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España España · Barcelona
Críticas de reporter
Críticas 629
Críticas ordenadas por utilidad
7
16 de enero de 2016
15 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la última edición del Festival de Cine de Cannes, los mortales (aquellos a los que la acreditación nos puso de la clase media para abajo) nos apelotonábamos. En masa, por todas partes y por cualquier excusa. Cosas de la pésima planificación de la organización (o de su sadismo, que viene a ser lo mismo); cosas de un cartel de nombres por el que la gente estaba dispuesta a propinar codazos, puñaladas y a pegar algún que otro disparo... Cosas, en fin, de esa locura que nunca abandona la Croisette. Así, de primeras, era imposible entrar a la proyección de lo nuevo de ilustres como Todd Haynes, o Gus Van Sant (por muy horroroso que esto fuera) o Joachim Trier (ídem). ¿A lo de Matteo Garrone? Sí, pero por los pelos (y para lo que nos encontramos....). De modo que si no se querían perder los nervios antes siquiera de llegar al ecuador del certamen, se tenía que apostar por las salas con mayor aforo (el Grand Théâtre Lumière, y ya), y por aquellos autores que llegaban a la cita con su CV todavía por rellenar, siendo esto último una auténtica anomalía en ese territorio. En LE Festival, es sabido, el apellido pesa como en ningún otro lugar del mundo.

En éstas que nos topamos con una de esas excepciones que confirman la regla. Fue la Competición y decidió apostar por un debutante. Milagro. Novato que, eso sí, venía referenciado como uno de los asistentes más próximos e importantes del maestro Béla Tarr. Casi nada. 'El hijo de Saúl', impresionante debut en la dirección del húngaro László Nemes, podría definirse como un descensus ad infernos en toda regla... si no fuera porque al espectador se le sitúa justo ahí desde los rótulos iniciales. Sin previo aviso; sin piedad. En ese mismo momento, cuando apenas nos hemos acomodado en la butaca, se nos recuerda una figura histórica que, por pura (e insoportable) incomodidad, se ha visto relegada al mismo rincón donde han terminado casi todas las de su especie: el olvido, que ya se sabe, es la más peligrosa de las (falsas) curaciones. Los Sonderkommando, tanto para aquellos que no recuerdan como para los que todavía no hayan podido llegar a este punto, fueron los prisioneros de los nazis (entre ellos, judíos, por supuesto) obligados a colaborar en el horror de las cámaras de gas.

Aquellos a los que, tal y como sucede en cualquier matadero (el escenario en el que nos hallamos, el campo de exterminio de Auschwitz, es exactamente esto), se obliga a mezclarse con el ganado para que no cunda el pánico entre los futuros productos cárnicos. Pues bien, con uno de estos sujetos vamos a tener que convivir durante más de hora y media. Estamos una vez más en el infierno de la Segunda Guerra Mundial; en uno de sus círculos más bajos, reservado a la más aberrante de las atrocidades. En cada una de ellas, se precisa de la colaboración del supuesto enemigo para que el engranaje del fanatismo siga cobrándose sus macabros tributos. Y sin más presentaciones que valgan, nos topamos con el protagonista de la historia, uno de esos ''exterminables'' al que se le confió el secreto más inenarrable. Y por una vez, deseamos habernos quedado fuera de la sala. Bendito martirio. Por poco que no gritamos de puro terror. Como si estuviéramos abrasándonos ahí dentro. La pantalla, por cierto, se ha olvidado del formato panorámico, y por si la asfixia no era suficientemente letal, Nemes decide revelarse como un superdotado en el cine de multitudes. Cómo nos apelotonábamos aquel año, efectivamente...

