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España España · Madrid
Críticas de Charles
Críticas 1.065
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
24 de diciembre de 2018
34 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al principio, poco sabemos más allá de que estar en la gran llanura entraña peligro.
Entonces aparece Londres, todo rueda oruga y estructura colosal, amenazando con asimilar "navíos" más pequeños, indefensos ante su sola visión, y entendemos la dinámica de cacería por la cual en este futuro la élite acaba comiéndose a los débiles, literalmente.
Es un capitalismo retorcido, retratado con poderío y urgencia, que te mete en la acción tanto como si tú fueras presa de ese mastodonte cubre-horizontes.

'Mortal Engines', desafortunadamente, nunca vuelve a ponerse a la altura de sus propias circunstancias.
Hester Shaw es una protagonista desfigurada, vengativa y desesperada, mientras que su repentino compañero Tom Natsworthy, habitante de Londres, necesita un par de golpes de realidad de la llanura para darse cuenta del catastrófico equilibrio que ha ignorado hasta ahora. Igualmente Thaddeus Valentine, enemigo a batir, cuenta con la tranquila malicia de Hugo Weaving para que nos demos cuenta de cómo cualquier líder ha llegado donde está sobre mentiras, en tiempos de necesidad.
Pero esos mimbres no importan, se quedan tristemente pequeños en los escenarios que habitan, porque al director Christian Rivers y colaboradores les interesa más el "extraordinario" mundo que han creado: trituradoras gigantescas de barrios enteros, bases aéreas puenteadas entre globos clandestinos y yermos surcados por marcas de llanta kilométrica.

Extraordinario, desde luego, pero cada vez más rutinario a medida que avanza la partida: no dejan de ser cuadros en los que tópicos andantes se apresuran a "no-se-dónde" para averiguar "no-se-qué", mientras el fin de la civilización se acerca (gran novedad).
Particularmente irónico acaba siendo que el único depositario de humanidad sea el elemento más ajeno a ella: Hester fue criada por una especie de humanoide robótico llamado Shrike apenas vivo (y apenas explicado también) que la ofrece una transfusión de ser a metal frío como la suya, para olvidar el trauma de su cara cruzada a cicatrices.
Se trata de una subtrama tan ajena a todo lo que se cuenta, tan salida de la nada, tan loca dentro de conceptos reciclados, que se gana mi simpatía simplemente por afirmar que incluso en el más artificial de los corazones puede sobrevivir un amor paternal reminisciente del viejo mundo.

Nada deja más huella que eso, pero era difícil hacerlo cuando cada cinco minutos se presenta un nuevo personaje nunca antes mencionado, y cada diez asoma un nuevo lugar que pretende aturdirte a planos aéreos de maravilla estéril.
Este postapocalipsis merecía más, ni que fuera porque la mirada de Hester Shaw parecía capaz de desafíar toda esa montaña civilizada de creencias y políticas caducas, desplazándose a velocidad absurda.

Había una curiosa pregunta de fondo aquí, intentando saber si somos tan desesperados como especie para cargar una mochila de emblemas y monumentos, justificando nuestra supremacía depredadora frente a otros.
Pero, al final, eso se desvanece, y todo queda en meras máquinas mortales a detener cuanto antes.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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7
18 de diciembre de 2018
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los recovecos de la mente inconsciente, otra vez ese eterno misterio.
Esta sociedad puta y deshumanizada, apoyando al que celebra su enfermedad y deseosa de ocultar al que la sufre en silencio.
El clásico “chica conoce a chico” cimentando nuestras fantasías, las cuales nos dicen: algún día, esto tendrá que sucedernos.
La última tecnología disponible como bálsamo, placebo y consuelo de traumas afilados, a los que nunca se podrá hacer manual de instrucciones para superarlos.

