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Críticas de Talamasca
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Críticas 35
Críticas ordenadas por utilidad
1
9 de abril de 2008
33 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se representa a Santa Lucía con la palma del martirio (en su mano izquierda), y con una copa con dos ojos incrustados (en su mano derecha). Una leyenda que hizo popular la Iglesia primitiva cuenta que Lucía se arrancó los ojos para dejar de agradar a su prometido.

Esta no es mi razón, en realidad no tengo prometido queridos amigos, mi razón, mi triste razón es que el hombre, creyéndose a veces más poderoso que los dioses, desafía al destino y a las fuerzas del averno y orgulloso acude a su videoclub (virtual), diciendo para sí mismo: bueno no será para tanto.

Ahora, queridos amigos, querídisimas y desconocidas almas gemelas me veo (es un decir) obligado a dictarle este texto a mi primo halitósico ( se dice asi?), mientras me llega el teclado en braille que he encargado por e-bay y que me ha costado un ojo (apreciad valoradores de criticas los pequeños destellos de humor negro) de la cara.

Ya lo decía el coronel Kurtz: "El horror, el horror...."
Talamasca
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7
3 de julio de 2016
29 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Secuencia inicial: una mujer recorre en bicicleta las verdes vías de un bosque. Planos detalle intercalados de larvas retorciéndose libres en la tierra húmeda. Fin de créditos. La mujer llega a su destino, una casa cubierta por la hiedra en cualquier villa rural británica, allí otra mujer la espera y le ordena limpiar el salón. Nuevos insertos sobre la acción principal, esta vez las larvas se han transformado en mariposas solo para ser disecadas y expuestas en vitrinas: el libre albedrío transformado en sometimiento, la lujuria de la vida encapsulada en cubículos de cristal. Apenas han pasado cinco minutos del comienzo de The Duke of Burgundy y ya su director, Peter Strickland (Reading, Reino Unido 1973), ha plasmado en imágenes, a través de esa metáfora visual, la idea principal de su película: la elección entre la independencia y la opresión, entre las pulsiones opuestas de vida y muerte. Esa pulsión que lleva a su protagonista, Evelyn, a establecer un juego de poder con su autoproclamada ama, la dominante Cynthia. Pero ¿quién es realmente la sometida?¿quién la que marca las reglas del juego?

No parece casual que sea, precisamente, en sociedades tradicionalmente educadas en la disciplina y en la imposición (Reino Unido, Japón, Alemania) donde el cine, imitando a la vida, haya reflejado más historias sobre relaciones de carácter sádico. Es una tendencia obvia reproducir, en nuestro entorno personal, los valores que se transmiten culturalmente en nuestro ámbito global, crear pequeños microcosmos de ese gran Universo social al que llamamos “carácter nacional”. En ese sentido podríamos decir que The Duke of Burgundy es, sólo puede ser, un film británico. No por plasmar en la pantalla esa ya mencionada querencia “brit” al sadomasoquismo, que también, sino por sus obvias elecciones estéticas o su frialdad a la hora de mostrar las relaciones sexuales. Casi al mismo tiempo que, en la mucho más carnal Francia, La vida de Adele celebraba el sexo como el cúlmen de la experiencia vital, difundiendo sus delirios en gozoso primer plano, aquí, en la otoñal Gran Bretaña, Strickland rueda la pasión como un esteta, alejado de la acción, como si su cámara estuviera al otro lado de una puerta de cristal biselado. De nuevo el vidrio se significa, como en las alevillas de los títulos de crédito, en barrera de lo sintiente, convirtiéndonos a nosotros, espectadores, en observadores de una naturaleza muerta, en voyeurs de mujeres/mariposas atravesadas por el alfiler del embalsamador. Sí, hay cierta crueldad en contemplar las bellas imágenes de The Duke of Burgundy y, al igual que en un mariposario, resulta imposible no sentir cierta piedad por las criaturas allí expuestas: tan hermosas, tan muertas, tan frías y solitarias.
Talamasca
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7
22 de julio de 2014
38 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
Corría el riesgo la película de Richard Linklater, o así nos lo parecía al menos mientras apurábamos el café camino de la Postdamer Platz, vistas las inéditas condiciones de su rodaje, de convertirse en una suerte de labor frankensteiniana, un remedo de vida compuesto a base de pedazos de carne de diversas procedencias e inspiraciones con la labor de costura como elemento más visible el conjunto. Y es que cuando imaginamos al monstruo creado por Mary Shelley aquel verano sin verano a orillas del lago de Ginebra, siempre esos puntos de sutura, esas burdas uniones, protagonizan la visión, proclamando su artificioso origen, exhibiendo su génesis no natural. Parecía difícil de empastar, en suma, un material recogido durante 12 años, tanto en los posibles cambios de formato en una época en la que precisamente la evolución del vídeo digital ha conocido su cénit, como en su hipotéticamente deslavazado montaje o, finalmente y mucho más importante, en que todo esto restara cualquier posibilidad de hálito vital al conjunto. Podría ser admirable el esfuerzo, quizás sí, pero nunca sería inmersivo, seríamos conscientes del artificio… o eso pensábamos al menos con el muy berlinés pretzel mañanero aún sin digerir.