De repente el encuadre respira, se mueve, corre... se muestra como un ente imprevisible. La cámara, en un ejercicio que podría catalogarse de auténtica horror movie, no se sabe si acosa más a los personajes o al propio espectador. Y el cine se convierte, de paso, en algo tan grande como la vida... aunque ésta esté a punto de terminar. En la pantalla se apelotonan también víctimas y verdugos, pero los vemos siempre, y ahí está el qué, a través de los ojos de una de esas ''vacas judas''. El rostro pétreo de Géza Röhrig encierra la espantosa verdad contemplada desde una atalaya con rango de visión mínimo, pero desde la cual se avista todo. Está claro, si se nos presenta como es debido, una imagen desenfocada puede valer mucho más que mil gritos. La inmersión es total; la pesadilla, también. László Nemes se gana, al final de cada plano secuencia (en prodigioso primerísimo primer plano), el beneficio de la duda más dulce: ''¿Seguro que es novato?'' Al final de ésta su apabullante carta de presentación, y tras un cierra que roza lo magistral, queda otra duda flotando en el -irrespirable- aire. ¿La mirada que debemos dedicar al horror, se vive o se contagia? ¿Son posibles ambas opciones? Para más información (que no necesariamente respuestas), no perderle la pista al hombre.
reporter
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3
25 de febrero de 2009
14 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el primer día Uwe Boll descubrió ‘The Matrix’. Y vio que era bueno. En el segundo día hizo ‘House of the Dead’, y vimos que el famoso “bullet-time” y los travelling circulares podían llegar a ser horribles (eso sí, hubo gran regocijo). En el tercer día Uwe Boll jugó a ‘Alone in the Dark’ y ‘Bloodrayne’. Y vio que era bueno. En el cuarto día dirigió sus correspondientes adaptaciones para la gran pantalla, y aunque volvió a haber gran regocijo, vimos que era muy malo. En el quinto día Uwe Boll visionó la saga entera de ‘El Señor de los Anillos’ de Peter Jackson. Y vio que era bueno. En el sexto día realizó ‘En el nombre del rey’. Como no podía ser de otra forma manera, hubo gran regocijo… pero vimos de nuevo que era malo. En el séptimo día Uwe descansó. Y así fue.

Sagradas escrituras aparte, con el paso del tiempo no he podido evitar encariñarme con este entrañable personaje. Considerado por muchos como “el Ed Wood contemporáneo” (lo cual es una manera fina de considerarle como el peor director del panorama cinematográfico actual), Uwe Boll responde a las pésimas críticas que va recolectando a base de nuevas películas o propinando palizas -literalmente hablando- a todo aquel que ose contradecir su divina palabra. Así las cosas, aunque haya terremotos, aunque los gobiernos cambien y aunque haya crisis económicas, sabemos del todo seguro que el odiado cineasta de origen alemán va a deleitarnos cada año como mínimo con una de sus excentricidades. Una cita ineludible para todo amante de la basura en estado puro.

Eso sí, tragándonos el orgullo hay que admitir que el bueno de Uwe ha conocido cierta evolución positiva en su carrera. Sí, partía desde uno de los listones más bajos jamás conocidos. Sí, sus películas siguen siendo horrorosas. Pero siendo justos, de ‘House of the Dead’ (el trabajo que le dio la “fama” internacional) a ‘En el nombre del rey’ parece que haya un abismo. Los diálogos siguen siendo insufribles, la dirección de actores es pésima (por su caracterización y por sus gestos, el villano Ray Liotta parece sacado de un espectáculo de magia de Las Vegas) la forma de enlazar escenas es de chiste, las coreografías parecen sacadas de una función navideña de cualquier colegio, y un grandísimo etcétera. Pero me reafirmo en lo dicho, hay leves indicios que sugieren que este “nuevo Ed Wood” poco a poco va aprendiendo: el tratamiento de la imagen por ejemplo, que siendo una triste sombra de las grandes películas del género, hasta hace bien poco hubiera sido insospechable viendo los antecedentes del Sr. Boll.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
reporter
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6
23 de octubre de 2008
14 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las películas más publicitadas durante la última edición del Festival de Cine de Sitges dista mucho de la perfección, no obstante su visionado merece la pena ni que sea por lo arriesgado de su planteamiento. Al igual que una antigua locomotora, al filme le cuesta coger velocidad, pero al mismo tiempo cuesta no quedarse hipnotizado por el cada vez más rápido movimiento de sus ruedas. El gran triunfo de Brad Anderson es el de crear un entorno de lo más asfixiante, que cada minuto que pasa ayuda a avanzar a un filme en claro crescendo.