‘Maniac’ llega más profundo que la suma de sus elementos, y tal vez sea porque elige hermanarse desde un principio con la mirada de sus complejos protagonistas.
Annie Landsberg y Owen Milgrim son dos personas heridas, sin apoyos estables y con claras tendencias autodestructivas, pero con una cualidad especial: ante la imposibilidad de lidiar con sus respectivos entornos familiares, en su cabeza se ven como los héroes de su propia historia, él como importante agente en peligrosa misión secreta, y ella como la autosuficiente tía dura que no le importa tener a su padre en un cajón de soporte vital.
En esa ciudad en perpetuo estado de hiperrealidad (con anuncios invasivos, de caras que te quieren, forrando cada fachada) lo difícil sería no formarse una fantasía sobre lo que es “ser normal” para escaparse de una triste existencia, y por eso un buen puñado de sujetos, junto a Owen y Annie, se presentan voluntarios para el tratamiento de la compañía Neberdine llevado por el doctor James K. Mantleray, el cual propone resolver cualquier trauma a base de píldoras monitoreadas por el superordenador GRTA.

Una vez allí, Owen ve claro que Annie es el objetivo de su misión, pues su cara repetida en anuncios holográficos, su coincidencia en el tiempo y lugar, esos recortables que le pondrían a él a su lado en el perfecto hogar, no dejan lugar a dudas: tiene que ser ella esa persona, la que daría sentido a sus ilusiones, la que va a curar todo lo que ninguna píldora podría. Aquella que por fin le desplazará de ese complicado lugar que es ser el quinto hijo en la comida familiar, encima esquizofrénico diagnosticado.
Pero la vida real la impone Annie sin avisar, negándose a entrar en su juego paranoico, resuelta a sumergirse en miedos que creyó dejar dentro de un coche destrozado al fondo del barranco, en un recuerdo desde donde todavía puede oír a su hermana Ellie diciéndole que nunca la dejará. Algo que forzosamente tenía que ignorar, hasta el punto de la enfermedad, porque la culpa era imposible de sobrellevar.
En esencia, las fantasías que viven piden a Owen que acepte su posible heroicidad, mientras Annie debe abrazar la única vulnerabilidad que se ha querido negar. Partes escondidas de si mismos, que salen a la luz en ese espacio multicromático del ordenador, tras haber estado reprimidas por una sociedad que les pedía encajar y ser gángster, halcón o elfa solo en su intimidad.

Y curiosamente, no se les ve más vivos, más seguros en sus mutuas capacidades, que cuando se encuentran en esos espacios oníricos donde sus dificultades nunca son un padre autoritario o una hermana ausente, sino recuperar el capítulo perdido de Don Quijote o llegar al lago mágico que cura todo mal estado.
Fantasías bien dirigidas pueden sanar nuestra realidad, y controladas solo conducen a un hastío que envenena vidas enteras: así sucede cuando, siendo separados por GRTA, Owen construye toda una relación idílica con otra chica de sus sueños, pasando matrimonio e hijos, solo para darse cuenta de que Annie sigue hablando en su recuerdo. Un momento surrealista, triste y cómico, que en la vida real sería duro y en el tratamiento solo evidencia lo mucho que podemos perdernos en sentimientos vacíos.
A medida que el vínculo de Annie y Owen supera hasta las fantasías en pareja más exigentes, el superordenador se infecta de sentimientos, amenazando con invalidar todos los sujetos porque el doctor Mantleray no la quiere como debería hacerlo. No es una maldad sentiente descubierta por la inteligencia artificial, sino la prueba de que absolutamente ningún proceso sobrevive a la falta de alguien al lado, susurrando o gritando que todo irá bien cuando en tu cabeza nada parece estarlo.

No se trataba de desbloquear el trauma, tampoco de hundirlo como si nunca hubiera existido.
Era aceptar, por fin, que eso que tambalea nuestra estabilidad mental está ahí.
Puede ser un prejuicio diagnosticado, un abandono traumáticamente cancelado… o una persona que ha ido derribando todas las paredes que nos construimos para estar a salvo.