Lo cierto es que la realidad, como suele pasar habitualmente, llega y borra cualquier plan previo, destruyendo cualquier estúpida idea prefijada que uno pueda hacerse sobre esto o aquello y, claro, eso precisamente nos estaba pasando con Boyhood al poco de comenzada su proyección. Nos dejábamos llevar plácidamente, casi sin darnos cuenta, porque sin duda la mayor virtud de la película de Richard Linklater es su capacidad para fluir, para presentar esos elementos recopilados a lo largo de un periodo tan amplio de tiempo no de forma sobresaliente o chirriante, sino con plena naturalidad… y si Patricia Arquette (¡ay!) envejece es porque nosotros hemos envejecido con ella y si Ellar Coltrane pasa de jugar con bicicletas a recibir la patada del primer (des)amor es porque todos hemos sentido el mismo paralizante dolor. Y ésta es, o eso nos parece, la clave del éxito de la película de Linklater, su capacidad para tender vínculos emocionales con el espectador nace de su no-historia. Al universalizar el drama (?), al llevarlo a unas coordenadas que cualquiera puede reconocer como propias, consigue que la conexión se traslade de lo meramente ajeno a lo estrictamente personal. Muchos eran los que usaban la palabra “vida” al final del pase y sospecho que, aunque no lo confesaran, anteponían el posesivo en primera persona del singular al repetido sustantivo, tras buscar, como detectives de las imágenes, reflejos de sí mismos en la pantalla-espejo, “la” historia se había convertido en “su” historia.

A esa indudable capacidad para generar sentimientos empáticos ayuda, obviamente, su amplísima recopilación musical, del Yellow de Coldplay o el Baby, one more time de Britney Spears al Deep blue de Arcade fire, temas que pudiendo gustar más o menos representan, a fin de cuentas, lo que la película pretende, desvincular lo personal (entendiendo esto en su significación restrictiva) de la narración y centrarse únicamente en el hecho generacional para así universalizarse. Sospechamos que aquí puedan existir quejidos y lamentos, repórtense y acéptenlo, otros crecimos con los Hombres-G y llevamos ese baldón con suma dignidad, después de todo y, al igual que sucede en la película de Linklater, todo, hasta el más doloroso de los errores, queda matizado y superado por el hipnótico discurrir del tiempo, siéntense alguna vez a escuchar como fluye… o vayan a ver Boyhood y lo tendrán mucho más claro.

Crítica publicada originalmente en cinemaadhoc.info
Talamasca
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6
17 de junio de 2017
25 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con frecuencia las señales de la felicidad externa y perceptible, los indicios del encumbramiento, aparecen cuando en realidad todo camina ya hacia el ocaso.
Thomas Mann – Los Buddenbrook

Un compendio de su obra, un collage de autoreferencias. Más allá de los evidentes lazos argumentales que unen a Happy End con el resto de su obra, spin offs incluidos (y de los que dudamos que pretendan crear un Universo Haneke que compita con el de Marvel), encontramos en el último film del director austriaco una pequeña summa de sus tesis narrativas en estos 30 años de carrera, una obsesión por la puesta en escena que le diferencia de muchos de sus contemporáneos, para bien o para mal: planos subjetivos, lentes de móvil, uso de (falsas) cámaras de seguridad, etc. una pléyade de fuentes que intenta imitar a la realidad, ser...seguir siendo una especie de objeto de su tiempo.

¿Y cuál es el tiempo que quiere retratar Haneke? Pues el de siempre, el de la crisis burguesa que lleva filmando treinta años, lo cual es, digámoslo ya, claramente paradójico, los muertos que Haneke mata gozan de buena salud. Al igual que la novela de Thomas Mann con cuya cita abrimos este texto, Haneke utiliza, para ejemplificar el decaimiento burgués, la historia de una familia de industriales en una ciudad costera (en la novela la muy hanseática Lübeck, en el film Calais) empobrecida por la falta de impulso generacional, destinada finalmente a la extinción.

Por supuesto no hay muchas alegrías en las imágenes de Happy End, y el largo dedo acusador de Haneke señala a todos y cada uno de los personajes que pueblan la pantalla. Cuando no son culpables por el simple hecho de su pertenencia a una acomodada cuna, lo son por el perverso mensaje que reciben (y tratan de imitar) desde las redes sociales. Suponemos que nada de esto será una sorpresa, Haneke nunca ha sido lo que podríamos decir un optimista y, pese a que el empeño formal antes mencionado le hace diferenciarse de algunos de sus colegas de mirada torva, empezamos a notar evidentes signos de agotamiento. Justo como si fuera un Buddenbrook, exactamente como un burgués acomodado.
Talamasca
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7
25 de abril de 2011
23 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay pocas cosas casuales en Hanyo, basta con fijarse en la envidia con la que contempla la doncella (fantástica Eun-Shim Lee) las lecciones de piano, sí, el piano, el instrumento burgués por definición, según va avanzando la película contemplamos que no sólo el intérprete es el objeto de deseo por parte de la levantisca criada sino el instrumento en si mismo, símbolo del progreso social de sus patronos y al que la chica acude (con un notable mal gusto musical) cada vez que tiene ocasión, es evidente que no se siente atraída por Chopin o Beethoven, es el ascenso burgués y no la melomanía el motor que enciende la líbido.

Es el poder económico el motor que mueve este coche, las ansias de mantenerse en el duramente alcanzado status las que anulan hasta el más primario de los sentimientos (1), el evidente origen proletario de su doncella (2), rememoranza de su propio pasado, el que provoca el repulsivo recibimiento de la familia a su nueva empleada.

Resulta en definitiva difícil de definir quién es el verdadero villano de la función, quién el menos egoísta de esta triste troupe, a fin de cuentas la presunta malvada sólo lo es por desear con más pasión que el resto (3), pobres seres, agradecidos prisioneros, de su casa de dos pisos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Talamasca
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