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España España · Madrid
Críticas de Juanma
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Críticas 111
Críticas ordenadas por utilidad
6
17 de junio de 2013
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Últimamente, en una tendencia que podría convertirse pronto en un género en sí mismo, el fantástico español viene apostando fuerte por contextualizar historias más o menos terroríficas dentro del marco de una cruda y descarnada Guerra Civil, abordando la temática desde la periferia y tomándola como excusa para encuadrar la psicología del horror en unos personajes ya de por sí amedrentados por la contienda. Con mayor o menor fortuna, con más o menos simbolismos, en los últimos años han aparecido títulos que se han erigido en piezas claves de la historia del género fantástico nacional. Con las producciones de Guillermo del Toro, El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006) a la cabeza, tampoco podemos olvidar las cautivadoras aportaciones de Agustí Villaronga, El mar (2000) y, sobre todo, la imprescindible Pa negre (Pan negro) (2010). Es precisamente ésta última la que me asalta a la cabeza al inicio del visionado de la que ahora nos ocupa, también ambientada en los lejanos, oscuros y desconocidos años 30 del pasado siglo, en una Cataluña eminentemente rural, Insensibles (2012), primer largo de Juan Carlos Medina, se abre de manera sugestiva al mostrarnos una población campesina asaltada por el miedo ante aquello que no alcanzan a comprender tras el descubrimiento de que algunos de sus niños padecen una extraña enfermedad que les hace insensibles al dolor, lo que obliga a la comunidad a encerrarles de por vida por su bien y por el de los demás. Paralelamente, viajamos al presente para asistir al inicio del desolador trauma de un neurocirujano, que tras perder a su esposa en un accidente de tráfico, le será descubierto un cáncer que precisará de un trasplante de médula para sobrevivir.



Dos puntos de partida indudablemente atractivos de dos historias aparentemente distantes que tras ir alternándose de manera compositiva, acaban componiendo un puzzle que, en su recta final, termina por defraudar un tanto las expectativas generadas en la construcción de ambas tramas. La primera está recorrida en todo su planteamiento por un halo entre mágico y sobrenatural, a lo que ayuda sobremanera el excelente trabajo fotográfico de Alejandro Martínez, que acierta de pleno al manejar la luz (con el concurso impagable de una excelente ambientación musical) para ir trasladando al espectador desde una fascinada sensibilidad empática hacia el encarcelamiento de esos niños, víctimas de una sociedad incapaz de comprenderles, hasta la turbación y el espanto que supone asistir al descubrimiento del soterrado trastorno psicológico del niño protagonista, a partir de donde, gracias a un cambio de atmósfera imperceptible a ojos del espectador, la imagen obtiene un incuestionable aroma a terror gótico, casi demoníaco, que mezcla para este espectador ecos del "Frankenstein", Mary Shelley, con el "Hellraiser", de Clive Barker, y hasta, si me lo permitís, de El hombre elefante (1980), de David Lynch.



La segunda historia arranca con la espectacular y vibrante planificación del accidente de tráfico (una de las mejores que este mortal ha visto en el cine español) y se adhiere sin concesiones al magullado (exterior e interiormente) rostro de un correcto y funcional Àlex Brendemühl, para contarnos con una conveniente frialdad expositiva, el viaje físico y emocional de ese hombre en búsqueda desesperada de un pasado, que ni siquiera atisba a imaginar, para sortear su irremisible condena a muerte. Si bien el trabajo de Brendemühl sirve para mantener nuestra atención sobre esta trama, el debutante director parece más interesado en atar los cabos que la unen a la anterior y se aprecia cierta precipitación en el transcurrir de los acontecimientos, lo que impide al espectador conectar con las virtudes de un diseño de producción en verdad cautivador y desconcertante, pero que pierde eficacia gracias a un guión que, si bien durante la primera mitad ha jugado favorablemente a dar rodeos sobre el enigma central (la relación entre ambas tramas), peca de atropellado en su parte final, restando impacto a un desenlace que merecía a todas luces un tratamiento mucho más cercano al terror y no tanto al melodrama.



Presente en la Sección Oficial del pasado Festival de Sitges 2012, donde fue saludada de forma entusiasta por la crítica especializada, Insensibles termina siendo una frustrante muestra de falta de riesgo ya que su novel director parece responder a la máxima (invertida) del "puedo y no quiero". Y es que con una premisa tan sorprendente y admirable y habiendo demostrado con creces poseer inteligencia y buen gusto a la hora de planificar y orquestar con evidente maestría y buen pulso todos los elementos de una ingeniosa y evocadora puesta en escena, cabrea el que todo acabe en una resolución, eminentemente trágica, sí, pero que abandona los códigos del género en aras de cerrar el círculo lanzando un inesperado y fútil mensaje sobre la familia como institución. Algo que empaña hasta cierto punto el alcance de una película compleja, que logra combinar a la perfección imágenes escabrosas con una sofisticada factura técnica (donde, aunque quede pueril señalarlo, chirría el resultado final de algunos efectos digitales); pero que no disuade de seguir la pista a un Juan Carlos Medina que ha logrado revelarse para bien en el panorama del fantástico español, aunque se desestimara su película en las nominaciones a los pasados Premios Goya.