Al igual que la estupenda ‘No es país para viejos’, el paisaje se convierte en un personaje más de la trama. El excelente trato visual de la desoladora y gélida estepa siberiana ayuda a que aumente la sensación de miedo y desasosiego. Y es que la belleza puede ser traicionera. En este caso la inmaculada nieve se convierte en una trampa mortal, y por ello una razón de más para quedarse en el tétrico tren, que a la larga se acaba convirtiendo -como no podía ser de otra manera- en otra ratonera. Brad Anderson juega de forma muy inteligente con este concepto, y con eso amarra de forma muy satisfactoria buena parte del trabajo.

La otra parte la pone el lujoso reparto de actores. Aunque la estrella sea Woody Harrelson (muy divertido en su papel de bobalicón e ingenuo americano) la palma se la lleva la joven Emily Mortimer. Sobre ella recaen todos los conflictos de la historia y la verdad es que encarna a la perfección el rol de antigua gamberrilla en su vano intento de redención. La actriz británica hace que la expresión “pasarlas canutas” cobre más fuerza que nunca. La pobre Jessie va creando sin quererlo -pero plenamente consciente de ello- una gran bola que se va haciendo más y más grande. Especialmente espléndida está cuando se ve sola ante el peligro… siempre al borde del derrumbe moral pero impulsada por el miedo a que la descubran. Eduardo Noriega en cambio se muestra algo errático durante sus primeras escenas, cayendo -no sé si por su culpa o por exigencias del guión- en el tópico del seductor macho ibérico. Por suerte saca a relucir su calidad cuando su personaje se destapa como quien realmente es. Y hablando de calidad, ésta siempre está garantizada a manos de Ben Kingsley, que en esta ocasión hace gala de su innato talento para los acentos y consigue crear a través de sus intensas apariciones un magnético y terrorífico personaje.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
reporter
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7
15 de marzo de 2013
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Con ellas se pierde el factor sorpresa; se pierde una innovación sin la cual, se supone, ya no se puede lograr en el espectador el impacto imprescindible para que la película en cuestión cale en él con las sensaciones agradables que, siempre en teoría, estaban reservadas para la primera entrega de la saga de turno. Pero, claro está, no hay regla que no sea confirmada por sus respectivas excepciones, y el cine, que no es la excepción, no escapa a dicho principio. En esta misma línea, la carrera artística de Carlos Sorín es quizás una de las más fieles a sí misma, es una de las que, por mucho que pasen los años, ofrece poquísimas alternativas a un discurso originario en el que han pivotado la práctica totalidad de sus posteriores propuestas.

Véase su último trabajo, 'Días de pesca', en el que Carlos Sorín nos lleva, una vez más, a su querida Patagonia. La cámara no se despega jamás de un personaje 100% soriniano, excelentemente interpretado por un Alejandro Awada que con su sobrecogedora voz de tenor además nos regala uno de los momentos cinematográficos de la temporada, lección maestra de cómo cautivar... mientras al respetable se le hiela la sangre. De sonrisa agradable, sencillez en la conversación y entrañable en el tacto humano, un padre ex alcohólico, en el invierno de su vida y con la excusa de la temporada de pesca de tiburones en Puerto Deseado, decide reencontrarse con su hija, a la que hace años perdió la pista. Por el camino se cruzará con personajes tan o más sorinianos que él, en lo que es un típicamente soriniano peregrinaje. La lista de ingredientes en la receta se alarga, pero como se ha dicho, no hace falta seguir leyendo, pues al fin y al cabo sigue sin haber nada nuevo pues bajo el sol de la Argentina más austral.

¿Y qué? Es más, que así siga, porque 'Días de pesca' deja bien claro que las buenas fórmulas; las auténticas, por mucho que se repitan, no pueden llegar a cansar. En este caso en concreto, con apenas una hora y cuarto de duración de la historia (no falta, tampoco sobra un solo minuto), es todavía más difícil que surja el agotamiento. No obstante, no se trata de la cantidad de metraje, sino de cómo (retomando los adjetivos empleados para describir al personaje de la historia) lo sencillo, lo cálido y lo mínimo, empleado en la justa medida (cada elemento en la proporción adecuada para no llegar a entrar en los siempre peligrosos terrenos de la cursilería), configura un producto muy cercano a la universalidad. Tiene tanto de drama familiar como de compendio de experiencias vitales deliciosamente irrelevantes. La tragedia más dura no se muestra pero se siente.

