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Críticas de Polimnia
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Críticas 49
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
26 de septiembre de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
No sé por qué, pero "El sur "(Víctor Erice, 1983, basada en el relato homónimo de Adelaida García Morales) me recuerda la bellísima canción de Luz Casal, "Entre mis recuerdos". Será porque las dos obras tratan la inefabilidad de la nostalgia, de una felicidad y un conocimiento ya solo abrigado en palabras y secretos cuchicheos nocturnos. La conciencia de la irrecuperabilidad del tiempo ya pasado para siempre.

Estrella (interpretada por Icíar Bollaín de mayor; y cuando niña, por Sónsoles Aranguren) descubre una mañana el péndulo de su padre, Agustín (Omero Antonutti) y en una lágrima gatopardesca desprende toda la película. La luz de El sur no es como nos promete el título, es una luz hostil, tan hialina como mentirosa y admirablemente turbia como la memoria.

"El sur" puede leerse como la historia de la protagonista, su infancia y adolescencia, pero el crecimiento siempre necesita de continuos nacimientos. El trabajo del padre queda envuelto en una brumosa niebla mágica, es zahorí, pero se atisba un misterio mayor bajo tal seriedad, la solemnidad de su cuarto lo hará perdurable. Además, parece que la hija también tiene acceso a tal dimensión cósmica, pero no Julia, la madre (Lola Cardona).

Julia y Milagros (Rafaela Aparicio) serán las encargadas de desvelar ya para siempre el dulce sueño inocente de la pequeña Estrella. La Guerra Civil Española. Una maestra republicana represaliada, relegada a ser solamente esposa y madre, aunque sabrá sublimar todos sus conocimientos en su afortunada y querida hija. Y una sirvienta, ya más familia que empleada, que presenció el natural ritual de la necesidad del hijo de derrocar la figura paterna, pero completamente polarizado por la guerra.

Aparicio, en uno de sus mejores papeles, tal y como ella admitió, resulta una abuela sustituta entrañabilísima y adorable, muchísimo más que la oficial, Rosario (Germaine Montero). En su costumbrismo castizo, Rafaela Aparicio puede que no interpretara, puede que ese personaje fuera sencillísimo para ella, pero resulta de una naturalidad y una cercanía para el espectador encomiables. Qué seríamos sin los bondadosos desconocidos que nos son mucho más afectos que los lejanos lazos sanguíneos…

¿Yo? Estrella descubre que el conocimiento total de las personas es imposible, pero, ¿es que se conoce a sí misma? Es demasiado sencillo juzgar y más en tan mañaneras edades. Su padre es otro para ella. Un hombre que abandonó su hogar, enfrentado con su padre por diferencias políticas y que decidió partir para ya nunca volver. Y abandonó a Laura (Aurore Clément), y el norte es tan frío… Tanto García Morales como Erice consiguen dotar de un magnífico simbolismo ambos polos antitéticos, aunque puedan parecer estereotipados, el norte y el sur de la península.

Estrella vive en una casa, muy hábilmente conocida como La Gaviota y más hábilmente aún presidida por una veleta, a las afueras de una población norteña. Desde pequeña le hablaron del mítico sur, ojeaba fotografías turísticas y postales ideales, y cuando la pizpireta Milagros y su abuela la visitaron para su comunión, entonces la alegría la colmó, a pesar de la resistencia inicial. Debía conocer Sevilla, la ciudad natal de su familia paterna, ¡le hacía tanto reír la esencial Milagros con su acento andaluz, con sus anécdotas, con el calor que perpetuamente desprendía…! Su vida se quebró en el norte, y el viaje al sur completaría su particular Bildungsroman. Y no importa que esta película haya quedado para siempre inacabada para Erice, y que la rumorología nos diga que nos perdimos a un titánico Fernando Fernán Gómez en el papel del abuelo paterno de Estrella. "El sur" no son las andanzas de la protagonista, y su característico final, abrupto para algunos, incluso para el director, potencia no tanto los elementos para su exégesis, sino la maraña de sentimientos que nos carcome disimuladamente.