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Juanma
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6
1 de junio de 2006
3 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Correcta, sin más... No hay mucho que decir de un telefilme que apunta maneras pero que no da todo lo que pudiera dar. Lo mejor son algunos hallazgos visuales (aunque escasos) y el juego de las actrices protagonistas. Destaca por encima de ellas la protagonista (también productora ejecutiva): Uma Thurman, demostrando ser una actriz de lo más versátil (inmensa, sobre todo, en la escena frente al espejo tras conocer la terrible noticia que afecta a su madre, la gran Gena Rowlands).
Juanma
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2
7 de octubre de 2012
1 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me acerco a esta película con relativo interés y me sorprende comprobar tras su visionado que su director poseía una larga trayectoria, es más, ésta fue su última película. ¡Y no es de extrañar! Es tópica hasta decir "BASTAAAAA"!! Esa música (mala) ochentera, esos zooms inconexos, que no ofrecen más que momentos jocosos (¡ése beso del protagonista a su mujer a las puertas del coche, digno de telenovela venezolana -música cursi incluida-!). La venden como un thriller y yo la recomendaría como comedia absurda. Las persecuciones son dignas de serie de segundas (o terceras), como una mala versión de "Corrupción en Miami", y la historia... en fin... En cuanto a los actores, hacen lo que pueden por salvar diálogos de manual y situaciones de chascarrillo. El mejor, Fernando Guillén, que con lo buen actor que es salva cualquier situación (por vergonzosa que ésta pueda ser). Por su corta intervención, le pongo un 2, pero ni el actor ni mi natural inclinación hacia el cine español pueden disfrazar la película de lo que es: un bodrio de cojones.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juanma
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2
5 de octubre de 2008
7 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
¡Bienvenidos al "fascinante" mundo del cine estático! Una vez más Garci nos ofrece su enorme dominio en la materia al dar forma a una película excesivamente larga que, por estática, ni interesa ni conmueve, dejando el interesantísimo asunto tratado huérfano, merecedor de futuras (y mejores) gestas cinematográficas. El arte del cine depende en mucha medida del "ritmo", palabra que a Garci seguramente ni le suena. Una película depende de dos tipos de ritmo: el externo, propiciado por el montaje, y el interno, el que llevan de forma intrínseca cada plano que forman el conjunto de la obra. En el primero, Garci dispone su película de manera plana y aburrida, con sus numerosos y habituales (y arcaicos) fundidos a negro. En el segundo, Garci articula esta epopeya a través de planos fijos, excesivamente alargados en tiempo, que apenas contienen en su interior soplos de vida alguna. Todo parece tan milimétricamente calculado para sorprender al espectador sin alejarse de ese cine clásico al que tanto recurre el director, que pone los vellos de punta. En el apartado técnico, como siempre, el equipo de profesionales del que se suele rodear el director supera el exámen con nota alta. No puede decirse lo mismo del conjunto actoral: unos cumplen modélicamente con sus cometidos, desarrollando sus trabajos sin alejarse de un naturalismo que agradezco (Natalia Millán, Carlos Larrañaga, Enrique Villén, Manuel Galiana o el protagonista Quim Gutiérrez) mientras otros se amparan en la caricatura esperpéntica para contruir "tipos" que carecen de credibilidad alguna (Miguel Rellán, Tina Sáinz, Lucía Jiménez, Fernando Guillén). En definitiva, una colosal pierda de tiempo para todos aquellos que acudan al cine llevados por el interés que despierta el hecho histórico narrado, que, cómo no, Garci finaliza con un obvio homenaje al autor de los mejores testimonios de aquel levantamiento del 2 de mayo, como si no bastara como homenaje las texturas y colores elegidos por el director de fotografía de la cinta, claramente inspirados en Goya. Si desean acercarse a tan importante hecho histórico, acudan al Prado antes que al cine.
Juanma
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8
31 de octubre de 2013
3 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Reconforta salir del cine y que te invadan las ganas de esbozar una cálida sonrisa, como de chiquillo engatusado por un bocadillo de Nocilla, o de extasiarte en la caricia cálida y acogedora de un ser querido, como preámbulo a un tierno abrazo o a un beso inocente, en la mejilla o en los labios. Vivir es fácil con los ojos cerrados logra eso tan difícil, en el cine de hoy en día, que es apelar al lado sensible del espectador sin caer en una sensiblería de manual, logrando sortear muy hábilmente la torpe y efectista cursilería mainstream en aras de una eficaz ternura en este filme con cimientos bien sujetos a los buenos sentimientos. Superando aquello que ya hiciera en su debut cinematográfico, La buena vida (1996), David Trueba construye un relato amable y bondadoso sobre la capacidad del ser humano para, sobre todas las adversidades, alzar la frente y tirar para adelante tomando como excusa el viaje físico (pero también emocional) que los tres personajes protagonistas emprenden como huida de una existencia gris y constrictiva y que, lejos de conducirles a una meta que implique un punto de ruptura con el pasado, les llevará a indagar en sus propios miedos y miserias.