Cuesta aceptar todo lo malo que nos pasa, una barbaridad.
Pero esta serie se pregunta por qué nos cuesta tanto, o más, aceptar lo bueno: supongo que a menudo van tan seguidos, son tan consecuencia uno del otro, que es complicado distinguirlos.
Es posible que con la persona adecuada te acabes dando cuenta de cuándo toca cada uno.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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6
17 de diciembre de 2018
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“La salvación de Transformers”, la han llamado.
Y bueno, salvación sería si hubiera llegado hace dos películas como prueba de que hay otros caminos expresivos para la saga, más próximos a la esencia ochentera de la serie televisiva (diseños incluidos) que al entretenimiento descerebrado asociado a la franquicia actual.
Ahora, más bien queda como simpático recordatorio de que alguna vez lo pasamos bien entre robots transformables, pero toca que el último apague la luz.

‘Bumblebee’, creo, tiene un concepto erróneo de si misma, porque bucea demasiado tiempo en tópicos como para que su relación chica-robot pase de lo superficial.
Aunque sí, es maravilloso preocuparse, por primera vez, de que haya un genuino centro emocional en el argumento, y en cierta medida todo pase por en medio de dos seres que, cada uno a su modo, han perdido una guía vital, sintiéndose desplazados en un planeta que no les comprende.
También, es fantástico que Charlie sea la primera protagonista tridimensional en una tradición de hombres muy machotes salvando a damiselas hipersexualizadas, a la cual una foto de padre e hija pesa como una losa de tiempos más felices que parece no volverán.
Y sienta muy, muy bien alejarse de la destrucción en grandes ciudades, y enfocarse en una población rural de esas donde el tiempo y la adolescencia se han detenido.

Bumblebee llega allá huyendo de la guerra civil en Cybertron, y lo primero que recibe son disparos muy parecidos a los que le dedicaban los Decepticon, trazando un punzante paralelismo en que no importa tanto la especie, porque en todas partes de la galaxia hay una batalla en curso (si bien los humanos somos los que la practicamos por diversión).
Por una serie de avatares, acabará siendo el amarillo Escarabajo de Charlie en su cumpleaños, y ambos dos encontrarán consuelo de su soledad mientras el cerco sobre el Transformer se estrecha, y otros tantos robots malos vienen dispuestos a jorobarle el refugio. La nota realmente curiosa la tendrá que poner un ejército norteamericano presto a colaborar con los Decepticon, porque no vaya a ser que se pasen al bando ruso.
Justo ahí empiezan los problemas para la cinta, preocupada por ripear el sabor de los 80 en infinitas canciones y constantes referencias, repitiendo clásicas situaciones de extraterrestre marginado, y pasándose por la bujía cualquier coherencia interna con tal de resultar majeta: ¿a cuento de qué Bumblebee a veces se comporta como niño asustado y otras como guerrero vengador, según convenga animar risas o excitar adrenalina, con escenas enteramente dedicadas a su supuestamente entrañable torpeza?

Pues fácil, porque mola saquear un subgénero y estamparle una marca reconocida, a ver si suena la flauta de la taquilla.
No es que se cargue nada, pero a veces molesta invocar una ternura que simplemente no está ahí, y es más construcción artificial que verdadero elemento de guión: los personajes y su entorno son tópicos de tópicos de tópicos, rara vez yendo un poco más allá de lo que todos estamos esperando que hagan.
Con todo, con sus aciertos tontainas y sus floridos errores, este desvío de la épica principal entre buenos y malos metálicos comprueba de nuevo el archiconocido menos es más, y deja abierta la pregunta de si no merecía la pena centrarse en un corazón de hojalata desde el principio, para que la acción espectacular fuera bien acompañada.

Llegando tarde a su propia fiesta, esta recuperación se siente maniobra de marketing, y mucho menos la fresca historia juvenil de atardeceres aventureros y ojitos azules que quiere ser.
Bee, huye de vuelta a Cybertron, que los humanos después de la primera caricia van a querer ordeñarte a ti y a todos tus compañeros.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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8
14 de diciembre de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta no era una historia de épicas hazañas.
Al menos, eso no es lo que pretende el vagabundo harapiento que llega al estudio del escritor Rudyard Kipling, pidiendo por caridad algo de beber, porque no hay momento en que disfrace los hechos por lo que nunca fueron.
Pero el pasado inevitablemente se antoja dorado, cuando se compara con un austero presente.