Laura, Irene Ríos, Laura… puede que la palabra genésica sea la única poesía verdadera; y el nombre propio, la más alta creación. Irene Ríos, una Rita Hayworth de lance que nunca consigue escapar de la muerte ficcional… ¡cuánto hubiera deseado Agustín inmiscuirse en "La rosa púrpura del Cairo" (Woody Allen, 1985)! Y como la ficción construye la vida en más ocasiones de las que creemos, ver morir a Irene en "Flor en la sombra", le empujó a escribir a Laura. Puede que Agustín sospechara del fallecimiento de Laura, la guerra… pero verla, mirarla… y Estrella también lo había visto y le había mirado.

¿Dónde quedaba Julia, entonces? Al pasado nunca se debe volver y las personas que allí se quedaron, deben permanecer en tal lugar. Los juegos temporales no fueron hechos para el finito humano. Laura respondió. La misma persona, en el lugar de siempre, con la misma gente, con la misma vida. Ser Irene Ríos le reportó bien poco, viajes, compañías dudosas… la soledad y el desarraigo cordiales más absolutos. Pero ser Laura, aún fue un fracaso mayor. Y Agustín… solamente acariciar el recuerdo ya es demasiado hiriente. El olvido y la rabia por la inacción se imponen, y la melancolía por lo que no será. Pero detrás de todas esas defensas… el frío norteño es inevitable de madrugada, aunque seas mayor. Y la cobardía ahogante.

A trompazos y trompicones el amor se le presenta a la adolescente Estrella y su desconocido padre quiere volver a entrar en su vida. Irene Ríos solamente era una actriz de cine, una curiosidad pasajera, y la chica tiene prisa, es buena estudiante y no quiere faltar a clase. Es joven, está biológicamente programada para mirar adelante, para ser egoísta, y es natural, no se la debe condenar. Y su padre… ya no es su padre. Es solamente un hombre asolado y aterrado por los recuerdos, por la tristeza. No es que no ame a Julia y Estrella, pero Laura, la música, la enfermedad de la nostalgia… La inefabilidad del tiempo pasar.

Crítica completa en: http://www.relatoenmarcado.com/2014/09/24/melancolico-vacio/
Polimnia
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2
26 de septiembre de 2014
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Vicky, Cristina, Barcelona" (Woody Allen, 2008) tiene un argumento excelente. Dos turistas estadounidenses, Vicky (Rebecca Hall) y Cristina (Scarlett Johansson) llegan a Barcelona para pasar el verano, por distintas causas y con diferentes objetivos. Tal y como nos relata a lo largo de la película una anacrónica voz en off (Christopher Evan Welch) las dos amigas son muy diferentes entre sí, aunque puede que no tanto. Las dos desean vivir, tan solo que una, aún no lo sabe.

La construcción de los personajes que integran el reparto es terriblemente endeble y de un maniqueísmo tremendo para un director que ha firmado guiones esplendorosos, antes del declive actual, como los de "Interiores" (1978), "Hannah y sus hermanas" (1986), y la que, en mi opinión es la película cumbre de Woody Allen, "Delitos y faltas" (1989).

Cristina es un intento, en atractivo y en moderno, pero en hueco, de ser Joey (Mary Beth Hurt) de "Interiores". Es una grandísima aficionada al arte, y alberga en sí misma su germen, pero la siembra parece no querer llegar nunca. Por ello, se frustra encaprichándose de proyectos infructuosos con la misma ligereza y superficialidad como le ocurre con los hombres. Joey encontrará finalmente su cauce artístico, y no insistiremos en el biografismo que ello implica en este personaje, pero podrá extraer y extraerse de sí misma. Sí, de acuerdo, Cristina se volverá poeta y fotógrafa, pero no alcanzará la trascendencia de los personajes bergmanguianos, será una veleidad más en su lista de cosas que me gustan.

