El Ladrón de cadáveres bien puede convertirse en uno de los grandes iconos del cine de Serie B de los años 40, compitiendo a la altura de grandes producciones como: “El desvío” (Edgar G. Ulmer) o “La mujer pantera” (Jaques Tourneur, 1942). Con un trato bastante similar, un joven Robert Wise adapta la magnífica obra literaria de R. L. Stevenson, en una genial película capacitada para ganarse el gusto de variopintos espectadores.

La ambientación dota al film de esa “magia” que le diferencia del resto, correspondiéndole un lugar de honor en el género de terror. Absoluto logro que viene otorgado por un metraje tan corto como intenso, sin llegar a decaer el ritmo, transitando por la fría niebla que envuelve una atmósfera que cala hasta los huesos. Son esos toques intrigantes, lúgubres y enigmáticos, que se apoderan de la trama y los personajes para que en ningún momento puedas apartar la mirada ni olvidarte de cada detalle para la posteridad: una clase, una niña, una taberna, un carruaje, un cochero, un cementerio y una historia que contar.

El hechizo de Brian de Palma se hizo patente en la mejor adaptación cinematográfica de cuantas obras de Stephen King se llevaron a la gran pantalla. Embaucadora película para un director que, tras más de una década encantando espectadores a través de un cine tan punzante como propio, se atreve con un género salpicado con espíritu gótico, y alimentado por un cine de adolescentes ideal para una década que estaba preparada para recibir un relato con tintes de cuento fantástico.

Los primeros anhelos oníricos del director tienen cabida en una cinta cuya atmósfera envolvente es tan cautivadora como atractiva para una obra que a priori no merecía destacar por su sencillez temática. Se aprecia con tanto encanto como estupor la tensión acumulada a lo largo del rodaje para llegar al clímax del film, donde literalmente asistimos a una demostración de fuerza direccional que provoca una serie de fotogramas completamente inolvidables. Fantasías sexuales, venganza y gore, son ingredientes necesarios para comprender el embrujo con el que acabas atrapado en un largometraje que estira sus telas de araña hasta dejarte absorto e hipnotizado. Carrie ya es leyenda.

“El último rey de Escocia” viene marcada y limitada por una serie de elementos de partida: un director que no destacó especialmente por su capacidad narrativa, que la película gira en torno a la figura de Forest Whitaker hasta olvidar el eje cronístico, y que ofrece una supuesta historia que cuesta creer que esté basada en hechos reales tal y como se exponen. Con estos ingredientes asistimos a un film que por momentos se olvida de hacer cine, aunque resulta tan ameno como aparentemente alejado de la concepción inicial del mismo.

Si la cinta tiene un nivel aceptable de entretenimiento es gracias al esquema simplista del que parte. Con una estructura lineal, que no juega a inmiscuirse en la profundidad del asunto, logra adoptar una visión tranquila de los acontecimientos, de ligero resultado. No cabe duda de que Forest Whitaker está inconmensurable, pero carga demasiado con el peso de una obra que navega a medio camino de la comedia y el drama sin llegar a tomarse demasiado en serio. Si Macdonald quiso realizar una cinta política, se olvidó de comentar las causas, las consecuencias, así como el entorno social y económico en el que se enmarca. Una lástima, si tenemos en cuenta de lo que pudo resultar y lo que ha terminado siendo.

Hacer autostop ya no ha vuelto a ser lo mismo desde que Clark Gable arrancó la mejor sonrisa de Claudette Colbert en la cuneta de una carretera comarcal. Sólo es un símbolo más de los muchos detalles que se ponen de manifiesto en la comedia romántica más encantadora y elegante que se filmó entre los años 30 y 40 del cine norteamericano, lo cual es mucho decir. Frank Capra consiguió rodar una película tan sofisticada como llena de aristas, quizás la mejor de su trayectoria.

El gran encanto del film reside en la manera sencilla de contar la historia, donde Capra demuestra nuevamente que se mueve como pez en el agua a lo largo del guión, bajo un correcto trato técnico. La narrativa no transcurre en grandes ciudades cubiertas de nieve, si no que atraviesa en forma de road movie la naturalidad de la gente común a lo largo de poblaciones rurales, transitables y afables donde las haya. Por eso es tan agradable de ver. Por eso la química entre los dos protagonistas, tan imperfectos como empáticos, se siente tan cercana. Por eso la exposición de una lucha de sexos jugando al mismo nivel es capaz de derribar las murallas de Jericó, hacer sonar las trompetas, detener cualquier vehículo, cruzar las aguas a caballo y ocupar dos asientos de autobús utilizando solo una mano. Por eso el desnudo de Gable es tan chocante. Por eso los amores reñidos son los más queridos. Por eso amamos esta cinta, porque su ritmo trepidante hace que sea tan entretenida como cautivadora, siendo imposible desconectar ni un solo segundo. Por eso triunfó el amor…por el cine.

Podría resumir la crítica en que “Moonlight” es una buena película que pudo llegar a ser algo mejor. A veces, incluso dejando reposar el tiempo uno siente que la cinta ha fallado en algo pero resulta difícil discernir donde cojea exactamente. Puede que sea un pastel, de hermoso aspecto y acabado, construido con los sabores que mejor sientan a tu paladar pero que al final, te queda la sensación de no haber conseguido degustar ese postre inolvidable.

Y es que la película está tratada con mimo, eso es innegable. La factura técnica y el juego de luces y colores denotan una calidad que sólo hemos podido ver antes en el cine de Iñárritu y Malick, exactamente. La fotografía es sublime, las actuaciones no desentonan y la exposición argumental retrata un tema muy interesante: aquel que nos habla de la marginalidad social, pero no aquella de los más desfavorecidos, si no la que puede afectar a cualquiera que se haya sentido aislado emocionalmente, esa soledad humana de alma solitaria que el arte nunca pudo negarse. Sin embargo, no es menos cierto que el largometraje no ofrece nada nuevo y que en él se aprecia la desesperada búsqueda de la estatuilla – otorgada de forma caótica por cierto -, pero sobre todo, es el desigual ritmo con el que se trata el paso del tiempo en un film dividido en tres estaciones – infancia, juventud y adultez de Chiron -, donde recibe el mayor golpe seco que te deja la piel tenue y el cuerpo más paralizado que a nuestro protagonista. En definitiva, una buena obra que decidió no ser maestra.