‘El Hombre que Pudo Reinar’ quizá no sucedió.
Puede que la increíble travesía de Daniel Dravot y Peachy Carnehan hasta encontrar un reino en el Kafiristán fuera otra de sus bromas privadas, dicha con tal convicción que se convirtió en verdad. Kipling no puede asegurarlo, aunque es la única parte de su historia que presenció.
No importa en realidad, porque mientras dura la narración del vagabundo viajamos lejos, a territorios inexplorados y gentes imposibles, evocando una idea del mundo como maravilla inagotable que creíamos haber perdido. Una que a Kipling le decían viejos colonizadores ingleses que ya no existía, cansados como están de haberlo visto todo, haberlo conquistado todo. Una solo reservada a los valientes que no cuentan el límite del mapa.

Las vivencias de Peachy y Daniel no se concentran en las aldeas o asentamientos a los que llegan, sino en las rutas donde andan incansablemente, con su amistad como única fuerza motora, persiguiendo un sueño lejano. A veces está cerca, otras más lejos, pero algún día ambos saben que llegará.
Incluso por evitar la inútil codicia decadente de su mal amado Imperio Británico, disponen un contrato por el cual se abstienen de juergas y diversiones, hasta que uno de los dos no sea coronado rey de alguna de esas gentes sin mácula civilizada que se encuentran. Que sí, uno podría pensar que ese es el objetivo final, pero casi me creo más que el verdadero tesoro sea lo bien que se lo pasan recorriendo el continente, bailando al amanecer del desierto y escapando de asaltantes violentos.
Tan complementaria es su carisma, tan pura su amistad, que hasta el mismo paisaje se pliega a su paso: un momento que podría ser de gélida desesperación tiene el carácter de una buena charla ante el fuego, y por increíble que parezca la naturaleza tiembla al oír la risotada de dos hombres sin nada que perder.
Es su mutua confianza lo que ha desbloqueado el camino, y te lo crees porque estos amigos, te lo han contado, pueden con todo.

Esa “prueba” abstracta de su vínculo, por así llamarla, da paso a su codiciado reino, donde por fin encuentran un territorio arrasado por enfrentamientos brutales, del que pueden sacar partido prestando sus servicios al rey Ootah: se ironiza así sobre toda una tradición británica de llegar y apoyar al mejor postor, solo para construir identidad nacional sobre las cenizas.
Pero Daniel y Peachy no buscan eso, sino el impulso salvaje de una buena batalla, llenarse la mirada de paisaje sin almas a la vista, o la belleza nativa de una muchacha que podría reescribir la Venus de Milo… no tienen intención de dominar, sino de reencontrar una sensación ideal sobre la que otros como Kipling solo pueden fantasear (y escribirán después).
Por eso se hace doblemente chocante que, en un fortuito viraje de los acontecimientos, Daniel sea reconocido como el descendiente directo de aquel Alejandro Magno que una vez les gobernó, y tras un estupor inicial él mismo afirme que sí, es hijo de aquel conquistador, pues ha conservado a través de las eras su ansia por explorar las maravillas del bello mundo. Peachy entonces sonríe con preocupación en la mirada, tal vez dándose cuenta de lo poco que valen los contratos de los hombres cuando la adoración en ojos de muchos ya confiere el poder de un dios.

La odisea de Daniel y Peachy, a su manera, cierra las tapas de una época.
Un tiempo majestuoso en el que al borde de la muerte se encontraba aquello que daba sentido a la vida, aún quedaba incertidumbre en el horizonte y cada piedra sin remover llenaba de una paz difícil de explicar, la cual se remontaba a una nostalgia milenaria.
En un panorama cansado y desencantado, acomodado en sus arrugas, ambos aventureros nunca soltaron la cola del burro por mucho que cegara la nieve, nunca se echaron atrás por mucha espada a la vista, nunca perdieron a su lado el hombro del compañero. Actos humildes, impulsivos, que mirados desde una lucidez momentánea (dionisíaca) parecen una gran narrativa hablando directamente a esa parte dormida de nosotros, que aún gusta de creerse elegida para algo más que lo terrenal.