Vicky: la brillante estudiante, la perfecta hija, la novia ideal, pero que había transcurrido toda su vida eludiéndose. ¡Qué casualidad que en el verano barcelonés se producirá la anagnórisis! ¿Qué podría molestar de un personaje que representa una mujer normal, inteligente, sensata, prudente, analítica e incluso difícil? Que Allen la presenta como una infeliz, que Allen cae en la tremenda estupidez de dirigir la mirada del espectador. Cristina, a pesar de ser una eterna adolescente que para vivir románticamente arriesga su salud, será la feliz, la vitalista, la que viva plenamente, y la que viva bien. Vicky será una ciudadana media, volcada en sus estudios, que establece un compromiso, desde luego, cobarde; pero solamente por el hecho de no compartir la inconsciencia de su amiga, será vista como una burguesa gris condenada de por vida a la hipocresía y el aburrimiento.

Ciertamente, el personaje de Cristina es mucho más positivo que el de Vicky en el sentido de la sinceridad y la honestidad con uno mismo. Pero, ¿por qué no nos ha descubierto Allen la mujer que era Vicky, más allá de su faceta de estudiante, madre protectora de Cristina y novia mojigata? ¿Por qué no vemos tan solo que tenía miedo? ¿Y las causas de este? ¿Por qué Vicky debía ser un personaje tan mediocre? ¿Por qué no decir que Vicky y Rebecca Hall eran la única esperanza genuina que podía tener Vicky, Cristina, Barcelona —aunque al mencionar esta película solo se piense en Johansson y Bardem—? ¿Por qué ser Cristina es mejor? ¿A qué precio? Basta ya de tediosas réplicas de Antonie Doinel —y me refiero al personaje de las insípidas secuelas, no al de "Los 400 golpes" (Truffaut, 1959)—.

Sí había dos mujeres, tenía que haber, al menos, dos hombres: Doug (Chris Messina) y Juan Antonio (Javier Bardem). Y una vez más, el maniqueísmo que parece últimamente marca de la casa. Cómo no, el artista bohemio —si Allen entiende por bohemio vestir camisas de lino abultadas por el desgaste chusco y, para más inri, sin planchar…—, español —así lo mencionan constantemente en la película, aunque Vicky estudiara un máster sobre la identidad catalana… Quede al gusto del comensal la frontera de la nacionalidad y sus consecuencias antropológicas—, y que pretende ser una reencarnación de Stanley Kowalski, pero sin violencia. Claramente, debe ser el bueno y eso que para ser español no es torero.

El sambenito de malo le ha caído al pobretón de Doug. Excelente representante del workaholic-ejecutivo-agresivo-estadounidense, se pasa la vida viviendo para trabajar en Nueva York, buscando una casa para compartir con su futura esposa —requisitos imprescindibles: piscina, pista de tenis y que la aprueben su pareja de amigos favorita—, y ¡vaya, la única idea romántica que había tenido en su vida parece que también se sitúa en Barcelona! Claro que por entonces, Vicky —evidentemente, quién si no podía ser su estándar prometida— ya era otra… Otra oportunidad de levar esta película del despropósito que Allen dejó hundirse.

Penélope Cruz parece tener una habilidad especial para interpretar a chonis, no queríamos caer en el término, pero es que la andrajosidad y los harapos que le asestan, sumado a la desidia y vulgaridad continua de sus personajes, y que el único medio que encuentre para expresarse sea gritar, no, chillar que es más onomatopéyico… No nos deja mucha más opciones de la calificación. Que todo ello se comprende porque Mª Helena era otra bohemia, artista total, pero ¡completísima!: pintura, música, fotografía… —evidentemente, su exmarido y su nueva pareja sacaron buen partido de ello. Desde luego, la autenticidad artística de Cristina y Juan Antonio desborda la película—; y que era una atormentada que a la mínima asesinaba y se asesinaba, y por ello tenía ese carácter, ¡ah! y además, el concepto de amor que compartía con el pintor era de un rompedor y original… Y por lo tanto no existía la felicidad, ni el amor, ni la estabilidad… y por ello… ¡todos esos aspavientos! ¡Pero si ya sabíamos todo eso, Woody!

