil. Muy al contrario, posiblemente Marguerite hubiera preferido ser deportada al igual que su marido. De hecho son varios los momentos en los que se odia a sí misma por estar sana y salva o por quedar en un restaurante en el que abunda la comida, cuando sabe que su marido estará pasando un sinfín de penurias.
No obstante, el dolor que sufre la protagonista es de una intensidad pocas veces vista en el cine. Eso sí, un dolor interior que solamente en las últimas secuencias de la cinta aflora desaforadamente a su rostro. A todo esto se añade la soledad del personaje, que aunque tiene muchos compañeros de batalla e incluso un amante, no encuentra una persona con la que abrirse de forma sincera. Por eso quizás Marguerite tiene esa necesidad constante de verbalizar su dolor, que el realizador decide recoger a través de una voz en off. Aunque lo más curioso es la escisión que la protagonista sufre en varias ocasiones, lo que hace aumentar la sensación de que se está presenciando un relato espectral. De alguna forma en Marguerite parece que se dan cita tanto la mujer que espera, como la que se deja llevar por la desesperación. Por otro lado, algo normal si uno para a imaginarse todo por lo que tiene que pasar esta mujer.
Al mismo tiempo merece unas líneas la relación que Marguerite establece con el nazi, responsable de la detención de su marido, ante la posibilidad de que interceda por él. En ningún momento se saben las verdaderas intenciones del policía nazi, del que sabemos poco. Ante la cámara se nos presenta como un hombre extasiado por la obra y la inteligencia de Duras, pero nosotros no podemos evitar preguntarnos si un monstruo es capaz de desarrollar algún sentimiento artístico. Por ello la ambigüedad preside toda la relación y ambos van a escindirse para así evitar que sus cartas sean descubiertas.
En cuanto al estilo, la cinta recrea bien un ambiente tenso y opresor a base de muchos tonos grises y multitud de planos cortos, en los que la actriz Melanie Thierry se luce. Sin embargo, la cinta carece de ritmo y tiene que luchar contra un metraje excesivo. Son muchas las vueltas que se dan sobre lo mismo, sin llegar a una conclusión, provocando un fuerte hastío en el espectador que su academicismo formal tampoco mitiga. La machacona voz en off resulta poética, pero extenuante, si se pretende acercar la obra de Duras al gran público. Y por mucho que su personaje femenino tenga una determinación y un interés innegable, se echan en falta alguna otra trama menor que enriquezca la historia que vista en el papel podría haber sido fascinante.
Laura Acosta
planoamericano.wordpress.com
Laura
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