Todo ello sin cargar nunca las tintas en los traumas o los dramas personales de cada uno, aunque tampoco en la parte cómica del asunto (que la hay y es de órdago). Muy al contrario, la cámara de Trueba mira hacia otro lado y filma con sencillez y desenvoltura la peripecia del trío por carreteras secundarias, ahondando de manera inteligente en el entrañable y delicioso afecto que nace entre ellos mientras la delirante idea de partida (la búsqueda del profesor de su idolatrado John Lennon) se erige en el perfecto telón de fondo para una película que, como en la contemplación de las fotos viejas en color sepia, se disfruta suavemente sin ser del todo conscientes de la honda y conmovedora razón de ser que encierra bajo su liviana y luminosa apariencia. Porque a través de una cuidada y meticulosa puesta en escena, donde brillan con luz propia una planificación ajustada y certera que logra captar cada matiz, cada leve detalle del encuadre, una fotografía resplandeciente de gran belleza plástica en su nostálgico tratamiento de la luz, un diseño de decorados y atrezo altamente pormenorizado, donde no sobra ni falta nada, logrando un fantástico realismo, del que muchas otras ficciones recientes ambientadas en la misma época están exentas, un montaje invisible que confiere a la historia un ritmo cadencioso, pero vitalista gracias a su reposada condición de ser, y una banda sonora debida a los míticos Charlie Haden y Pat Metheny, que logran con sus compases traspasar la función establecida de la música en el cine, adquiriendo ésta la magnífica cualidad de ser el reflejo de las emociones de los personajes; Vivir es fácil con los ojos cerrados encierra un exultante subtexto que eleva el alcance último de sus imágenes.

Nos encontramos ante un guión complejo, repleto de situaciones del todo verosímiles y de soberbios diálogos, de una capacidad de análisis sentimental elogiable, que no siente pudor en demostrar un profundo amor por cada uno de los personajes y que esconde un competente estudio de una España atrasada con respecto al exterior, un país enclaustrado en sí mismo, incapaz siquiera de atisbar, aún menos de comprender, sus propias carencias. Y, como contrapunto, Vivir es fácil con los ojos cerrados también contiene una agridulce perspectiva de los anhelos y esperanzas de una juventud que pugna por desmarcarse de las oscuras y arcaicas normas establecidas, a lo que la película arroja como vía de salvación el camino de la educación, representada en ese gris y acomodado profesor de inglés protagonista, al que da vida con plena convicción Javier Cámara, en un trabajo de enorme aprehensión, que invita a descartar a cualquier otro actor para tal empeño, incapaces todos de abordarlo de forma tan sobresaliente como él lo hace. Cámara parece haber nacido para interpretar a este personaje, pues resulta un intérprete especialmente dotado para reflejar sin coartadas ante las cámaras todo el patetismo de sus criaturas, sin caer nunca en convencionalismos pueriles o en falsas y amaneradas caricaturas, estériles siempre de emoción. El actor está literalmente espléndido a lo largo de todo el filme, sin alardes desorbitados, desde una agradecida y primorosa contención, plasmando con una naturalidad cercana a la espontaneidad todos los claroscuros de un personaje eminentemente ingenuo.

A su lado, brilla muy especialmente la ejecución candorosa que la debutante Natalia de Molina efectúa de su personaje, sonando en cada una de sus réplicas conmovedoramente auténtica, rezumando una belleza templada y delicada que redunda en el exquisito alcance de la vertiente dramática de su intervención. Por el contrario, el tercero en discordia, Francesc Colomer no llega a aguantar el tipo frente a ellos, por culpa de un trabajo de escaso y torpe acabado emocional, que da como resultado una interpretación a veces impostada, otras directamente falta de algo de chispa y convicción, de garra y personalidad. Única pega que achacar a una función en la que, a mitad de la misma, emerge otra de sus grandes virtudes: un Ramón Fontserè que carga con solemne empatía con uno de esos personajes desbordados de magia y humanismo, de tan larga tradición cinematográfica, una especie de viejo lobo de mar anclado a tierra cargado de nobleza y honestidad por obra y gracia del extraordinario dominio del actor. Aunque más anecdóticas, también es preciso mencionar la caricatura efectista y efectiva que lleva a cabo Jorge Sanz de su personaje, sacándolo del esquematismo, y la fugaz intervención de una aplicada Ariadna Gil, reducida a un mero elemento decorador en una película desbordada de un melancólico aliento de optimistas intenciones y felices resultados.

http://actoressinverguenza.blogspot.com
Juanma
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