Tres cuartos de lo mismo sucede con la ternura, que aquí se nos muestra, como era de esperar de un autor tan sincero como Sorín, en su máxima expresión. No obstante, en un filme tan cargado de bondad, la tragedia (la más brutal; la más traumática... se intuye) está igualmente presente, pero de forma elíptica, no a través de saltos temporales, no a través de amplias disertaciones, sino, como debe ser, a través de las miradas, los gestos y, en definitiva, la actitud de unos personajes tan reales que lo que más les marca es el fuera de campo; aquello que la cámara, por supuesto, no puede captar. Al final, queda la sensación de que está todo cerrado... cuando hay infinitos cabos sueltos. Parece que se haya contado todo... y quede todo por contar. Maravillosa sensación que solo puede ser fruto de la sublimación de un estilo, plasmado en una película tan directa como -efectivamente- sincera y sí, perfecta dentro de sus pretensiones; inmensa en su microcosmos.
reporter
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5
1 de junio de 2012
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando aquel genial e irreverente humorista galaico-catalán -en paz descanse- hablaba del hecho de hacerse mayor y de los suculentos panoramas que esto ofrecía, jamás podía evitar esbozar una sonrisa socarrona al hablar de aquella gran mentira que son los planes de pensiones para la vejez. A su modo de ver -y razón no le faltaba-, el trato con su querido banco consistía en ir acumulando dinero en una cuenta que no tocaría hasta llegar a la insignificante edad de, pongamos, ochenta años. Ni falta hace decir que este era el momento en que se dejaba ver la sonrisa. No era para menos, pues la perspectiva de un octogenario viviendo a lo loco, matando el tiempo a base de la santísima trinidad compuesta por sexo, drogas y rock and roll, era precisamente esto, algo ciertamente risible.

No hay dudas respecto al cruel engaño de sacrificar los mejores años de nuestra vida en pos de un retiro supuestamente dorado, que debería ayudar, quizás no a borrar, pero desde luego a compensar todas las penurias vividas a lo largo del camino. El caso es que la patraña se confirma cuando se encadenan cada vez con más frecuencia aquellos engorrosos síntomas que delatan que uno, más que hacerse mayor, se ha hecho viejo, que duele más. Las visitas a un hospital cuyos pasillos y personal se antojan más y más familiares; la maldita memoria, que viene y se va a su antojo; el miembro viril, al que ya hace tiempo que se le da por clínicamente muerto.

Y un larguísimo etcétera que conduce igualmente a una depresión más profunda que las legendarias cabezaditas de la tercera edad delante de los programas televisivos de sobremesa. Un estado melancólico que usa el director Stéphane Robelin como punto de partida para '¿Y si vivimos todos juntos?', título sacado de la pregunta -más bien propuesta- que se plantean un grupo de amigos entraditos en edad, al darse éstos cuenta de que han llegado al punto de no retorno a partir del cual no les queda otra que asociarse para superar los pequeños / grandes -ahora grandísimos- obstáculos que les va planteando aquello que parece dar sentido a todo: la odiosa ley de vida, por definición, la más jodida de todas.

Los protagonistas de la historia, un grupo de individuos en el amargo invierno de sus existencias, ve como el sabor del aburguesamiento y consiguiente potenciación del individuo tan típica de la me-generation, no es nada comparado con la mieles de los dulces años sesenta / setenta, en los que los conceptos de comunidad y solidaridad todavía no habían perdido su valor. Tenemos pues un retorno semi-obligado a las raíces, a los tiempos pasados, que por supuesto, siempre fueron mejores que los actuales. Un viaje en el tiempo que dará como resultado una especie de, sobre el papel imposible, comunidad hippie poblada por ancianos que se han acostumbrado, les pese más a unos que a otros, al alto standing.
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reporter
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