Por eso se han contado estas historias, por eso se siguen contando.
Mirando atrás, Peachy y Daniel realmente fueron reyes. Aunque es un conocimiento que solo llega al haberse terminado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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7
13 de diciembre de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
¡Ah, el ego del actor!
Capaz de levantar imperios, revolucionar multitudes, conmovernos hasta lo más profundo o enfurecernos ante la injusticia, pero también capaz de naufragar ensayos, acaparar el foco principal y creerse en posesión de la única atención disponible.
Seguramente, cuando Shakespeare escribió ‘Hamlet’, no imaginó que tendría que estar representado por criaturas tan volátiles.

‘Ser o No Ser’ transcurre alrededor de un ego actoral tan grande como para imponerse al III Reich.
Concretamente del actor Josef Tura, que privado de representar la comedia satírica sobre la Gestapo preparada junto a su compañía por censura nazi, se frustra cada noche al ver cómo el soldado Sobinski se levanta de las butacas cada vez que empieza su inmortal monólogo. Es imposible juzgar si es admirable o temerario, al pasar de la amenaza política y afirmar que la gente ya no disfruta el verdadero sentimiento teatral.
Más sería su pasmo, sin embargo, si se enterara de que Sobinski es el misterioso admirador de su mujer María Tura, y tras enviarla flores a cada función va a verla a su camerino cuando consigue por fin favorable respuesta… justo al empezar la eterna chapa en la que saben que no les van a molestar. El arte es lo de menos en vísperas de guerra, pero como distracción es cosa bárbara para mantener embobados a un buen puñado de gente.

Precisamente ese embobamiento será la misión que, clausurado el teatro por un nacionalsocialismo arrasador, acometerán Josef y María en una Polonia ya ocupada, al tratar de birlar al espía profesor Siletsky una preocupante lista de aliados a la RAF, impersonando al coronel Ehrhardt primero y provocando una retahíla de equívocos después, para una Gestapo ciega que se cree blindada tras uniformes que podría vestir cualquiera.
El subtexto es glorioso, y está perfectamente ejemplificado en el prólogo que parece cuentecillo: el actor Greenberg sale a la calle perfectamente caracterizado como Hitler, creyéndose invencible en su bigotillo, solo para que una niña pidiendo un autógrafo le demuestre que una esvástica bien replicada no debería hacernos perder la razón.
En el fondo bajo la gorra con calavera habitan los mismos hombres torpes, descuidados y calenturientos por María que al otro bando, imposibles de discernir unos de otros, y si hiciera falta más prueba solo hay que fijarse que no es el repetitivo comentario “¡conque me llaman Campo de Concentración!” lo que delata a Josef, sino su orgullo de esposo herido que no puede dejar de lado aún en plena negociación por vidas humanas.

Casi que su carácter disperso, y el inicial mirar para otro lado de toda la compañía, riéndonos por si acaso, dan lugar inconscientemente a esa sátira sobre la Gestapo sin representar, que les tiene a ellos como público, y a María como indiscutible ganadora de la función, capaz de mudar piel sin que en ningún momento miren más allá de su belleza: qué amarga ironía que los coroneles admiren la suya y no la de tanta cultura prohibida.
Al final, el último grito del artista en medio de la represión tendrá que ser el monólogo de Shylock en ‘El Mercader de Venecia’, subrayando que tan diferentes no somos, y no tiene sentido seguir a ningún amado líder hasta la muerte, ya sea Shakespeare o Hitler.

La vida era un cuento lleno de ruido y furia, contado por un loco… y poblado por otros tantos locos que lo interrumpen constantemente, añade Lubitsch.
Charles
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