Reseña completa en: http://www.relatoenmarcado.com/2014/09/22/vicky-cristina-barcelona/
Polimnia
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9
22 de septiembre de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Joseph Merrick fue una persona, real (Leicester, 5 de agosto de 1862 – Londres, 11 de abril de 1890), pero no porque fuera un personaje histórico le debemos mayor aprecio que si hubiera sido un personaje de ficción.

Joseph, John —exquisito, John Hurt— en "El hombre elefante" (David Lynch, 1980), era un hombre gravemente deformado desde el nacimiento, padecía el síndrome de Proteus, sus anomalías se asemejaban a los rasgos de un elefante, y cuenta la leyenda, que su madre (Phoebe Nicholls), durante el embarazo, fue atacada por una manada enfurecida.

De este trágico modo se ganó su “nombre artístico”, el nombre que lo degradaba a ser transportado en una jaula de feria en feria, siendo la bestia de la que todos los espectadores huían despavoridos, y por lo tanto, la que más expectación creaba. Bien lo saboreaba su dueño, Bytes (Freddie Jones).

Ese viaje a ninguna parte tuvo la suerte de terminar en Londres, cuando John tuvo la suerte de caer en manos de un ambicioso cirujano, Frederick Treves, interpretado por un magnífico Anthony Hopkins, de un gran aplomo.“Suerte” si creemos en la bondad desinteresada del ser humano.

Treves realiza una espectacular clase magistral a sus colegas mostrándoles el engendro que ha conseguido de manos de un degenerado en los bajos fondos de la ciudad. Cuando acaba, le deja volver a su prisión, qué le importa ya, al fin y al cabo, la medicina se ocupa del cuerpo, no del alma, y ese monstruo, qué alma o con qué raciocinio podía contar.

Vuelta al ominoso calabozo, la brutalidad, la irracionalidad más cruel y hedionda. Solamente puede y debe callar, y ser otro, o mejor, ser nada, qué importa ya si no hay nada mejor, no hay un porvenir posible.

Pero el monstruo se encontraba mal y así no había manera de ganarse la vida. En ese dickensiano Londres era difícil sobrevivir, y si encontrabas un medio para ello, la máxima era aferrarse a él, a cualquier precio, ¡ética, moral, dignidad…! Palabrería hinchada por la burguesía de porcelana.

No queda otra que llamar al brillante médico, que si al principio lo libera de las cadenas de su vida circense por caridad, escrúpulos morales e interés científico; terminará siendo su Amigo. ¿Por qué en mayúsculas? Solo se necesita amor, y saberlo apreciar y recompensar es una cualidad inherente a la bondad.

"El hombre elefante" es una película de una sensibilidad extrema y punzante, y esta afirmación no pretende ser banal ni repetir una frase ya maculada. Esta película te avergüenza de ser humano, de pertenecer a una especie que aborrece la diferencia, la escarnece, y por su propio egoísmo y miedo necesita erradicarla, sin tan siquiera preguntarse por qué la teme, qué existe detrás de esa fealdad que la aleja instintivamente del género humano.

La dicotomía clásica de identificar lo bello con lo bueno, y lo feo con lo malo queda perfectamente desautorizada en la película de Lynch. El mundo circense, repleto de esperpentos y seres fronterizos que se explotaban sin ningún pudor, sin pensar que ellos eran tan personas como los que los hostigaban, nos remite a la verdadera cuestión de fondo: ¿qué es ser humano? Porque al monstruo se le puede atormentar sin descanso y sin remordimientos; pero al humano, no.

