Instrospección en los aspectos más recónditos de la personalidad de una mujer paradójicamente dedicada ella misma a la siquiatría.

Construído magistralmente con imágenes poderosas y picos emocionales que se apoyan en la demoledora interpretación de Liv Ullman, los claroscuros en su rostro durante los momentos más turbadores y la nitidez de los excrutadores primeros planos, se consigue un penetrante retrato de la inestabilidad humana.

Si el diagnóstico señala a los propios fantasmas de Bergman, vemos que le mantiene fiel a sus obsesiones, aquí de índole fundamentalmente afectiva.

Extraño y voyeurista itinerario por los caminos del deseo y la obsesión. Un chico que trabaja en la recogida de basuras, introvertido pero osado, satisface sus deseos sexuales de manera instintiva allá donde se le presenta la ocasión.

Sin perfilar un trayecto claro y con mínimos diálogos, se crea una atmósfera inquieta, dando alguna escena de sexo explícito que replica un concepto a menudo hermético, para llegar a un epílogo fetichista y críptico.

Es un ejercicio de enfoque minoritario, personal y con raro sabor, que navega por los efectos de la soledad y la posesión sin ponerse obstáculos, aunque avanza a pasos que escapan sumergiendo en la turbiedad.

Moonriver suena aunque en una versión desastrosa, también dos personas se abrazan y va a caer la lluvia como en el final de Breakfast at Tiffany's, pero aquí acaban las semejanzas. Después aparecerá Odete, chica que se mete en mitad de una historia que no es la suya, en la cual hay heridas que aún están abiertas.

Como en O fantasma hay un poso enfermizo y, si el argumento encaja más en el los arquetipos, se va perfilando ya que el cine de Rodrigues, con una narración atrayente, va por su particular senda que, en este caso, lleva a lugares poco probables que se superan en un desenlace bastante grotesco.

Parece innecesaria tanta reiteración en mostrar imágenes de ingestión de drogas por parte de los seres que pueblan el último hijo de la factoría Albacete - Menkes. Jóvenes que buscan afecto, otros que difícilmente pueden mantener el que tienen, inseguridad y confusión, sexo, desamor y evasión durante las noches de fiesta, que es prácticamente lo único que se ve.

El guión no tiene un hilo conductor claro, el tono dramático lleva a veces a momentos de humor que divierten pero son altisonantes, en una desaprovechada reunión de ídolos juveniles en ciernes junto a algun otro ya consagrado, que hubiera merecido más densidad argumental y personajes mejor trazados.

Todo queda como una inversión de éxito fácil debido exclusivamente a la popularidad de los actores, éstos son lo mejor y dan fragmentos de autenticidad y entrega a un pastiche mal escrito, vacuo y claramente oportunista.

Nueva entrega de los sueños imposibles de Coppola, un deslumbrante derroche visual y sonoro que no pierde tiempo para introducirnos desde los títulos en la magia del club donde los negros actuaban para deleite de blancos sin poder ser ellos mismos parte del público, con la mafia alrededor, en una época tan cinematográfica como siempre ha sido la gran depresión a fines de los años veinte.

Cotton club es nexo de unión entre tramas y subtramas, con portentosa música que permite tomar aire después de la violencia que se vive por todas partes, cada actuación es un éxtasis y, como empresa en general, se alcanzan cimas de fuerte riesgo si se tiene en cuenta que el fracaso con One from the heart había sido sólo dos años antes y aquí el coste también fue cuantioso.

Coppola vivía años en los que sorprendía con arrebatos fílmicos de loco maravilloso siendo éste uno de los mejores. Por supuesto, el público no respondió demasiado y es que así son los a veces inexplicables desalientos que conlleva el arte. Diane Lane tampoco tuvo mejor suerte en años venideros, ¿no son ya demasiados sinsentidos juntos?