John Merrick fue apreciado por el cirujano en cuanto supo que no era un discapacitado, que provenía de una familia de alta alcurnia y que se sabía comportar excelentemente ante personas “decentes”. Pero… ¿las celebridades que muy respetuosamente le iban a ver, se diferencian de los miserables que pagaban por mofarse y horrorizarse de él? Sí, Frederick, la afilada verdad te reveló que no distabas mucho de Bytes… Y que a ese le quitaste su único sustento…

Nada sabemos de la madre de Merrick, tan solo los rumores que se cernían sobre la causa de la enfermedad de su hijo, y que, no pudiéndolo soportar, o no pudiendo su hijo sobrellevar tal situación, se separaron irremisiblemente. Aún así, John se aferraba a su recuerdo, cuán bella era esa mujer que le dio a luz… a él… Un ser abocado a la soledad y al desprecio, a ser “el hombre elefante”.

Por ello, Joseph Merrick no se merece el espectador que mire esta película tan solo en la búsqueda de la caracterización de John Hurt —excelente y muy fiel—, torpemente, en el sombrío gris carbonoso, impaciente por la hábil dilación de Lynch; que caiga en la más peligrosa ignorancia y estupidez de degradarse, sin conocerlo, en los oms que pagaban por ver a estas personas en ferias, que les negaban su legítimo lugar en la sociedad y los reducían a un mero entretenimiento oscuro y retorcido, que una vez gozado, se borraba rápidamente del estado consciente.

Y no le recordéis como “el hombre elefante”, sino por su propio nombre.

Crítica completa en: http://www.ojocritico.com/criticas/el-hombre-elefante/
Polimnia
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6
18 de septiembre de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No pensemos en “libertinos”, que tamaña elegancia dieciochesca no impregna a nuestros protagonistas. Ni Eric (Rutger Hauer), ni los varones y criados de la familia Leguineche (Luis Escobar, José Luis López Vázquez, Luis Ciges), ni Snàporaz (Marcello Mastroianni) se salvarán de tener un vínculo con el sexo más o menos ridículo, aunque igualmente adictivo.

Ciertamente, el humor impregna tanto "La escopeta nacional" (Berlanga, 1978), como "La ciudad de las mujeres" (Fellini, 1979), que mostrarán el sexo como una tara más de los personajes masculinos, un añadido capcioso a la caricatura. En el caso berlanguiano, ese defecto recuerda al envilecimiento y perversiones heredados, tomados del más puro naturalismo zolesco; ya lo confirma así Chus (Amparo Soler), que había tenido la desgracia de despeñarse, y cegarse, en una caterva de rijosos de la que solo podía sobrevivir mediante la amargura y el escarnio continuos.

Snàporaz y Eric son dos artistas, uno es escritor y el otro prefiere las artes plásticas. Del primero poco conocemos, solamente que viajaba en tren, pero se topó con una tentadora mujer (Bernice Stegers) y no pudo evitar caer, eso sí, por propia delectación malsana. También sabemos que está interpretado por un Mastroianni que ya contaba con diez lustros, y si su personaje deseaba precipitarse —si es que lo hizo—, desde luego él no quería rallar el ridículo repulsivo de un viejo verdeante, afortunadamente para la entidad del personaje. La ciudad de las mujeres, vapuleada por ambos extremos ideológicos, es en sí misma una gran sátira del machismo y el feminismo, pero como toda burla, esconde un pozo en el que podemos contemplar nuestro reflejo… y, tristemente, ese espejo aún conserva demasiada nitidez.

Pero ya centrándonos en nuestro paralelo, este ocurre en uno de los momentos más hilarantes de la película, cuando en esa especie de “road movie” sui generis llega a la espectacular mansión de Xavier Katzone (Ettore Manni), un antiguo compañero de escuela al que la carrera femenina le ha sido muy provechosa y exitosa, tanto, que como muestra de ello ha creado una sala, en la que se conservan las grabaciones de los momentos que con cada una pasó. “Momentos” es un eufemismo, evidentemente… cómo le gusta al simple de Snàporz perderse en su pertinaz voyeurismo…

Demás vicios del de Rimini asolan esta película, mujeres extravagantes al borde de la locura en su extraña lucidez; féminas violadoras de pechos maternales; seres angelicales, ideales y elegantes, soñados y eternamente inalcanzables con su sonrisa pícaramente virginal… Y todo envuelto en una magnífica risotada final, burla de sexos, de ideologías, de la educación sentimental… la vida era una fiesta… ¿o un circo?, ¿no?

Bacanal en la que no duda en embarcarse el protagonista de "Delicias turcas" (Verhoeven, 1973). Escarbando en la fealdad, en la asquerosidad de la moral burguesa, en su propia estulticia, está Olga (Monique van de Ven). Ellos son Adán y Eva en medio y en pleno desastre. Y se vuelcan por completo en su actividad favorita: el sexo.

De acuerdo que no es el único tema que trata el film de Verhoeven, pero sí es el vínculo y el motor de toda la acción. Y a su vez, la condena de Eric. Si sentía o no un amor “sentimental”, el del siglo XIII, por su esposa… lo dejaremos al gusto y raciocinio del espectador; pero ciertamente, su adicción llevó a Olga al hastío. No bastaba con alienarse constantemente, ni con realizar pequeñas rebeliones de mal gusto, ni con beber vino bajo la lluvia. La vida no es así. Y el sexo puede degradarse a coleccionar prendas robadas a amantes furtivas, para dejar constancia de la propia indignidad.

Si Katzone atesoraba los orgásmicos delirios de sus damas y Eric se entretenía en realizar un elaborado e interdisciplinar álbum, en La escopeta nacional no podían quedarse atrás en tremendos desenfrenos… ¡“La colección”! No desvelaremos cuál era la preferencia del Marqués (Luis Escobar) porque bien alto y claro lo exclama, a camino entre la sorpresa, la vergüenza, el rechazo… y puede que una lucecilla de admiración, el locuaz y brillantísimo Jaume Canivell (José Sazatornil). ¡Nadie podía pensar que el determinismo genético se cumpliría hasta tales extremos!

Paralelo completo en: http://www.relatoenmarcado.com/2014/09/16/delicias-turcas-la-escopeta-nacional-la-ciudad-de-las-mujeres/
Polimnia
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10
2 de septiembre de 2014
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parece que todos los caminos llevan a "El ángel azul" (Sternberg, 1930). Marlene no se conformaría con menos, ya que hizo más que vestirse sobre un escenario, con un corsé en los años 30. Y, desde luego, no se conformó con mostrar los muslos desnudos —parte de la anatomía humana, que en el caso femenino logró ver la luz por primera vez en esta película—. El encuentro entre la berlinesa y Sternberg creó escuela y estética.

El punto de conexión entre todas estas películas es el sentimiento de libertad conseguida, gracias a arrebatarla mediante la rebeldía, y al precio de la marginación social; seres fronterizos que solo pueden refugiarse en un espacio clave para la excentricidad de la Europa de la primera mitad del siglo XX: el cabaret.

Sin duda, es una pena que en ese viaje de "El ángel azul" a "Cabaret" no se trabajara toda la dimensión artística que encerraron esos locales durante las Vanguardias europeas. De acuerdo que la película de Josef von Sternberg es eminentemente expresionista, especialmente respecto al tratamiento de los personajes; y en "Cabaret", un magnífico Joel Grey eleva el musical más allá de la trama amorosa, y justamente, será el que lo acabará encauzando hacia la barbarie nazi que ya trepaba poderosamente por el continente. ¡Pero…! Se echa de menos la plasmación plástica, la aberración de un George Grosz en la caída de la burguesía, en su refocilación en el extrarradio físico y moral; la exploración del cabaret más allá de un lugar de libertinaje sexual y de números humorísticos a los que se debería reaccionar como el público de "Roma" (Fellini, 1972).

Qué la estética no sea únicamente la que nos epate. Ahondemos en comparar qué cantaban nuestras queridas estrellas de suburbio. Sally Bowles (Liza Minnelli), cuando realmente viste un atuendo y usa la silla de un más cercano al de Lola Lola (Marlene Dietrich), y por lo tanto, momento en que el paralelo es explícito, es en su archiconocido número de “Mein Herr”. Canción en la que la señorita Bowles se presenta como una femme fatale, pero reconozcámoslo, superficial e incluso infantil; además, no lo será ni es su propia vida, ni sobre el escenario. Puede que por esa falta de desdoblamiento, sea más simple el personaje de Lola, que caído en las garras de Dietrich, renació como una mujer viperina y mordaz. No obstante, Lola Lola también fue niña, y cantaba en sus inicios dulcemente, como una jovencita enamorada por primera vez: ¡“Ich bin von Kopf bis Fuß auf Liebe eingestellt”…! Adolescente que ya conocía de su atractivo fatal “und wenn sie verbrennen, ja dafür kann ich nichts”, aunque aún, en esos años, se le podía comprender su ausencia de conciencia de culpa.

La lolita volverá a cantar la misma canción en otro momento de la película; contemplar su evolución, cómo interpreta esos juguetones versos amargamente, marcando cruelmente las consonantes, tragándose secamente las palabras, y sonriendo… conociendo toda la maldad que soportaba y ejercía; resulta un ejercicio demoledor para el clásico de Fosse, que no es una película a condenar, pero, aunque probablemente, no fuera su primera intención captar ni la personalidad de Lola para Sally, ni la de El ángel azul para el Kit Kat Club, incurrió en suavizar todo un mundo, y divertir y maravillar con excelentes coreografías —mérito que nadie le podrá nunca arrebatar a Fosse— a un público, que puede que tan solo abandonara la sala con una sonrisa.

La heredera natural de Dietrich será la bergmanguiana Ingrid Thulin, la baronesa Sophie von Essenbeck de "La caída de los dioses (Götterdämmerung)" (Luchino Visconti, 1969). El sueco le prestó al italiano una magnífica Thulin, que ya había brillado en películas de la altura de "Fresas salvajes" (1957), y que supo aplicar a este papel, toda la frialdad estatuaria, los placeres enfermizos y la más pura maldad tan presentes en la filmografía casi “psiquiátrica” de Ingmar Bergman.

Tan oscuramente retorcida será la Baronesa que no será ella la cabaretera, sino su hijo, Martin (Helmut Berger), y no había mejor ocasión para su debut que el cumpleaños del anciano patriarca (Albrecht Schönhals). Helmut Berger llevará a cabo la que puede que sea la mejor interpretación de su carrera, o al menos, de entre las películas que rodó con Visconti, la más sobresaliente junto a Ludwig (1972). A pesar de la maledicencia y de las críticas implacables, e injustas, contra Berger, creo que el director acertó al darle la oportunidad de su carrera al andrógino austriaco, cualidad que supo explotar excelentemente en su juventud.

El papel del heredero será de una abyección vomitiva, pero tal vez deberíamos —porque no creo que se pueda completamente— observar qué germinó en tal engendro. La Baronesa Von Essenbeck preparó un exquisito número a su suegro, en el que Berger tuvo la oportunidad de emular a su admirada Marlene Dietrich en la interpretación de “Kinder, heute Abend, da such’ ich mir was aus”, además de poder sufrir de manos de su querida Ingrid todo tipo de perversiones. Desde luego, esa familia necesitaba “einen Mann, einen richtigen Mann”, ¿pero… quién lo acabaría siendo? Todas las piezas estaban listas alrededor de la mesa.

Si en La caída de los dioses asistimos a uno de los primeros travestismos cinematográficos, escándalo que causó tanto impacto en el público de la época como las piernas de Dietrich; la película en que culmina este seguimiento de la estética de cabaret cinematográfica será una reafirmación de la propia identidad en todos sus sentidos, "The Rocky Horror Picture Show (TRHPS)" (Jim Sharman, 1975), adaptación cinematográfica del espectáculo, nunca mejor dicho, de Richard O’Brien.

Artículo completo en: http://www.relatoenmarcado.com/2014/09/01/el-angel-azul-la-caida-de-los-dioses-cabaret-rocky-horror-picture-show/
Polimnia
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